Authors: Patricio Sturlese
—Creedme, hermano DeGrasso, no seáis reacio a mis palabras.
—¿Creéis que puedo confiar en vos después de que me ocultasteis la verdad sobre los libros? ¿Osáis apelar a vuestra credibilidad?
—Claro que sí —me respondió Tami sonriendo y arreglando sus cabellos—. Si no creyerais en mí de alguna forma, no estaríais aquí. No habréis madrugado tanto sólo para hablar con un mentiroso, ¿verdad? Sería estúpido pensar eso de vos, sería subestimar vuestro intelecto. Por cierto, os debo una disculpa por lo de los libros. Y, respecto a ellos, si me dieran otra oportunidad para esconderlos, lo haría de nuevo.
Había permanecido de pie, al lado de la puerta hasta ese momento. Entonces acerqué un pequeño banco y me senté frente al sacerdote, para dirigirme a él cara a cara.
—¿Quién es nuestro amigo común, Giorgio? —le pregunté tuteándole para ganarme su confianza.
Tami me miró fijamente durante un momento antes de responder.
—El padre Piero Del Grande —afirmó el jesuita.
Y sus palabras retumbaron en mi cabeza mientras en aquella celda se extendía un silencio lleno de rumores.
—¿Piero? ¿Conoces a Piero Del Grande?
—Sí, Excelencia. Antes de enviarme a este lugar, me habló de vos, quizá previendo mi destino.
—¡Es imposible! Piero jamás me habló de ti ni de este lugar...
El rostro de Tami mostraba la solemnidad del momento que iba a llegar, aquél en el que de su boca escuché palabras que nunca creí pronunciaría un hereje.
—
Extra Ecclesia nulla salus
—musitó.
Miré atónito al sacerdote, esperando sus próximas palabras.
—Angelo, soy un cofrade de la Corpus Carus. Soy aquél que buscas, no como inquisidor, sino dentro de tu corazón. Y ahora espero lleno de dudas sobre si querrás ayudarnos o nos vas a destruir. No sé si ha llegado tu momento; a nosotros no nos queda tiempo ahora que somos tus prisioneros y, por tanto, prisioneros de Roma. Espero que comprendas mis palabras y ruego a Dios para que decidas unirte a nosotros. La Corpus Carus te necesita. Ahora.
No me fue fácil salir del asombro, como tampoco lo fue mirar al que ahora se revelaba como cofrade de la
Corpus Carus
, un discípulo de Piero Del Grande. Como yo. El jesuita continuó hablando.
—Es tu curiosidad por los libros prohibidos lo que te ha traído aquí tan temprano, lo que no te deja dormir. Estás aquí porque yo puedo esclarecer, si no todas, gran parte de tus dudas y ayudarte a verme como tú deseas: no como un hereje que se ha apartado de la ortodoxia, sino como alguien que persigue lo mismo que tú, como inquisidor, persigues, aunque por un camino diferente. Angelo, has visto los libros pero sabes muy poco de ellos. Ni siquiera sabes a quién has de entregárselos, ni cómo llegaron aquí. Y tampoco conoces apenas nada sobre la
Corpus
...
Tami hablaba lentamente. No me conocía mas sabía más de mis cuitas que yo mismo. Le interrumpí acuciado por la urgencia de saber.
—Pues entonces dímelo. Ya es bastante para mí, siendo inquisidor, tener que prestarte atención como si fuera tu alumno.
—Vayamos por partes... —continuó Tami tomándose un tiempo para ordenar su discurso—. Lo primero es lo primero; los libros, después. Es primordial que conozcas mejor a la
Corpus Carus
y por qué se formó. Así podrás comprender lo que intentamos hacer nosotros y, por supuesto, los brujos. Angelo, ¿qué sabes de nosotros?
—¿Qué sé...? Nada, lo poco que me contó Piero Del Grande en mi última visita al monasterio, otro poco que me confesó en una carta... Y una brevísima mención que me hizo el cardenal Iuliano.
—Dime, ¿qué te dijo Piero Del Grande?
—Entre otras cosas que os presentaríais a mí con las palabras Extra Ecdesia nulla salus. Él me dijo que sois una cofradía católica que defiende la infalibilidad de la Santa Sede y los dogmas de fe de nuestros Santos Padres. Os llamó Caballeros de la Fe...
—Sí —me interrumpió Tami—, Caballeros de la Fe que nos regimos por el lema «El Vicario de Cristo es lo que dicta nuestra espontánea y primera conciencia».
—Sí, eso mismo fue lo que mi maestro me escribió —afirmé.
—¿Y qué más sabes, Angelo? —continuó Tami preguntándome, como si hubiéramos intercambiado los papeles y yo fuera el acusado y él el juez de la Iglesia.
—Piero me habló de alguien que velaría por mi vida durante el viaje; sin embargo, nadie de la
Corpus
se presentó a mí y, desde luego, tú no eres esa persona, pues desde tu encierro no puedes velar ni por ti mismo.
—Tienes razón, y menos aún si me mantienes a pan y agua. Creo que en un par de días en esta habitación sólo quedará mi cadáver... Pero no es ése el tema, Angelo, sino tu guardián, que sí existe. Te aseguro que Piero no ha dejado sin protección a su discípulo predilecto.
—Giorgio: hubo tres muertes a bordo... Tres asesinatos. Y mi vida estuvo en peligro. Me atacaron en mi camarote. Tras los dos primeros asesinatos, la guardia custodiaba el pasillo donde yo me hallaba, así que me defendí como pude hasta que ellos escucharon mi llamada de socorro. Un brujo intentó asesinarme y sólo tuve la protección de la guardia...
—¿Un brujo? ¿Estás seguro de lo que dices?
—El médico de a bordo, la segunda víctima, me habló de un pentagrama diabólico que le había enseñado aquel hombre que, desde Tenerife, viajaba como polizón escondido en el pantoque del barco. Y cuando la guardia lo detuvo, Évola lo encontró entre sus ropas.
—¿Y dónde está ahora ese hombre?
—Aquí, en vuestro asentamiento, aislado en una estancia esperando su partida hacia Asunción para que allí lo juzguen las autoridades civiles —expliqué mientras el rostro de Tami reflejaba el temor de tener un brujo tan cerca de los libros.
—¿Está vigilado? —quiso saber Tami.
—Sí lo está. Te aseguro que su aspecto causa pavor: es un sujeto corpulento, alto, de ojos azules muy claros con expresión fría, rubio, con pelo largo y trenzado, barba y bigote. Parece un vikingo y su apellido es...
—Xanthopoulos —me interrumpió Tami bajando la cabeza apesadumbrado y hablando como para sí.
Y de nuevo me dejó atónito.
—... ¿Cómo es que lo conoces?
—Es tu ángel de la guarda, hermano Angelo, el hombre enviado para protegerte. Es un cofrade de la Corpus Carus, uno de nuestros mejores hombres. Un excelente cazador de brujos. Tienes que estar confundido. No ha podido intentar matarte...
Me puse de pie bruscamente. Recordé sus palabras: «He venido sólo por vos». Me dirigí a la puerta para dar una orden a los soldados. Poco después, ante la puerta de la celda improvisada de Tami estaba Xanthopoulos, custodiado por dos soldados, que no tardaron en empujarlo al interior. Cayó al suelo, con gran estruendo de grilletes y cadenas, en uno de los rincones de la habitación. Nos miraba extrañado, sin comprender qué hacía allí. Al salir los soldados, me dirigí a él para tranquilizarlo:
—No temas. Tami acaba de decirme que eres un miembro de la
Corpus
y que viajaste con nosotros para protegerme. Al acercarte a mí de aquella manera, estuve seguro de que era el siguiente, aunque el siguiente fue otro al que tú, sin duda, no pudiste matar pues ya estabas preso. Eso es algo que tuve claro y que me hizo dudar de si realmente habíamos detenido al asesino... Cabía la posibilidad de que no actuaras solo.
—Angelo —dijo Nikos Xanthopoulos incorporándose para acomodarse en el suelo, apoyado en una de las paredes, cerca de Tami—, fueron precisamente los asesinatos los que me impulsaron a hablarte aquella noche. Mi cometido era vigilar tu camarote. Y lo mismo que yo hacía tu notario... Sobre todo los días en que te reunías con él para abrir los sobres lacrados...
—¿Conocéis la existencia de los sobres? —pregunté muy sorprendido.
—La
Corpus Carus
, hermano Angelo, tiene ojos y oídos por doquier —intervino Tami—. Pero sólo sabemos de su existencia, no lo que contienen...
Los tres sobres no contenían ninguna información que yo no conociera de antemano, incluso menos. Eran absurdos, y las instrucciones tan rígidas que me dieron para abrirlos aún lo eran más. Estaba obligado a abrirlos en presencia de mi notario, por eso Xanthopoulos lo vio entrar en mi camarote... Pero... ¿vigilarlo?
Tres muertos, tres sobres, Évola vigilando mi camarote. De repente lo vi claro.
—Cuando abrí el primer sobre, no comprendí su razón de ser. Inmediatamente después de abrirlo, fui a la cocina a pedirle al cocinero mayor un plato especial. Y el cocinero fue asesinado. Un lacre roto, una vida sesgada. La visita del médico se produjo justo después de abrir el segundo sobre. Y también fue asesinado. Dos lacres, dos asesinatos. Y lo mismo sucedió con el tercero, que le costó la vida al padre Valerón. Tres lacres, tres muertos. Y sólo una persona, además de mí, que sabía de su existencia y de su apertura. Una persona que ha estado vigilando mi camarote. La misma persona que, fortuitamente, encontró un pentagrama en la ropa de Xanthopoulos... Demasiadas coincidencias. Évola y no tú —concluí señalando al griego— es el asesino. ¿Por qué? ¿Por qué ha matado a todo el que se me acercaba tras abrir los sobres?
—Creo, Angelo —intervino Xanthopoulos—, que los sobres eran anzuelos dirigidos a mí, que soy el hermano que te ha acompañado en el viaje. El cardenal Iuliano supuso que después de cada apertura, transmitirías el contenido de cada carta a la
Corpus Carus
. Así él tendría no una, sino tres oportunidades para identificarme y para corroborar las sospechas que tiene sobre tu pertenencia a nuestra cofradía.
—Parece todo tan difícil de creer... —Suspiré desalentado—. Mas todo encaja. Preferiría pensar que Évola es miembro de la Sociedad Secreta de los Brujos, a un monje que asesina inocentes... Él pudo haber puesto el pentagrama en tu ropa —dije dirigiéndome a Xanthopoulos— para incriminarte.
—No, Angelo. Ese pentagrama lo tenía yo, lo había encontrado en el pantoque —contestó el griego.
—Si no fue él, ¿quién fue? Évola me fue impuesto por Iuliano, es su perro fiel.
—Ojalá fuera él —intervino Tami—. Roma, Angelo, quiere destruir la
Corpus Carus
, que se desliza silenciosa por el Vaticano, y para destruirla necesita los libros que estás a punto de entregarles, por cuya posesión cualquier rey vendería su trono. Estoy seguro de que los brujos están muy cerca de ti, vigilándote tal y como lo hace Roma.
—¿Me estás diciendo que necesitáis los libros para protegeros de Roma? Vosotros, los Caballeros de la Fe, los guardianes de la pureza... —repliqué con ironía—. ¿Me estás diciendo que también vosotros habéis entrado en el juego malsano del poder? ¡Esos libros deben ser destruidos inmediatamente! ¿Y quién mejor, por cierto, que la Inquisición para encargarse de esto?
—Angelo, creemos que Roma quiere interpretar los libros, no sólo obtenerlos para destruirlos, pues está convencida de que puede hacer un uso «beneficioso» de su contenido. Por eso los libros no pueden caer en manos de la Inquisición. Nosotros los queremos, sí, como valor de cambio para conseguir un bien mayor: tiempo para acabar con el Santo Oficio. La Inquisición está pervirtiendo el legado de Nuestro Señor: sólo existe el Dios que juzga, condena y destruye, no el Dios del amor y el perdón. Ellos también son implacables con sus hermanos. Tenemos que acabar con el Santo Oficio, algo que podremos conseguir si seguimos formando e infiltrando discípulos en Roma, en la curia papal... Hermanos como tú que puedan derrumbar esa abominable institución desde dentro. Por eso queremos custodiar los libros hasta que podamos destruirlos. Algo que es, desde luego, nuestra misión principal.
Tras las palabras de Tami, se hizo un silencio profundo. Todo encajaba, no podía negar eso, todo encajaba, ningún movimiento de esta gran partida había sido calculado al azar y yo no era más que ese caballo que siempre se sacrifica para proteger piezas más valiosas. Necesitaba saber, necesitaba cotejar la información que yo tenía sobre los libros. Y pregunté.
—Habladme de los libros, necesito saber más sobre ellos. No obtengo nada más que informaciones fragmentarias, los he tenido en mis manos y no he podido hojearlos. Y desde el momento en que me los mencionaron y me vi envuelto en este complejo asunto, nadie me habla de ellos con claridad.
—¿Qué sabes? —dijo Tami.
—Lo desconocía, pero mi vida como inquisidor ha estado unida a ellos. Perseguí el
Codex Esmeralda
durante años, sin saber qué era lo que perseguía. Para mí era sólo un libro de conjuros más, muy bueno eso sí, que la Iglesia quería recuperar, y por el que no mostró más interés que el que le dedicó a las brujas que lo manejaban. Y por perseguir el Necronomicón he llegado hasta aquí. No tengo nada más que una ligera idea de lo que contiene, mas soy testigo de que se ha depositado demasiada energía en su búsqueda y no en vano, pues lo que he escuchado sobre su hipotético poder lo justifica con creces.
—Desconoces el contenido de los libros, pues, pero conoces bien la trascendencia que puede tener el que estén en manos equivocadas —dijo Tami.
—Eso es precisamente lo que quiero saber, qué hay exactamente en el interior de estos libros y si me podéis confirmar lo que sé...
—No —dijo Tami, tajante—, no es el momento. Piensa en lo que hemos hablado ahora que sabes quiénes somos y nuestras intenciones. Medita con tranquilidad pues has de tomar una decisión de gran importancia. Deja que nuestras palabras fermenten en tus pensamientos. Luego seguiremos con eso que tanto te preocupa. Si has de ayudarnos, es de ley que sepas lo que contienen los libros. Vuelve al anochecer.
Obedeciendo a mi promesa y empujado por la intriga, ese atardecer ingresé por segunda vez en el claustro obligado del sacerdote jesuita. A diferencia de la sesión matinal, Giorgio Cario Tami se encontraba despierto, con una extraña mueca de satisfacción en su rostro y un aparente espíritu renovado de lucha. En cierto modo, su lucha no sería con armas, sino con afiladas palabras, las cuales, si eran bien usadas, podrían incluso perforar la coraza de mi buena investidura y transformar a este juez de la Iglesia en un posible aliado de la cofradía. La hábil oratoria de Tami me había asombrado, consiguiendo que dejara de subestimar a los teólogos de la Compañía de Jesús. La conversación que íbamos a tener se planteaba como un duelo dialéctico entre un jesuita y un dominico, un misionero y un jurista, ambos versados en la ley eclesiástica, frente a frente, listos para recorrer juntos el camino que nos llevaría al centro de aquel laberinto de conspiraciones y herejías.