Authors: Patricio Sturlese
—Habladme de los libros.
—¿Los libros?
—Habladme de ellos y evitad ser encerrado.
—Tengo muchos libros... ¿Por cuáles os interesáis?
Súbitamente me puse de pie y di un fuerte golpe a la mesa.
—¡No perdamos el tiempo! ¡Habladme de los libros que escondéis en el templo!
El sacerdote se puso lívido y siguió obcecado en su silencio.
—Os equivocáis, Excelencia. No soy la persona que buscáis y no sé de qué libros me estáis hablando —respondió con calma.
Giulio Battista Évola levantó la mirada de su libro y me observó con complicidad. El descargo de Tami no le había convencido.
—¡Jurad entonces por las Sagradas Escrituras que no escondéis nada! —repliqué.
—Yo no juro y menos por vuestro deseo.
—¿Es ésa una forma elegante de afirmar que sois el que buscamos mas no queréis daros a conocer?
—Vos... —comenzó Tami.
Inmediatamente le interrumpí.
—No respondáis hasta que yo os lo permita, aún no he terminado. —Me volví hacia el capitán Martínez, que seguía el interrogatorio en silencio—. ¿Acaso, capitán, si alguno de vuestros soldados se niega a jurar algo sobre lo que normalmente juraría, no sospecharíais de él?
Martínez pensó por un instante. Luego respondió:
—Pensaría que esconde algo.
—Bien... ¿Por qué?
—Porque si no tuviese algún cargo de conciencia juraría sin ningún inconveniente.
—¡Exacto! Eso es lo que sucede con nuestro sospechoso. Si bien guarda información, y abiertamente la esconde a este tribunal con sus actos, también podemos decir que el padre Tami tiene un mínimo de conciencia y no jura por miedo a un pecado peor, espiritual: el de jurar en vano. ¿Acaso hay mejor prueba que esto que estamos presenciando?
—¿Esto es una prueba? —dijo Tami incrédulo.
—Seguro, y no sólo esto. Cuento con un informe de gravedad sobre vos.
—¿Quiénes me acusan?
—Tengo que deciros que la Inquisición nunca revela los nombres de los delatores que ayudan a erradicar a personas como vos. En verdad quién os acuse no es lo que interesa, sino si las denuncias son ciertas o no.
El clérigo italiano bajó el rostro. Sin esperarlo la telaraña de la Inquisición le había atrapado. No tenía ninguna salida, pues si decidía jurar podía acusarle de blasfemo y cualquier defensa posterior sería descalificada.
—Si afirmáis tener pruebas de que algo encubro y que vuestras sospechas pueden hacerme la vida imposible, ¿qué queréis? ¿La verdad o lo que ansiáis escuchar?
—Decidme dónde guardáis los libros prohibidos y ya no tendréis más problemas, os lo garantizo.
Tami apretó los dientes y, relajando su semblante, dijo con voz calmada:
—Yo no sé nada sobre los libros que buscáis.
Inmediatamente y por obra misma de la Providencia, la puerta del cuarto se abrió dando paso a un soldado corpulento que nos informó del hallazgo de un falso nicho en la iglesia. La noticia nos paralizó a todos. Tami bajó la cabeza, desolado, y yo le miré fulminándole con las llamas de mis ojos.
—Reanudaremos el interrogatorio con la caída del sol —dije, y así abandoné la sala para dirigirme al lugar del hallazgo a examinar las posibles evidencias, algo mucho más apasionante que seguir hurgando en la cabeza del jesuita.
El sacerdote italiano se quedó en la soledad de su encierro, acompañado sólo por su conciencia y por los negros nubarrones que parecían cernirse sobre su horizonte. Un tropiezo para su frágil credibilidad, por definición para todo aquél que se enfrentaba a la Inquisición.
Llegué a la capilla mayor todo lo rápido que mis piernas fueron capaces de llevarme. Los soldados estaban reunidos a pocos pasos del altar, murmurando. Los susurros rebotaban en los techos y propagaban el murmullo, duplicándolo en un constante rumor. Las miradas se entrecruzaban, preguntándose sin obtener respuesta. Algo misterioso había aparecido tras una pared falsa, en un hueco lúgubre situado bajo la sencilla cruz de madera que era el único adorno de la iglesia. Ordené que desalojaran el lugar de inmediato.
Miré aquel agujero. Era un nicho sepulcral antes cubierto por una sencilla lápida que ahora estaba rota en el suelo. Una tumba profanada. Por nosotros. Me volví para pedir una luz que me permitiera examinar el interior. En la iglesia sólo quedaban Évola, el capitán Martínez y un suboficial, el responsable de haber removido la lápida de su posición original. Me trajeron un candelabro de hierro con el que iluminé el hueco para ver el costado de una vieja caja. El resto estaba vacío, no había cadáver alguno en la sepultura.
—¿Cómo disteis con esto? —pregunté sin dejar de observar la caja.
—Nos lo indicó esta mañana vuestro notario —respondió el cabo Llosa.
Me volví y miré a Évola que permanecía en silencio a mi lado. Por eso había madrugado y por eso había llegado tarde, contra su costumbre, al interrogatorio.
—¿Vos ordenasteis profanar una tumba?
—Sí, Excelencia.
—No consigo imaginar cómo, habiendo tantos lugares donde buscar, intuisteis que aquí se encontraba el escondite, y más viendo que hay otras tres tumbas al lado del altar que no habéis tocado.
Giulio Battista Évola repitió aquel gesto que le ayudaba a pensar y se pasó la mano por la enorme cicatriz que coronaba su ojo parcheado antes de responder.
—Es un escondite ingenioso, casi perfecto. Fue la fecha de la muerte inscrita en la lápida lo que provocó mi sospecha.
—¿Y qué había de extraño en ella? —pregunté.
—¿Vos pensaríais que este templo fue erigido hace un año?
Le miré intrigado y contesté sin vacilar:
—Desde luego la construcción es reciente, pero un año...
—¿Y si os dijera tres años?
—Creo que es más antiguo...
—¿Diez?
—Podría ser...
—¿Veinticinco?
—Hermano Évola: los franciscanos llegaron a estas tierras en 1538, ¿satisfecho...? Y ahora, ¿os importaría dejaros de circunloquios? —exclamé exasperado y ya cansado de las palabras de Évola, aunque reconociendo que quisiera alargar su momento de gloria.
—La lápida que ordené levantar, Excelencia, era de un sacerdote fallecido en 1523. No tenía ninguna lógica que un sepulcro fuera anterior al templo. Y el resto de las tumbas llevan nombres de nativos, con seguridad personas reales, y muertos en los últimos tiempos. La más antigua es del año pasado. Estoy seguro de que hallaremos huesos en todas ellas.
—No será necesario profanarlas —continué—. Creo que ya no hay nada más que buscar. Pero vamos a confirmarlo.
Ayudado por el capitán y el suboficial, arrastré el cofre hasta el suelo de la iglesia. Después lo colocamos encima del altar. Cuando contemplé el pequeño cofre, una llama insólita brilló en mis ojos, una mezcla de recelo y codicia, la misma de aquél que observara una gema oculta en una simple piedra. El momento que esperaba había llegado.
—Capitán —dije a Martínez—, ¿seríais tan amable de dejarnos a solas? Únicamente mi notario y yo estamos autorizados para inspeccionar el contenido del cofre.
El deseo de curiosear de Martínez se esfumó ante lo irrevocable de mi argumento. No pudo más que resignarse, y con una leve sonrisa él y Llosa abandonaron la iglesia. Una vez a solas, Évola y yo nos miramos en silencio.
Soplé el polvo que cubría la tapa y descubrí algo de su sencilla belleza. Sin duda sus dimensiones eran ideales para manipularla sin esfuerzo, unos dos palmos y medio de ancho por palmo y medio de fondo y un palmo de altura. La madera oscura apenas mostraba decoración alguna y sólo unos refuerzos de bronce protegían las esquinas y el frente de la caja. Pasé mis dedos por la tapa disfrutando de cada irregularidad de la madera. Me detuve en el cierre y lentamente lo abrí. Las bisagras rechinaron débilmente.
Dentro del paño que los protegía, afloraron las siluetas de dos libros: uno grande y grueso, y otro más pequeño, tanto en tamaño como en número de hojas. Évola anotó en el libro de actas el descubrimiento y después habló.
—Coinciden perfectamente con los señalados por Roma. ¿Tenéis vos alguna duda de que sean éstos los ejemplares que buscamos?
—Ninguna, está claro como el agua. Éstos son los libros prohibidos.
—Es asombrosa la precisión del Santo Oficio —reflexionó Évola en voz alta—. Estaban exactamente donde nos habían señalado, ninguna complicación y ningún error.
—Es igual de asombrosa la habilidad del hombre para hacer eterna la maldad. ¿Quién podría afirmar que estos parajes tan remotos ocultarían tanto dolor en su suelo?
Retiré el primer ejemplar utilizando ambas manos y lo coloqué en el altar. Se trataba de un abultado libro con tapas de cuero negras y un millar de hojas en su interior. No había grabado alguno en su frente ni en su canto. Abrí la tapa.
—¿Qué vais a hacer? —me interrumpió Évola, fuera de sí, agarrando mi mano.
Me solté con rabia y contesté con tranquilidad.
—Revisar el material.
—No nos está permitido hacer eso, las órdenes son claras, Excelencia.
—Necesitamos saber qué clase de literatura escondía el sacerdote italiano. Es menester si hay que acusarlo formalmente para juzgarlo.
—Las órdenes son otras, Excelencia. Debéis obedecerlas o asentaré en el libro de actas vuestro comportamiento. Vuestra facultad de juez ha sido cercenada y no tenéis derecho a violar las órdenes de Roma.
Dirigí distraídamente la mirada hacia la primera hoja del libro abierto. Allí estaba el grabado de un pie de bruja y, bajo aquel funesto símbolo, el nombre del autor, Abdul Al-Hazred; del traductor al italiano y el título de la obra. El traductor era Gianmaria, y el título, Necronomicón. Cerré la tapa rápidamente.
—Tenéis razón —le dije al notario—, la curiosidad nunca es buena consejera.
Évola se quedó mirándome sin dejar traslucir emoción alguna.
—Es mejor así —musitó.
Devolví el grueso volumen a la caja y extraje el segundo libro. Estaba encuadernado con tapas de madera, cosidas en el lomo por un hilo deteriorado que unía no más de ciento cincuenta hojas. Muchas de ellas ya reflejaban el inexorable paso del tiempo en sus hilos corroídos y, en algunos casos, en la podredumbre que les había causado la humedad. El segundo libro era mucho más antiguo que el
Necronomicón
y estaba escrito en latín, pues en su primera hoja se leía
Codex Esmeralda
. Allí estaban los conjuros que faltaban en el otro, allí estaban las líneas que los brujos del siglo XIII decidieron que era mejor ocultar. Y aunque deseaba más que nada en el mundo leer el contenido, siquiera hojearlo, no pude hacerlo pues el notario me observaba como un sabueso. Así pues lo devolví al cofre y cerré la tapa. Estaba emocionado, había tenido los libros, que habían marcado mi vida y que escondían un poder letal para el reino del Señor, en mis manos.
—¿Qué haremos con la caja, Excelencia?
—Lo primero, retirarla del altar, pues no quisiera cometer ningún sacrilegio. Instalaremos una cámara del secreto en alguna estancia vacía del asentamiento y allí será vigilada por dos soldados, día y noche, hasta que partamos.
—¿Y con el jesuita?
Évola sonreía no por satisfacción de haber hecho perfectamente su tarea sino al pensar en la posibilidad de que yo decidiera usar mis instrumentos de tortura.
—Disminuidle las raciones diarias de pan y agua. Así empezará a pagar sus calumnias.
Esa misma noche informé al sacerdote de que habíamos encontrado los libros y que con eso ya teníamos pruebas suficientes para encausarlo, por delitos contra la fe, con el agravante de que era un religioso. Él, y el resto de los jesuitas, a los que considerábamos sus cómplices, permanecerían encerrados e incomunicados por tiempo indefinido, el que nos llevara regresar a Italia. También le dije que serían juzgados en Roma. Tami se mostró tan inexpresivo como una estatua de mármol, ninguna emoción se tradujo en su rostro. Con esta actitud sobria había encendido mi curiosidad por su persona. Y todavía no tenía idea de lo que el sacerdote italiano iba a revelarme.
Habían transcurrido tres días desde nuestra llegada, tres días largos en los que estuve sumido en un mar de dudas, allí, en aquel asentamiento que me había tocado compartir con dos enemigos de Dios: un brujo y un hereje. Pues, aunque Martínez había cumplido con creces su promesa y yo no le había visto en ningún momento, Xanthopoulos seguía allí, esperando la disponibilidad de los soldados para llevarlo a Asunción y entregarlo a las autoridades civiles. Mas mi cabeza insistía en lo que ahora me preocupaba: ¿no había sido el hallazgo de los libros demasiado fácil? ¿Podía ser sólo fruto de la sagacidad, demasiado oportuna por otra parte, de Évola? Iuliano había afirmado saber perfectamente dónde estaban los libros y Évola era su perro fiel. ¿No me habría equivocado al pensar que el notario no sabía a qué veníamos? Puede que incluso supiera, exactamente, dónde se hallaban escondidos aquellos malditos libros. Y aquel jesuita italiano, su entereza, aquella aureola de serenidad que le rodeaba y que yo, tan necesitado de calma, apreciaba y envidiaba, me invitaban a hablar con él; más que a hablar, a escucharle. Por eso aquella mañana, no bien despuntó el día, decidí visitarlo en su encierro, no en calidad de inquisidor, sino como un hombre que necesita respuestas para hallar descanso. El canto del gallo anunció mi llegada al carcelero que, sorprendido, me permitió entrar a la celda húmeda y oscura. El sacerdote estaba acurrucado en el rincón más seco que había encontrado, sus manos como almohada y su viejo hábito, lleno de rasgaduras, como único abrigo. No se había alimentado más que de pan y agua, y tanto la escasez de comida como el mal dormir y el tener que convivir con sus excreciones se reflejaban en su rostro fatigado. El jesuita abrió los ojos al notar mi presencia, se incorporó y se apoyó contra la pared.
—No os asustéis, sólo he venido a conversar —le dije al ver su preocupación.
El jesuita miró a la puerta y se dio cuenta de que no se trataba de ninguna sesión de tormento, pues nadie más había con el inquisidor.
—Si os digo la verdad, os estaba esperando —contestó—. Pensé que vendríais ayer, pero he comprobado que, tal como me habían dicho, sois un hombre muy paciente.
—¿Quién os dijo que yo era paciente? —le pregunté con suavidad.
—Un amigo común.
—¿Un amigo común...? No creo que compartamos ninguno, habría reconocido vuestro nombre en cuanto lo leí.