Authors: Patricio Sturlese
—Padre... ¿Por qué ahora...? ¿Por qué me lo habéis ocultado hasta ahora...? ¿Por ahorrarme este dolor infinito...? ¿Quién soy, padre, quién soy...? ¿Y quién es mi padre?
Piero Del Grande sostuvo mi mirada. En sus ojos había un dolor casi comparable al que yo sentía. Me tomó de nuevo las manos y respondió:
—Ángelo, vas a tener que perdonarme y seguir confiando en mí, como has hecho siempre. Sé que lo que voy a decirte aumentará tus dudas y tu desasosiego pero por favor, créeme con toda la fuerza de tu fe cuando te digo que aún no puedo revelarte quién es tu padre, aunque lo haré, y más pronto de lo que piensas. Porque, y sé que es pedirte un esfuerzo sobrehumano, ahora necesito que pongas toda tu energía en otros asuntos. Ha llegado el momento de que conozcas la razón de tu vida religiosa, el motivo de mi decisión de enviarte con los dominicos. El momento de darte a conocer nuestra corporación secreta. Es el momento de que conozcas la Corpus Carus.
Levanté la vista y le miré atónito. Pensé en Iuliano. El anciano me susurró muy suavemente al oído:
—Ángelo, te revelaré los misterios de nuestra Iglesia. Ya es hora de que sepas, hijo mío. Te diré todo lo que debas (y te atrevas) a escuchar.
—Estás en lo cierto, Ángelo. Roma no te ha dicho toda la verdad sobre tu papel en la búsqueda de los libros. Te esconde una historia antigua en la que está implicada la Iglesia, los brujos y la masonería. Como ya te he dicho, los datos que has obtenido de los brujos son ciertos. La bruja que escribió esa carta sabía muy bien lo que escribía, y el brujo que torturaste en tu abadía resistió todo lo que humanamente pudo antes de confesar. Y aquí estás hoy..., preguntándome a mí por unos libros que han motivado persecuciones y destierros durante 750 años.
Miré al maestro en silencio. Traté de calmar mis ánimos. Necesitaba que él confirmara la información que yo ya poseía, y no sólo de los herejes. El capuchino continuó:
—Después de que la Iglesia destruyese el Necronomicón original en España, en el año 1231, la Sociedad Secreta de los Brujos decidió codificar la única copia del libro prohibido que les quedó. Sacaron los conjuros de sus páginas y los transcribieron en otro libro, el
Codex Terrenu
s, protegiendo así de los inquisidores los secretos de las artes negras.
—El Necronomicón estaba en poder de Gianmaria... Pero el
Codex
al que os referís no es...
—Es el que tú conoces como
Codex
Esmeralda —afirmó Piero con seguridad—, es el libro que afirmó haber tenido tu bruja.
Ordené mis pensamientos y examiné los hechos.
—Los brujos querían unir los libros para recuperar los conjuros —susurré—, tal y como decía la bruja en su carta. No fue la Iglesia quien lo evitó. Alguien actuó antes que la Inquisición.
—¿Por qué lo dices? —preguntó el anciano.
—Porque el Superior General de la Inquisición, aunque conocía la existencia del libro de conjuros, nunca se refirió a él como
Codex
Esmeralda.
En nuestra primera reunión, ni siquiera lo mencionó. Pareció sentirse muy aliviado cuando le dije que había encontrado el escondite del Necronomicón tal y como él me había ordenado. Además, yo llevaba tiempo persiguiendo a la bruja de Portovenere mas no ordené su muerte. La habían asesinado atravesándole la boca con una flecha. Y, además, confío en el cardenal Iuliano. Él es mi superior.
El capuchino sonrió. Luego dejó que su vista se perdiera en el cielo.
—Pues debes saber que él no confía en ti —concluyó.
—¿Por qué afirmáis tal cosa?
—Porque me parece evidente que sólo te ha contado la mitad de la historia.
Una leve ráfaga de viento arrastró las hojas secas sobre las lápidas del cementerio. Fruncí el ceño.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
—Porque sospecha de ti.
—¿De mí?
—Sí, Ángelo. El cardenal supone que tú eres un cofrade de la Corpus Carus.
La Corpus Carus. Era la tercera vez que oía ese nombre. Y la primera vez, lo recordaba bien, había sido en boca del cardenal Iuliano, que me miraba intentando penetrar en mí a través de mis ojos... Las palabras del maestro comenzaban a cobrar sentido y lo dejé hablar, pues un momento antes me había anunciado que me daría a conocer todo lo referente a aquella masonería.
—La Corpus Carus evitó que los libros se juntasen —continuó Piero Del Grande—. La Corpus Carus es la masonería católica que le disputa esos libros a la Inquisición y a la Sociedad Secreta de los Brujos. La Corpus Carus te reclutó para la Iglesia, pagó tus estudios y te protegió de la muerte durante tu infancia. La Corpus Carus es la logia de la cual formo parte, para la que selecciono, recluto y preparo.
Quedé aturdido por esa información. Yo, el Gran Inquisidor De Grasso protegido, incluso de la muerte, por una organización masónica que habría debido considerar herética... Y mi maestro, un miembro destacado dentro de ella. Consternado, abrumado por la revelación, lo único que se me ocurrió decir fue:
—Maestro... ¿He de consideraros un enemigo de la Iglesia? ¿Vos?
—No, no, hijo mío. Soy un guardián de la Iglesia. Soy un teólogo que intenta contener los excesos de la curia romana y proteger a los religiosos que llevan la Luz del mensaje apostólico.
Observé con reticencia a mi anciano maestro.
—He de confesaros que el cardenal Iuliano mencionó a la Corpus Carus en la visita que me hizo hace pocos días y que se refirió a sus miembros como...
—¿Enemigos? —preguntó Piero Del Grande adelantándose al final de mi frase y yo asentí con la cabeza—. Es comprensible. El cardenal hace bien su trabajo, sigue la ortodoxia. Es lógico que nos vea como una amenaza. Escucha bien: no se nos considera una amenaza por cuestiones de doctrina, por ser herejes, sino por política eclesiástica. Nosotros hemos colocado prelados cerca de la silla de Pedro, tenemos obispos y teólogos infiltrados a lo largo y ancho de Nuestra Santa Madre Iglesia. No es descabellado que nos persiga e intente desvelar nuestras verdaderas identidades. Y por eso precisamente desconfía de ti: porque sospecha de mí y tú eres mi discípulo.
Medité por un segundo sobre la nueva lectura de la realidad.
—Entonces, yo soy vuestro enemigo...
Piero sonrió antes de aclarar el malentendido:
—Los inquisidores, los dominicos: tú jamás. Tú eres mi discípulo. Tú eres mi discípulo amado, preparado para atravesar el escudo de Roma. Tú eres el único inquisidor que ha sido adiestrado para servir a la Corpus Carus desde su puesto.
—Por eso me enviasteis con los dominicos; es por eso por lo que no me quisisteis como capuchino —le reproché entre susurros.
—Así es.
—Pero ¡nadie me escogió para inquisidor! Fui yo, fui yo mismo quien ganó los méritos que el cargo exigía —repliqué, intentando contener esa mezcla de rabia, perplejidad y tristeza que me había embargado desde que el padre Del Grande mencionara mi bastardía.
—Cierto, quien te propuso para el cargo fue...
—El Santo Padre fue quien me nombró inquisidor —le interrumpí al instante, pues ya intuía adonde quería llegar.
—Sixto V, en 1587. Mas quien se lo propuso a él fue el teólogo jesuíta Roberto Bellarmino.
—¿Y por qué? No tuve ni tengo trato con él.
Mi curiosidad ya no conocía fronteras.
—Porque el Gran Maestre de la Corpus Carus así lo dispuso —afirmó el anciano.
Hubo un silencio.
—¿Bellarmino es de la logia? —pregunté completamente aturdido.
—Bellarmino es un buen hombre y un buen religioso.
—¿Bellarmino es un Corpus Carus? —insistí.
Sabía muy bien que el jesuíta era el actual consejero del papa Clemente, que incluso asistía a las reuniones de gobierno del colegio episcopal. Bellarmino y el cardenal Iuliano se cruzaban continuamente bajo los frescos del Vaticano.
—Tenemos un jesuita en el Vaticano —resumió Piero, arrojando luz de esta manera sobre el vehemente discurso en favor de la Compañía de Jesús que acababa de pronunciar en la capilla.
Una pregunta más martirizaba mi espíritu y me creía con todo el derecho a hacerla y a obtener una respuesta clara.
—¿Quién es el Gran Maestre de la Corpus?
—No lo sé —respondió el padre Piero sonriendo—. Nadie lo sabe. Y tú, ¿lo dirías si lo supieses?
—Pues... No lo sé, padre. Ahora mismo no puedo responder a esa pregunta.
—Yo sí sé lo que debo hacer, Ángelo: aunque lo supiera, no te lo diría, de modo que no insistas.
Vedado ya el camino de la Corpus Carus mis preguntas retomaron el sendero de los brujos. Quería ver si Piero Del Grande podía darme más información de la que ya tenía.
—¿Qué hay de los brujos?
—La Sociedad Secreta de los Brujos tiene un Gran Maestro. Sus brujos ya han desaparecido de Europa, algunos por obra y gracia de los inquisidores. Y otros pocos a manos de nuestra logia.
—Y... ¿qué sabéis del Gran Maestro de los brujos?
—Es el más siniestro de todos. Nadie en ocho siglos ha igualado ni sus maquinaciones ni su discreción. Ha logrado desconcertarnos a todos sobre su paradero y sobre su identidad. No sólo ha demostrado que puede llegar a reunir los dos libros satánicos, sino que ya ha conseguido que, en el seno de la Iglesia, nos acusemos los unos a los otros.
—Entonces, al igual que el Gran Maestre de la Corpus Carus, nadie sabe quién es...
Volvieron a mi memoria aquellas palabras que Isabella había escrito en su carta a Gianmaria: «Con silencio de monje y pies de chivo». Una descripción que valía para cualquier religioso. Mi maestro continuó:
—Sólo sé lo que sabemos todos, incluido tú, y ése es el verdadero motivo de tu visita y la causa de que todos nos señalemos con el dedo... Éstos son tiempos de confusión, en los que el diablo tiene rostro de mártir y los ejércitos de la Iglesia, en vez de combatir unidos, rompen filas...
—Maestro, todavía hay algo que no entiendo. ¿Por qué la Corpus Carus desea encontrar los libros y no deja este asunto en manos de la Inquisición?
—¡Ay, Ángelo! ¿No te acabo de decir que el Gran Maestro podría ser cualquiera? Bien podría pertenecer al Santo Oficio.
—Y por la misma razón, también podría estar dentro de la Corpus Carus —sentencié intentando defenderme.
Mis palabras hicieron que Piero Del Grande enmudeciera y sólo al cabo de unos segundos, pudiera balbucear:
—Espero que Dios jamás lo permita.
El tiempo había pasado deprisa, llevábamos muchas horas en el cementerio, sin comer ni beber nada, absorbidos por la conversación. Ya iba a anochecer. Con la marcha del sol se irían también las pocas certezas que me acompañaron hasta ese día. Y por mucho que hubiera visitado y contemplado aquel cementerio por el que sentía aquella atracción inconsciente, nunca habría sabido que allí se ocultaba la verdad de mi existencia. Pues en aquella tumba sin nombre que nunca observé con detenimiento, a la que nunca le dediqué una plegaria, justo ahí convergían todos los caminos oscuros de mi vida. De mi otra vida, la que aquella tarde acababa de descubrir.
Eran tiempos de confusión.
El diablo estaba entre los hombres.
El día del gran festejo había llegado. Desde el amanecer, pregoneros a caballo anunciaban la celebración del auto de fe para todos los mayores de catorce años. En él las autoridades civiles y las eclesiásticas impartirían justicia a los descarriados de la fe verdadera. En él se escucharían, entre otras, las sentencias de dos de los herejes más perseguidos durante aquellos años: el temible Eros Gianmaria el Payaso, y la escurridiza Isabella Spaziani, bruja de Portovenere, que, además, sería juzgada muerta. Era un día muy importante para la justicia y un día de divertimento para el pueblo llano.
«Pan y circo», decían los romanos del Imperio, una fórmula mágica con la que apaciguaban los apetitos de la plebe, siempre a punto para la revuelta. En los espectáculos preparados para él, el vulgo se sentía parte del todo, representado y partícipe. Una farsa con la que se compraba su voluntad. Pocas cosas habían cambiado desde entonces: los altos cargos se obtenían con oro y al pueblo aún se le contentaba con «pan y circo».
Los alrededores de la plaza de San Lorenzo resplandecían adornados con enseñas. Las calles aledañas, y sobre todo por las que pasaría la procesión de los acusados, habían sido aseadas y hasta los pasajes más lúgubres, normalmente llenos de timadores, maleantes y asesinos, estaban adornados con estandartes. Todo parecía estar en orden, incluso en las tabernas más peligrosas, donde las prostitutas saqueaban los bolsillos de los borrachos mientras se cerraban oscuros tratos. El orden sólo duraría ese día; después, Génova volvería a ser Génova, una ciudad dedicada al comercio, con su habla de acentos árabes y franceses, una ciudad de banqueros que sostenían imperios, en la que el ahorro era avaricia y la propia familia podía ser mercadería.
En la plaza se había construido un enorme teatro que podía acoger a más de mil espectadores. Varías filas de tarimas la envolvían, reservadas para las autoridades eclesiásticas y la nobleza las que daban la espalda a la fachada principal de la catedral, donde se colocarían los tres pulpitos que concentrarían el auto, y los bancos para los reos. Las enseñas, doseles y brocados de oro y plata la adornaban. Un enorme estandarte negro con el emblema del Santo Oficio bordado en oro colgaba de la fachada de la catedral.
La plaza, las calles cercanas y aquellas por las que pasaría la procesión estaban abarrotadas desde antes del amanecer. Todos los que no habían conseguido un asiento por no poder pagarlo permanecían de pie, esperando a los reos. Muchos de ellos borrachos, agarrados desde hacía rato al aguardiente para entrar en calor; otros, encolerizados y hambrientos; unos pocos, piadosos dispuestos a rezar por las almas de los condenados. Todos ellos deseando contemplar, como único consuelo, a alguien más pobre y más desgraciado. Todo estaba dispuesto para el auto de fe, para el Sermo Generalis.
La comitiva venida de Roma había llegado a la plaza a primera hora de la mañana. Tres majestuosos carruajes habían traído tres cardenales y un obispo, cada uno con su séquito. El sobrino del Papa, Pietro Aldobrandini, había venido cabalgando al frente de una abultada columna del ejército pontificio. Estaba magnífico, llevaba el hábito púrpura y, sobre él, una capa de terciopelo azul tachonada de piedras preciosas y bordada con hilo de oro. Montando un renegrido semental, se paseó desafiante por el corazón de la ciudad, emblema viviente de una familia poderosa con un apetito desmedido por la gloria. A su lado, los lanceros del Papa, con sus cascos emplumados y vestiduras escarlata, alzaban los estandartes de Roma, del Vaticano y el escudo de los Aldobrandini.