Authors: Patricio Sturlese
—En verdad os digo, mis hermanos, que ellos darán batalla y mostrarán sus armas, pues, como siempre, Roma no ha encontrado otra manera de limar sus asperezas. Los dominicos cuentan con un aliado poderoso a su causa... Muy poderoso... «¿Quién es?», se preguntarán los más ingenuos, y la respuesta, muy valiosa, les sorprenderá, pues ese aliado es el mismísimo Vicario de Cristo, el papa Clemente VIII.
Un espontáneo vocerío brotó de los bancos. Piero dejó que fluyeran los comentarios para silenciarlos con la continuación de su sermón.
—¿Quién mejor que un dominico para solucionar los problemas de los dominicos? —dijo Piero con energía mientras alzaba, su índice hacia la bóveda—. ¿Piensan que el Santo Padre permanecerá indiferente mientras su orden libra una batalla que amenaza pasar de lo teológico a lo civil? ¿Piensan que la orden de los inquisidores confiará el arbitraje a teólogos imparciales y se arriesgará a una posible humillación...? Ellos atacarán, como siempre han hecho, y aplastarán a sus rivales. Roma no conoce justicia, Roma está dirigida por familias poderosas, ahíta de sangre de alcurnia, y con una milenaria costumbre: la de sofocar drásticamente las sediciones. Y en este caso, nuestros hermanos jesuitas son sus presas.
El anciano capuchino tomó aire y tragó saliva, miró a su rebaño y serenó su expresión antes de continuar. No me extrañó el discurso de mi maestro, pues no era la primera vez que le escuchaba hablar en aquellos términos de los dominicos. Pero ahora yo —y por deseo suyo, lo que no dejaba de ser paradójico— era uno de ellos, llevaba su hábito, y me sentí algo incómodo.
—Herejes... No debe extrañarles esta palabra en boca de dominicos ni que mi corazón se sienta herido por ella. ¿Quién iba siquiera a considerar que la polémica se llevaría tan lejos? Desde Roma, el dominico Báñez acusa de herejía al jesuita español Molina y pretende silenciar sus teorías, si fuera necesario, acudiendo a la Inquisición, y todo esto bajo el silencio más profundo del Pontífice. ¿Qué creéis que habría pensado Cristo si Pedro hubiese acusado de hereje a Judas después de su traición? Todos tenéis la respuesta: Cristo sabía que Pedro no podía ser el juez de Judas porque antes tendría que haberse juzgado a sí mismo, pues no lo negó una, sino tres veces. Entonces, ¿quiénes pueden ser jueces de las ideas, quiénes están en condiciones de penalizar las ideas? ¿Los dominicos? ¿La Santa Inquisición? ¿El mismo Papa...? La controversia sobre el auxiliis ha llegado demasiado lejos, por lo menos en mi humilde entendimiento. La gracia, ese don divino, no debe ser objeto de controversia. Estamos en gracia cuando nuestros actos así lo parecen al Todopoderoso. ¿Qué más se tiene que añadir sobre este don?
Piero hizo un breve silencio, y recuperó el tono combativo que tuviera el inicio de su sermón. Oír a mi maestro hablar de la Inquisición como un vengativo instrumento en las luchas intestinas fue como ser sacado bruscamente de un plácido sueño: era la primera ocasión en que le escuchaba poner en duda la labor del Santo Oficio. Y era como observar mi tarea desde el otro lado del cristal.
—Báñez interpreta la gracia según la escuela de santo Tomás de Aquino; Molina, en cambio, entiende la gracia como san Agustín. Uno la piensa de una manera y otro de otra, uno a favor de un Padre de la Iglesia y el otro en pos de un gran doctor. Y yo digo: ¿Acaso Tomás es el creador de la gracia? ¿Acaso Agustín es el portavoz oficial del Reino de los Cielos? ¿Acaso Dios iluminó a ambos con la definición exacta de la gracia para que ellos la transmitieran como si de una revelación se tratara...? ¡No! Discutimos sobre filosofía pura, sobre conceptos abstractos. ¿Quién puede a ciencia cierta corroborar si la gracia es ascendente o descendente? La gracia se emancipa de las personas y de los que filosofan sobre ella; la gracia es una sola y es completamente ajena a todos esos tratados que pretenden acotarla y definirla en una sola dirección... ¡Mentiras! ¡Son todo mentiras! ¡Y los dominicos ni siquiera quieren buscar la verdad a través del debate! Pretenden imponer su concepción, ganar la batalla y conservar su poder... ¡Les importa poco la gracia, puesto que con sus actos la aborrecen! ¡Ni siquiera deberían pronunciar el nombre de tan divino don sus bocas humanas! Y esto, mis discípulos, es lo que debéis aprender bien, ¡pues sucederá lo de siempre...! ¡La vomitarán en odio y sangre porque no la podrán digerir...! Porque está en nuestra naturaleza desobediente y destructiva, la misma naturaleza que nos llevó a perforar las manos y los pies de Nuestro Señor Jesucristo.
El viejo capuchino se ahogaba llevado por la cólera, y tuvo que detenerse un momento para calmar su respiración agitada. Cuando se hubo relajado, su voz inundó de nuevo la capilla.
—Nosotros, los capuchinos, conocemos bien estas peleas. Cuando nos separamos de los franciscanos libramos nuestra propia guerra, que nos costó muchos años de exclusión, amenazas y castigos. Conocemos bien el resentimiento, pues como todos sabéis se nos prohibió predicar hasta hace muy pocos años. ¡Se nos prohibió incluso salir de Italia y se nos encerró en la boca del lobo! Creo, sinceramente, que debemos observar esta disputa olvidando que sabemos lo que es estar en «desgracia» con Roma. Que nuestra fe nos temple... Podéis ir en paz.
En ese momento dejé mi asiento y me acerqué al pulpito. Él descendía con dificultad, ayudado por dos frailes mientras que algunos de sus discípulos más fervientes le felicitaban e intentaban resolver alguna duda en privado. Uno de los frailes que le acompañaba, el más corpulento, apartó a los hermanos con un gesto disuasorio y les invitó a desalojar la capilla. El anciano no tenía fuerzas para continuar con su magisterio más allá de la homilía. Cuando todos abandonaron el lugar, el fraile corpulento me vio esperando a un costado del pulpito.
—Padre Piero... Parece que tenéis visita —susurró al oído de mi maestro mientras me señalaba.
Piero dirigió su vista hacia mí pero no me reconoció.
—¿Quién es el que viene a visitarme sin golpear antes en mi puerta? —preguntó con su acostumbrada retórica.
—Soy yo, maestro. Ángelo.
El anciano escuchó atentamente y luego sonrió.
—¿Ángelo...? ¿Mi discípulo convertido?
—Ángelo el dominico, sí, el que viste hábito de inquisidor y tiene a un capuchino encerrado en su corazón.
—¡Mi pequeño! —balbuceó Piero.
Lentamente y sin separarse de sus protectores, el anciano recorrió los pocos pasos que nos separaban para fundirse conmigo en un cálido abrazo.
—Bienhallado en Dios, hijo —dijo a mi oído—. Perdona a mis ojos por no haberte reconocido. Están ya tan viejos como yo.
Piero ordenó a sus frailes que se retirasen, enlazó su brazo con el mío y, saliendo de la capilla, me invitó a dar un paseo por la abadía.
—Mi vista empeora día a día —confesó el viejo capuchino mientras se aferraba a mí con fuerza—. Contemplo una espesa nube delante de mis ojos, que enturbia la luz hundiéndome lentamente en la soledad. Ya no puedo caminar sin compañía... Y no podría diferenciar un camello de una palmera.
—Es una pena, maestro —dije apiadándome de él.
—No... Mis ojos no tienen la culpa; no es un reproche contra ellos; ya vieron demasiado. ¿Hay algo nuevo en la vida que merezca la pena verse...? —El capuchino negó con la cabeza y sonrió cálidamente—. Mis ojos han sido bien usados, ahora dejemos que se abandonen en paz a la oscuridad. Ellos me anuncian lo que vendrá: hoy es mi pobre vista, mañana tal vez los oídos, pasado el habla, y luego... la muerte.
—Veo que habéis decidido contar vuestros días —murmuré—. Los años y las afecciones siempre se cobran sus víctimas y le obligan a uno a pronunciar palabras que no desea pronunciar... Ni los demás queremos oír...
Piero levantó la cabeza y me sonrió.
—Compruebo que tus palabras ya son de maestro. Pero no es cierto lo que dices, pues ni los años ni las afecciones me causan temor; eso lo dejo para viejos avaros y codiciosos, aquellos que desean vivir siempre, un poco más, sólo para no desprenderse de sus fortunas y afrontar el silencio de la sepultura. Yo sólo pienso en la muerte y me preocupo, pero no por mí, sino por vosotros.
—¿Por nosotros? —pregunté sorprendido.
—Así es. Mira mis manos, no poseo anillos. Mira mi aspecto, sólo soy dueño del hábito que visto y de la cuerda que lo sujeta. No tengo dinero bajo tierra ni escrituras, no escondo oro ni heredaré bien alguno. Pero mi tesoro sois vosotros. Cada día son más los que me escuchan en la capilla y cada primavera son más los brotes que ayudo a florecer. ¿Qué harán cuando ya no esté para regarlos?
—Cada uno aplicará lo aprendido y la buena semilla germinará. El resto se irá con el viento.
Piero meditó mi respuesta caminando un par de pasos en silencio.
—¿A qué has venido, Ángelo? No creo que ésta sea una visita de cortesía —preguntó, astuto como un zorro.
—Necesito de vuestra palabra —respondí pausado—, y he pensado que estaríais dispuesto a dármela.
—No te equivocas, hijo. Pero... ¿Qué buscas detrás de mi palabra?
Él sabía bien adonde quería llegar y yo no podía mentirle.
—Hay algo más... Una corazonada para la que necesito vuestro consejo.
El anciano se detuvo.
—¿Un consejo? Pero ¿qué clase de hombre es el que suena como un maestro cuando habla y es un alumno en su corazón? —No tuve tiempo para contestarle pues se puso frente a mí y colocó sus manos en mis hombros—. ¿Es que no tengo motivos para preocuparme? Mírate... Tú eres la causa de que cuente mis días. ¿Y cuando yo ya no esté...? ¿Serás tú semilla fértil o volarás en manos del destino? No quiero terminar mis días viendo eso, Ángelo. Créeme.
Bajé la cabeza y apreté las mandíbulas.
—Maestro, comprendo vuestra preocupación y de verdad necesito vuestro consejo. Estoy confundido y no podría confiarme a nadie más que a vos. Por favor, escuchadme.
—¡Tú debes ser el maestro, Ángelo! Yo ya no lo soy. Busca la paz, busca las respuestas en Aquél que nos une, en el que sabe más que ambos, en el que será por siempre tu guía: busca en Cristo las respuestas. Él es el único Maestro que estará contigo noche y día. Él te aconsejará cuando estés en desgracia, cuando sientas frío, cuando estés en la cárcel, cuando sientas hambre, deseo y tentaciones.
—Sí, lo sé.
Piero se preocupó todavía más por mi respuesta.
—Pues si lo sabes, ¿acaso lo que intentas decirme es que ya no eres capaz de hablar con Cristo? —preguntó alzando las cejas.
—Es que, a veces, su silencio es indescifrable.
—Entonces nada de lo que eres se justifica —respondió tajante—. Tu cruz es adorno; tu hábito, galantería, y tu oficio..., corrupto.
—No... No todo es como pensáis. Aunque mis palabras parezcan engañosas, en verdad tengo fe... Como me enseñasteis, con el amor y la devoción necesaria para poder conservarla incluso ante la muerte.
—Entonces, ¿a qué temer?
—Es que no todo se intuye en el silencio. Hay un asunto que requiere alguien que grite claramente en mis oídos y no deje que ellos crean oír voces donde sólo hay silencio.
El capuchino se quedó mirándome. La exigencia a la que me había sometido no era, en absoluto, comparable con la que establecía con cualquiera de sus discípulos. Él me había adoptado para ser su sucesor y eso implicaba una gran responsabilidad, y sobre todo, ser poseedor de una incombustible carga de fe. Intenté permanecer en silencio, me mordí la lengua, pero no pude evitar continuar buscando su ayuda.
—¿No me ayudaréis esta vez? —insistí con toda la humildad de que era capaz.
Piero tomó mi cabeza, y me contempló con sus ojos gastados; luego, me abrazó. Como mi maestro no era un hombre de gran envergadura, y todavía menos ahora, en el fin de sus días, permanecí encorvado en el abrazo, como quien se aferra a su venerable abuelo en el ocaso de su vida.
—Claro que te ayudaré, pequeño Ángelo. Nunca te abandonaría.
La conversación nos llevó hasta la parte posterior del monasterio donde, tras una reja corroída por la humedad, se encontraba el cementerio. Allí, en aquella pequeña parcela salvaje, sobre la que crecían algunos olivos y muchas malas hierbas, estaban enterrados, según es costumbre, frailes menores y conversos, pues los abades y otros cargos jerárquicos son enterrados en la iglesia y en el claustro. Era un lugar donde Piero sentía paz y al que él, por deseo expreso, iría a parar algún día.
Me recuerdo de púber, recorriendo los angostos pasillos que había entre las tumbas, y descubriendo a mi paso los nombres de los frailes sobre las lápidas, las fechas de sus muertes y los adornos, escasos y sobrios, que señalaban la situación de alguna de ellas, casi siempre una estatua del arcángel san Gabriel o una sencilla cruz de granito, mármol o hierro forjado. Con el tiempo contemplé lápidas nuevas cuyo destino sería cubrirse de moho y hongos descoloridos, como aquellas más antiguas en las que apenas se adivinaba ya o el nombre del difunto. Pero esa fría mañana, todo aquello quedaba muy lejos de mi ánimo, el destino de mis reflexiones había saltado del plano de los muertos, de sus nombres, la duración de su vida y los adornos de su última morada, al de los vivos y sus necesidades. Piero se detuvo en el rincón que le era más preciado, donde estaba el panteón de los capuchinos de la vieja guardia, ex franciscanos con alma revolucionaria, aquellos que vieron con sus ojos los comienzos de la orden, aquellos que le dieron forma con su esfuerzo.
—Este es el sitio... —dijo el padre Piero tomando asiento sobre una de las sepulturas.
—Un buen lugar —convine.
Piero Del Grande estaba fatigado. No había perdido aquel rostro duro y compasivo a la vez. Intransigente con la pereza y el desapego, valoraba por encima de todo a aquellos que daban buen uso de su inteligencia, y no la malgastaban, pues en ello veía un grave pecado contra la humanidad. Todas estas cualidades seguían siendo evidentes en su porte y en su manera de hablar, pero el paso del tiempo había hecho mella en su encarnadura. Eso era evidente e inevitable. Para reponerse del paseo antes de entrar en materia, Piero curioseó en mi vida como inquisidor.
—¿Cómo son tus sentencias, Ángelo?
—Piadosas... como siempre.
—¿Sabes, Ángelo?, si no te conociera como te conozco y no supiera el respeto que tienes por tu oficio, diría que no eres muy distinto del verdugo que hace girar los tambores del potro.
Me sobresalté tanto con sus palabras, que me recordaron los excesos cometidos la tarde anterior, que toda la sangre de mi cuerpo se concentró en mis sienes.