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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (39 page)

BOOK: El inquisidor
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Después de entrar en la habitación, pedí a uno de los guardias que cerrara la puerta e impidiese la entrada a toda persona. Giré y me dirigí hacia Tami, acomodándome a su lado sobre el camastro. El jesuita me observaba con el brillo de los que sueñan escapar de la hoguera.

—Esto es para ti —dije mientras sacaba de entre mis ropas medio salami, algo de queso y una bota de vino.

—¿Para mí? —respondió, atónito.

—Desde luego... ¿Acaso no has visto tu reflejo en el balde de agua...? Pareces un cadáver. Come algo, te hará bien.

El jesuita tomó de mis manos la vianda y comenzó a tragar con fruición y sin demasiados miramientos. Necesitaba el alimento casi tanto como respirar; comía con desesperación, atragantándose continuamente.

—Tranquilo, Giorgio. Nadie te va quitar la comida. Sé un poco más comedido —le dije.

Tami contestó sin dejar de masticar y acercando la bota de vino a su boca.

—Deberías comprobar en tus carnes los efectos de tus condenas. Verías qué pronto se te olvidan tus modales si has estado tres días sin comer nada sólido, excepto pan reseco. Mis maneras no son exquisitas en este momento, lo sé, pero de verdad te digo que mi estómago es un déspota que hoy sacrifica la elegancia por necesidad.

Cuando hubo dado cuenta de la comida, el sacerdote se acomodó en el camastro, satisfecho, colocó sus ropas, juntó las manos en el regazo, suspiró y se dispuso a hablar. El momento de la verdad había llegado.

—Cuéntame ahora lo que sabes sobre los libros —murmuré con esa voz dulce y suave que un sacerdote sólo utiliza en las confesiones.

El jesuita me miró en silencio y comenzó a hablar:

—Bien, Excelencia DeGrasso... Debes escucharme con la mayor atención e interrumpirme sólo cuando no entiendas lo que digo y, sobre todo, intenta no ser incrédulo ni reacio ante las revelaciones que voy a hacerte, pues de nada me servirá hablarle a una estatua.

—¿Acaso las estatuas traen alimentos a los que pasan hambre? —dije con humildad para dejar clara mi disposición.

—No, desde luego. Has demostrado ser humano, lo reconozco. Mas para escucharme y entender el alcance de lo que te voy a decir necesitarás despojarte de todos tus prejuicios, pues de lo contrario podría parecerte un cuento para inocentes.

—Está bien, cuenta con mi disposición y empieza ya, por favor —le dije impaciente.

Sin duda, ése fue el momento donde mis oídos se llenaron de palabras, unas palabras que brotaron como agua límpida de manantial y llenaron los sedientos deseos del saber interior.

El sacerdote jesuita comenzó con su secreto.

Capítulo 45

—Si has llegado hasta aquí —comenzó Tami— sin duda sabes qué son el
Necronomicón
y el
Codex Esmeralda
. Son, por así decirlo, como la puerta y la llave que abrirán el reinado oscuro de Satanás. Digamos que uno no es nada sin el otro, siendo estéril cada cual por sí sólo, y hallando la funcionalidad sólo en su combinación. ¿Qué quiero decir con esto? —El jesuita tomó aire. Reordenó las ideas y continuó—. Con esto digo que los libros toman valor cuando se los junta... en tiempo y forma. Estos libros ocultan sus funciones disfrazadas en literatura herética y mimetizadas en versos poco ortodoxos a nuestra formación religiosa. A simple vista uno vería un simple poema, herético, cuando en verdad ese poema es un código.

Observé a Tami en silencio, pero él siguió adelante.

—El origen del libro más pequeño es aún incierto. Este
Codex
, que al correr de los años fue conocido en Europa como
Libro Esmeralda
, fue escrito por brujos del medievo para una sola utilidad... Codificar los conjuros del
Necronomicón
. De hecho, si intentas leer el
Codex
podrás encontrar coherencia en sus líneas, encontrarás bellos poemas, aunque heréticos, pero ni un solo rastro de anormalidad en sus letras. Y justamente allí, en medio de los poemas y demás líneas, se encuentran entramadas y codificadas las estrofas que faltan en el otro libro, el más buscado por la Iglesia en los últimos 750 años.

—¿Por qué cercenaron el
Necronomicón
? —indagué alzando las cejas.

—Fue la decisión del Gran Brujo que vivió en el año 1231. Un sujeto astuto y despreciable, que se encargó de esconder las oraciones prohibidas sólo para que los inquisidores no pudieran leer los axiomas e interpretar sus finalidades. No olvides que la versión original del
Necronomicón,
escrita en árabe, fue quemada ese mismo año en Toledo sin siquiera ser examinada. Seguramente ese suceso fue el que puso en alerta a la Sociedad Secreta de los Brujos.

Hubo un silencio. Tami continuó:

—Fue este antiguo Maestro de Brujos quien elaboró el
Codex
, y codificó la única versión del
Necronomicón
que quedaba, una copia en griego... que llegó hasta nuestros días. La misma que fue traducida al italiano y luego destruida.

—... Gianmaria —dije entre dientes.

—Correcto. Gianmaria.

—¿Acaso lo conoces? —musité.

Tami sonrió.

—Fui yo quien ordenó a Nikos que robara el Necronomicón de su escondite. El rubio levantó el suelo de la iglesia abandonada de Portomaggiore y allí estaba. El libro oscuro que atesoraba Gianmaria.

—¡Tú! —exclamé, pues una pieza más del rompecabezas acababa de encajar—. Interrogué y exprimí a Gianmaria hasta arrancarle la confesión... pero cuando llegamos, ya había desaparecido...

—Llegasteis tarde; nosotros lo hicimos primero. —El jesuita volvió a sonreír—. La
Corpus Caru
s tiene hombres fieles en puestos de la mayor relevancia y puede actuar sin burocracia, lo que le da una velocidad semejante a la de los ladrones. Es así como dimos con el libro hace dos años, anticipándonos a la Inquisición.

—Increíble...

—Mientras tirabas de la lengua a Gianmaria, nosotros ya teníamos lo que buscabas.

—¿Y el
Codex
? ¿Cómo habéis dado con el
Codex
?

—Fácil. En la guarida de Gianmaria pudimos confiscar las cartas de una bruja que le escribía con apremio. Tardamos largos meses en rastrearla, incluso respondimos a sus cartas haciéndonos pasar por Gianmaria, y pronto recibimos sus respuestas. Fue su sentencia de muerte.

—Si el
Codex
está aquí, es porque ha llegado hace poco —afirmé—. La carta que habíamos encontrado en el cadáver de Isabella Spaziani estaba fechada en octubre de 1597 y nosotros habíamos tardado dos meses en llegar allí.

—Es cierto, hace poco tiempo que lo obtuvimos. De hecho nos ha costado más trabajo que el Necronomicón de Gianmaria... pero ya es nuestro. Los libros están juntos y son nuestros. Eso, sin duda, aceleró su búsqueda por la Inquisición. Aceleró tu llegada.

—¿Vosotros asesinasteis a la bruja de Portovenere? —indagué en un hálito de incertidumbre.

—Lo hizo Nikos. Llegó a su guarida y le metió una flecha en la boca. Luego robó el Codex.

—Imposible. —Negué con la cabeza—. Es demasiado perfecto...

—Xanthopoulos es un buen cazador de brujas. Hizo un gran trabajo. Él se encargó de exterminarlos a todos.

—¿Todos? ¿Acaso los brujos ya no existen?

Tami observó con una extraña llama en sus ojos.

—Todavía queda uno. El Maestro de los Brujos es el único que subsiste... y no descansará hasta hacerse con los libros, te lo aseguro. El Gran Brujo no despegará sus garras del Necronomicón, y temo que esté muy cerca de su rastro.

—¿Qué sabes de él?

—Nada.

—¿Tú tampoco? ¿Nada?

—Sólo que puedes ser tú, puedo ser yo, quizá el cardenal. Puede ser un hombre o una mujer, un joven o un anciano. Es astuto y su disfraz es, hasta hoy, su mejor arma.

—¿Qué hay en el
Necronomicón
que despierte tanto interés?

Miré al teólogo jesuita con cautela, mis ojos revelaron deseos, inquirían más y más de sus extrañas explicaciones.

El jesuita tomó aliento y mojó el gaznate con un largo trago de vino, luego prosiguió.

—El
Necronomicón
, al que podríamos considerar la «puerta» que será abierta por el
Codex
, significa en griego «Libro del Nombre de los Muertos». Y es una abominación que no puede compararse con nada. Su título original en árabe es
Al-Azif
, y fue escrito por un poeta loco que huyó de Sana a Yemen hacia el año 700, durante el califato de los Omeyas. Su título proviene del término «azif», que alude al ruido que hacen los insectos por la noche, y que en este caso se refiere al murmullo constante que, como los insectos, producen las criaturas demoníacas que vagan por el desierto amparadas por la oscuridad. ¿Recuerdas el sonido de los insectos por la noche?.

—Sí —respondí al instante—, es como un bisbiseo...

—¿A qué se asemeja? Tómate tu tiempo...

Pensé. Intenté reproducir en mi cabeza aquel sonido, similar al de voces pequeñas, que cuchichean en diferentes idiomas, mas no se hablan, manteniendo un discurso cada una de ellas que no se traduce en conversación. Y, como siempre, acudí a las Sagradas Escrituras, pues en ellas está todo. Babel, pensé, son los idiomas de Babel, la falta de entendimiento que lleva al caos y la destrucción. Caos, eso eran aquellas voces diminutas que susurran en la oscuridad sin buscar respuesta.

—Al caos —contesté muy seguro de mí.

Los ojos de Tami se iluminaron.

—¡Exacto, Angelo! Caos... El
Al-Azif
contiene el germen del caos porque no es otra cosa que el evangelio de Satanás...

Tami quedó en silencio esperando una reacción por mi parte. Me sentí estúpido. Gianmaria había descrito con total exactitud el
Necronomicón
, pero yo no supe escucharle. Sus primeras palabras sobre él fueron justamente ésas, «el apócrifo del diablo». ¡Dios mío! ¡Cómo pude estar tan ciego! Con un gesto de mi mano invité al jesuíta a que prosiguiera.

—El poeta loco que escribió el libro, Abdul Al-Hazred pasó diez años en la soledad del Dahna, el llamado «desierto escarlata» y no fue más que la mano que trabajó al dictado de las voces, de ese murmullo diabólico que escuchaba su mente y que llegó a atormentarle hasta que perdió el juicio. Tras la extraña muerte de su autor en el año 738, el libro transitó en secreto por varios círculos de adoradores del diablo hasta que un griego que vivía en Constantinopla, Theodorus Philetas, lo tradujo a su lengua en el siglo X y lo dio a conocer por el nombre que ahora tiene. La presencia del
Necronomicón
a lo largo de la historia es innegable. Varios edictos lo condenaron, se intentaron quemar todas sus copias en varias ocasiones: el patriarca Miguel ordenó una destrucción en el siglo XI y el mismo Gregorio IX, dos siglos más tarde, lo incluyó en el índice de libros prohibidos de nuestra Iglesia.

—Además de ser una hipotética puerta al caos demoníaco, ¿qué más contiene el libro? —pregunté incrédulo.

—La filosofía que encierra el libro, bien empleada y reservada sólo para quien la sepa interpretar correctamente, le dará un poder sin parangón. Un poder que amenaza directamente nuestros dogmas de fe.

—¿Un poeta loco escribió algo que puede dañar nuestra fe? ¿No es éste un tema que suena por demás descabellado?

—Omites un pequeño detalle: no fue un poeta loco el autor del libro. Fue Satanás. El árabe sólo movió la pluma, poseído... endemoniado... No proceden de un mortal esas letras prohibidas.

—Tus palabras suenan demasiado apocalípticas, Giorgio —confesé con una sonrisa incrédula.

—Y tu reacción es la que esperaba de un teólogo, demasiado sumergido en la rutina de su trabajo y con el corazón endurecido —dijo Tami intentando mantener la calma, aunque encolerizado—. No sabes lo que me cuesta entender la poca fe de algunas personas. Tu poca fe. Cuando las Sagradas Escrituras hablan del fin de los tiempos, de la Parusía, del Apocalipsis y el demonio uno finge creer, pero cuando se nos habla de la posibilidad de que todo eso ocurra mañana, quizá hoy mismo, preferimos calificar de ridículo aquello que antes era dogma. ¿Es que hemos de excluir el Apocalipsis de las páginas de nuestras biblias? ¿Es que tú persigues brujas y brujos sin creer que el demonio existe y es real?

—¡Creo en el demonio! —respondí categórico—. ¡Soy un perseguidor de demonios y en ellos creo como en el aire que respiro!

—Pues bien, olvida entonces tus prejuicios seculares porque no hay nadie sino Satanás detrás de esos textos —afirmó el jesuita calmado tras su enérgico discurso. Se recompuso el hábito y continuó—. Una vez restituidos al
Necronomicón
en el lugar que les corresponde aquellos conjuros que ahora están en el Codex, el libro romperá la puerta que contiene a la Bestia. Por eso ha sido perseguido con ahínco y se le continúa persiguiendo. Y tus iguales en la Inquisición podrían dar testimonio de esto.

—¿Cómo? ¿Qué dicen los conjuros?

—No se sabe exactamente. Lo único cierto es que son doce, entramados y ocultos ahora entre otros conjuros dentro del
Codex
. Primero han de ser localizados dentro del
Libro Esmeralda
y luego restituidos a los párrafos del
Necronomicón
de donde fueron cercenados. Y por último, han de pronunciarse en un orden concreto, también cifrado en el
Codex.

—No entiendo... ¿Puedes ser un poco más claro? —pregunté pues todo me seguía pareciendo de una vaguedad que asunto tan grave no podía permitirse tener.

El jesuita me miró fijamente y continuó.

—Tienes que creer, Angelo, creer sin tocar. Los conjuros serán devastadores. Nada quedará en pie, sólo la historia de nuestra religión marchita. Las iglesias se vaciarán y los hombres serán esclavos de la Bestia. Todos. Protestantes y ortodoxos. Caerá Roma, caerá Constantinopla. Todo el mensaje apostólico caerá por tierra, como si hubiera existido en vano. La religión tal cual la ves y la sientes desaparecerá. Recuerda el
Apocalipsis
, Angelo: «Los habitantes de la tierra cuyo nombre fue inscrito desde la creación del mundo en el libro de la vida se maravillarán al ver que la Bestia era y ya no es, pero reaparecerá». Eso es lo que consigue el libro, que la Bestia triunfe sobre el Cordero y sea liberada junto a su ejército de muertos...

—¿Cómo? ¿Cómo es posible que un libro pueda hacer semejante cosa? ¡Carece de la más mínima lógica, Giorgio! Necesito una respuesta concreta: ¿qué dice el
Necronomicón
?

—No puedo decirte más.

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