Authors: Patricio Sturlese
Estas palabras poderosas —«Tomad y comed todos de Él. Porque éste es mi Cuerpo»— acababan de transformar aquel pan sencillo en el cuerpo de Cristo. Después, el padre Killimet alzó el cáliz y dijo:
—
Acápite, et bibite ex eo omnes. Hic est enim Calix Sanguinis mei, Novi et aeterni Testamenti: Qui pro vobis et pro multis effundetur, in remissionem peccatorum.
Y de nuevo sus palabras —«Tomad y bebed todos de Él. Éste es el Cáliz de mi Sangre, de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados»— terminaron de obrar el milagro de la transustanciación convirtiendo el vino en la sangre que Cristo derramó por todos nosotros. Cristo de nuevo vivo y glorioso, invisible a nuestros sentidos pero presente en nuestra fe. Cristo muerto y resucitado por amor a los hombres.
Fue ese amor del sacrificio supremo lo que llegó hasta mí, allí, en el humilde templo de San Esteban para mostrarme el camino que debía seguir:
«Señor, ahora que estás dentro de mí, redivivo en mí, silencioso, me siento lleno de amor. Y será el amor mi guía, mi amor por ti, mi amor por Piero Del Grande y mi amor por Raffaella. Y nadie podrá desviarme ya de este camino por el que he decidido transitar siendo el que soy.»
El jesuita terminó la Consagración:
-
Hoc est mysterium Fidei
.
«Éste es el misterio de la fe», de nuestra fe, de mi fe que ahora ya había encontrado su camino, gracias al amor de Cristo. Era el momento de participar del misterio y acercarse al altar para comulgar, todos de la misma forma, justos y pecadores redimidos, religiosos, militares y evangelizados. Évola fue el primero en recibir el Cuerpo de Cristo, «Corpus Christi», que el jesuita le dio a comer tras escuchar la palabra «Amen» de la boca del napolitano. Después le ofreció el cáliz del que bebió un pequeño sorbo antes de regresar a su sitio y recogerse en oración. A él le siguió el capitán Martínez, el jesuita Días Macedo y gran parte de los soldados. Y el último fui yo. Sin despegar mis ojos de Tami caminé hacia el altar. Él me respondió con una gastada expresión de fatiga, resignado a su amargo porvenir. Ante sus ojos comulgábamos como hijos buenos, olvidándonos de aquellos que habíamos condenado. Tami tenía la mirada deslucida del que ha sido apartado, relegado, la del que está sólo y moralmente destruido, como si hubiese sido arrebatado a la mismísima memoria de Dios. Se equivocaba, pues mis pensamientos estaban con él, incluso en la comunión.
Tras haber comulgado, regresé como todos a mi sitio para recogerme en oración. Recordé entonces el lema de la
Corpus Carus
: «El Vicario de Cristo es lo que dicta tu espontánea y primera conciencia». Si tu conciencia habla, escúchala, pues Cristo habla en ella. ¡Terrible herejía para algunos! Pero no lo era, pues el Vicario de Cristo seguiría siendo el Papa para asuntos de la Iglesia, cabeza de toda estructura y doctor infalible, de eso estaba seguro. Mas para mis decisiones personales no esperaría una bula como solución, sólo escucharía a Cristo en el silencio de mis pensamientos. Donde lo escuchamos aunque parece no estar, donde en verdad vive inspirándonos.
Después de la misa, nos dispusimos a celebrar la última cena en el asentamiento. No nos llevó mucho tiempo pues ninguno de los presentes tenía ganas de hablar. Nada más acabar de comer, nos retiramos a nuestros aposentos. Al día siguiente, al alba, iniciaríamos el viaje de regreso al galeón. Todos teníamos que recoger nuestras pertenencias, estudiar el plan de viaje y prepararnos mentalmente para la travesía. Todos tenían en mente el mismo horizonte, todos menos yo. Esa noche me acosté con la tranquilidad que no había tenido en once años como inquisidor. Había elegido. La primavera que floreció aquella noche se tornaría en invierno nada más llegar a Europa. Cerré los ojos y dormí.
Giulio Battista Évola llamó a mi alcoba nada más cantar el gallo. Parecía algo turbado pero intentó contenerse:
—Buen día tengáis, Excelencia. Perdonadme si os molesto... Habéis hecho algunos cambios de los que no he sido informado —comenzó con toda la sutileza de que era capaz.
—Buen día también para vos, hermano —dije mientras terminaba de colocar sobre mi pecho el crucifijo y decidido a obrar según había planeado—. ¿Cambios? No sé a qué os referís.
—Sí, Excelencia. Yo ya tenía lista una escolta para acompañar a Xanthopoulos a Asunción...
—¡Ah! Os referís a eso... —respondí interrumpiéndole.
—Sí, Excelencia, a «eso» —replicó airado—. El almirante Calvente había ordenado que se entregara a ese sujeto al gobernador de Asunción para que fuera juzgado allí por los asesinatos acontecidos durante el viaje.
—¿Y bien... ? No sé qué me queréis decir con todo esto. Recuerdo muy bien las órdenes de Calvente —repliqué encarándome con él.
—¿Cómo que «y bien», Excelencia? —dijo el notario con más insolencia que de costumbre—. El capitán Martínez me prohibió enviarlo diciéndome que vos habíais ordenado retenerlo con nosotros. ¿Es que viene a Roma? ¿Habéis ordenado que Xanthopoulos venga con nosotros?
—Sí —exclamé sin añadir más.
—¿Sí? ¿Y cómo justificáis esa locura? ¿Y por qué no he sido avisado para asentar esta decisión en el libro?
—No os avisé porque no le di importancia, os ibais a enterar de todas formas. He tomado la decisión de procesarlo y por eso viene con nosotros.
—¿Por qué, si su delito es civil y no eclesiástico? Xanthopoulos no ha de responder de nada ante la Inquisición.
—Desde ayer por la noche Xanthopoulos es sospechoso de herejía. Ha de ser procesado por delitos contra la fe.
—¿Herejía? —exclamó Évola antes de soltar una carcajada sardónica—. Xanthopoulos es un asesino vulgar, un polizón que ya había escapado de la justicia española. No es un hereje. Tenéis que dejarlo ir.
—Vos mismo dijisteis en el barco que Xanthopoulos es un brujo. Estoy de acuerdo con vos. Y volverá con nosotros.
—Insisto, tenéis que dejarlo ir. Que sea juzgado en Asunción.
—¿Dejarlo ir? ¿Qué expresión es ésa? Que yo sepa no figura en ninguno de mis libros de inquisidor —repliqué y conseguí que Évola permaneciera en silencio—. ¡Contestad! ¿Sabéis de algún libro que afirme que un inquisidor debe «dejar ir» a un brujo?
—No hay nada que deba contestaros —replicó Évola con orgullo.
—Oh, sí, claro que debéis contestarme aunque no sabéis qué. Yo sí —dije mientras le indicaba el baúl que contenía mis libros—. Traedme el primer libro que hay en ese baúl.
A regañadientes, el notario se acercó al baúl, lo abrió y tomó el primer libro.
—Aquí tenéis —me dijo entregándome un grueso volumen.
—Leed vos. Abridlo...
—¿Adonde queréis ir a parar con todo esto? —replicó el notario.
—Tenéis en vuestras manos una joya de la literatura penal eclesiástica, oro para cualquier inquisidor. ¿Queréis saber cómo se llama? —continué.
—No.
—Os lo diré a pesar de todo:
Malleus maleficarum,
el famoso Martillo de brujos, impreso en Alemania, una verdadera cátedra para descubrir y juzgar a un brujo. ¿Sabéis cuánto cuesta esa copia?
—No, Excelencia.
—Más que un carruaje lujoso tirado por cuatro sementales cartujanos. ¡Hojead el libro a ver si encontráis algún párrafo que hable de «dejar ir» a un brujo!
—No es necesario que me hagáis pasar por esto —dijo Évola, avergonzado por la situación.
—¡Leed el maldito libro si no queréis volver al barco atado a un asno! —exclamé dejando a Évola perplejo.
El napolitano comenzó a mirarlo.
—No aparece... —musitó sin atreverse a alzar la voz.
—¿No aparece? —pregunté con ironía.
—No, Excelencia.
—Id a la segunda parte, a la «Pregunta dos: los métodos de destrucción y curación de la brujería» y leedme los epígrafes.
—... «Introducción, en que se establece la dificultad de este tema; Los remedios que prescribe la Santa Iglesia contra íncubos y súcubos; Remedios prescritos para los hechizados por una limitación en la capacidad de engendrar; Remedios prescritos para quienes, por actos...»
Évola alzó la vista del libro y me miró suplicante. Pero no tuve piedad.
—¿No queréis seguir? ¿Creéis que se han olvidado de incluir el capítulo en el que se indica cuándo se debe «dejar ir» a un brujo? Debéis saber que me conozco ese libro de memoria, que recuerdo cada uno de sus párrafos y puedo recitarlo como si del Avemaria se tratara: «Porque la brujería es alta traición contra la Majestad de Dios», dice entre otras cosas, en la primera parte. Y si no os fiáis de mí, aquí estaremos hasta que localicéis en el libro lo que os he dicho.
—Os pido disculpas, Excelencia. Todo esto sucede porque calláis más de lo que debéis. No es de mi agrado andar detrás de vos y meterme en vuestra tarea —intentó excusarse Évola.
—Sin embargo creí haberos escuchado opinar sobre la brujería como si fuerais un doctor de la Iglesia. ¿No sería mejor que hundierais la nariz en vuestros cuadernos y no en los asuntos del inquisidor?
El notario cerró la boca y me miró con la dulzura de un cuervo.
—¿Todavía estáis interesado en conocer las razones de mi decisión? —pregunté.
—Sí, Excelencia.
—Pues sabed que Xanthopoulos no es sólo un vulgar asesino, sino también un cofrade encubierto de la
Corpus Carus
que andaba detrás de los libros, como Tami. Y es por eso por lo que ha de volver con nosotros para confesar ante Roma.
Évola se quedó boquiabierto y tardó un tiempo en volver a hablar.
—¿Cómo lo supisteis?
—Es mi trabajo —respondí muy seco.
Évola no había intentado fingir que desconocía qué era la
Corpus Carus
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—Me sorprendéis, Excelencia, de verdad. Por un momento pensé...
—Casi dejáis escapar una pieza fundamental en este galimatías —continué interrumpiéndole—. En lo venidero tratad de no entorpecer mi trabajo. Y ahora, cercioraos de que los detenidos estén listos para el viaje tal como le ordené al capitán Martínez. Ya tendremos tiempo para hablar en el barco. He desbaratado una trama secreta contra la Inquisición. Tengo mucho que contaros. Sólo dadme tiempo para seguir largando el anzuelo que los herejes han comenzado a devorar...
—Perdonadme, Excelencia, estaba equivocado respecto a vos, muy equivocado.
—¿Desconfiáis de mí?
—A veces —confesó Évola.
Su concepto de mí había cambiado, lo notaba en su mirada de respeto. Poco más necesitaba, pero quise corroborarlo.
—Évola, vos no sois el único fiel a Roma. Ni siquiera el más fiel. Recordad que fui yo el elegido para llevar a cabo esta misión. Y recordad también que la
Corpus Carus
intentó matarme en el barco. Decidme, ¿hasta dónde llegaríais vos por la Santa Inquisición? ¿Estáis dispuesto a morir por ella?
—A morir y a matar, Excelencia. Estoy dispuesto.
Sonreí.
Bien sabía que eso era cierto, pues lo había hecho con todos aquellos a los que creyó sospechosos. Un hombre tan pequeño y con tan desmedido coraje.
—Estáis sólo, no sois corpulento y aun así habláis con el fervor de un ejército.
—Este rostro me trajo por siempre el desprecio, el espanto y la exclusión. Me acostumbré a la soledad y ya no la temo. Embarqué sólo con órdenes muy claras y voy a cumplirlas. Y si es necesario me enfrentaré a masones, brujos o al mismísimo diablo. Sólo. Como hice siempre. Y ahora, al fin, con vos...
—Hablaremos en el barco —repetí—. Ya tendremos tiempo para nuestros asuntos.
—¿Qué haremos entonces con los masones? —preguntó el napolitano.
—Los encerraremos en el barco —dije mirando por la ventana y suspirando—. Tami ha de aflojar más su lengua. Debéis saber que he conseguido convencerle de que soy uno de ellos.
Évola sonrió.
Ni las previsiones más pesimistas me habrían permitido vaticinar que el viaje de regreso nos llevaría ocho largos meses. Fue lo más parecido al Infierno que he visto y veré en mi existencia. Tuvimos un sinfín de problemas causados por las tormentas que azotaron nuestro galeón dejándolo muy mal parado. Apenas sobrepasada la isla de Trinidad, el mar nos enseñó su bravura, nefasta como los sueños más terroríficos y más perversa aún que la imaginación humana. Durante tres días y tres noches el cielo tomó la negrura del carbón mientras los vientos rabiosos soplaban erizando las aguas. Las olas sacudieron el barco como si del de Jonás se tratara. Temí por mi vida, no lo puedo negar, aunque no llegué a enloquecer como la tripulación, que maldijo mi presencia y culpó del temporal a esos libros de naturaleza desconocida que estaban en mi camarote, en custodia permanente. Los que se suponía rudos marinos demostraron ser tan supersticiosos como las prostitutas de los burdeles genoveses. La consecuencia inmediata del temporal fue la rotura del palo mayor, la pérdida casi total del velamen y la desaparición del timón, que nos dejó a la deriva en mitad del mar Caribe durante un día entero.
Gracias al segundo galeón, el
Catalina Niña
, pudimos ser remolcados hasta la isla de Trinidad. Ya en puerto seguro, evaluamos todos los daños, que eran cuantiosos. Era necesario trasladar el barco al puerto de Cartagena de Indias, el único que contaba con astillero para reparar, sobre todo, el mástil y el timón. El temporal continuó durante tres semanas, haciendo imposible la reparación. Para colmo de males, la piratería había esquilmado la flota de Indias en su última travesía, por lo que la Corona española había decidido suspender momentáneamente los viajes; y como nuestros galeones debían unirse a uno de ellos, la fecha de nuestro regreso, cuando ya estábamos en condiciones de hacerlo, se retrasó hasta que desde España llegaron más galeones para garantizar la seguridad de la flota. Estábamos a principios de agosto y aún seguíamos en el Nuevo Mundo.
Durante todo aquel tiempo seguí labrando la confianza que había conseguido despertar en Évola y esperando que la Providencia me guiara en los pasos que iba a dar para servirla de la manera más justa. Y además de la lectura y las charlas con la tripulación, solicité al almirante que me adjudicara alguna tarea con la que pudiera mantenerme ocupado. Siempre bajo la vigilancia de la marinería, aprendí a realizar pequeñas labores que me ayudaron a comprender cómo funcionaba el barco. Mi cuerpo adquirió robustez, nervio y músculos; mi piel se curtió, y me sentí fuerte, como hacía mucho tiempo que no me sentía, pues el ejercicio físico era algo que no practicaba desde la niñez. Poco sabía entonces la falta que me iba a hacer esa fuerza...