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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (45 page)

BOOK: El inquisidor
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Apenas comenzado el segundo día de reclusión en la cárcel del Santo Oficio, el cardenal Vincenzo Iuliano irrumpió en mi calabozo a primera hora de la mañana. Iba sólo, vestido completamente de negro como corresponde a un inquisidor, con el único destello del magnífico crucifijo de plata, enhebrado en una gruesa cadena, que siempre llevaba. En sus ojos se advertía una paradójica mezcla de bondad, maldad y curiosidad que no duró demasiado. El Superior General de la Inquisición rompió el silencio:

—No sabéis la gran desilusión que inundó mi corazón al enterarme de vuestros actos, hermano DeGrasso. Sois un traidor y habéis ocasionado un quebranto irreparable a nuestro Santo Padre. Aunque he de deciros que no me sorprendió, pues ya hacía tiempo que desconfiaba de vos, un presentimiento que me confirmasteis con vuestra visita al capuchino Del Grande, que en paz descanse.

—¿Por qué no impedisteis, pues, mi viaje? ¿Por qué si pensabais que era miembro de la
Corpus Carus
? ¿Por qué yo?.

—Olvidáis que no fui yo quien os eligió, Angelo. Fue el Santo Padre aconsejado por su astrólogo —dijo Iuliano.

Él personalmente me había dado ya aquella información en nuestro encuentro en la catedral de San Lorenzo, ya tan lejano.

—Pues no os sintáis culpable entonces, no es vuestra la responsabilidad de mi falta —dije, y el cardenal me perforó con sus ojos azules.

—Quisiera saber la razón, tan sólo saber qué oscura razón os llevó a liberar a los herejes y dejar los libros en sus manos. Si es que existe algún motivo válido sobre esta tierra para tan deplorable acción... —dijo Iuliano y permaneció en silencio esperando mi respuesta.

—Siempre hay una razón para todo, mi general. Tan sólo hay que aprender a leer entre líneas.

—Hermano DeGrasso, dejemos de lado la erudición y los acertijos, por favor. Hay un asunto muy serio por resolver y precisamente por eso estoy aquí. Aunque éste no sea el momento ni el lugar para los descargos, os recomiendo que empecéis a contarme lo que sabéis, pues vuestra vida depende ahora de vuestras palabras y de mi comprensión. Puedo ser benévolo con vos si vos sois complaciente conmigo.

—Mi general, conozco sobradamente mis derechos.

El cardenal pareció saborear el comentario, como quien se enorgullece de su pavo mientras lo engorda. Y su réplica brotó cargada de sarcasmo.

—¿Sabéis, DeGrasso?, creo que sois el demonio, un ser grotesco y abominable que trabaja para el Anticristo protegiendo a los enemigos de la Iglesia mientras se escuda tras el orgullo de un poseído. Ahora estáis en manos de la Inquisición y, es cierto, vos sabéis mejor que nadie cuáles son los derechos de los que están a merced de los doctores de la Iglesia. Así que será mejor que reflexionéis —dijo Iuliano disfrutando de sus palabras.

—Imagino que no estáis aquí sólo para rebautizarme como ayudante del Anticristo —susurré—. Decidme, cardenal, qué es lo que, personalmente, queréis de mí.

—He venido para ayudaros, Angelo —continuó el cardenal cambiando radicalmente su discurso y su tono—, y para aconsejaros de la mejor forma. Colaborad con nosotros y tal vez podáis reparar todo el daño que habéis causado. Os advierto que el yugo de la Inquisición será sobre vuestro cuello tan opresivo como vuestra testarudez determine. Vuestros amigos no podrán ayudaros. Vuestro maestro ha muerto y con él todos los que podían protegeros. Estáis sólo, únicamente podéis confiar en mí.

—Lo pensaré, mi general —dije bajando la vista.

—Ésa es una respuesta sabia, hermano DeGrasso. Tal vez sea el comienzo de vuestra liberación.

—¿Seré juzgado por la Orden de Santo Domingo? —pregunté.

—¡Claro que no! Vuestro proceso es cosa de la Inquisición.

—La Inquisición sólo tiene competencias en asuntos relacionados con la fe —repliqué—. No puede intervenir en una simple insubordinación. ¿Acaso dudáis de mi respeto por los dogmas de fe?

Iuliano sonrió mientras acariciaba su anillo.

—¿Insubordinación?—exclamó—. ¿Sólo eso?

—¿De qué más se me podría acusar?

—Seréis procesado por hereje, no por desobediencia. Por ocultar escritos heréticos y por conspirar contra la Iglesia con la intención de violar el Santo Canon, las leyes y las constituciones.

—Yo no escribí los libros, mi general. ¿De qué clase de herejía me vais a acusar?

—Al sustraer los libros de las manos de la Inquisición habéis colaborado a su difusión. Sois el responsable de la propagación del contenido demoníaco y sacrílego de esos libros.

—¡Eso es mera especulación! ¿Y quién sois vos para determinar los motivos de mi proceso?

—Lamentablemente para vos, soy la máxima autoridad y creo que tendréis un juicio justo. Si los dominicos quieren también juzgaros por indisciplina y desobediencia, lo harán después.

—¿Y qué quiere el Santo Oficio de mí?

—Nada que vos no podáis dar. Los libros prohibidos deben aparecer, y vuestros amigos, todos vuestros cómplices y compañeros de la
Corpus
deben ser delatados... ¡Todos ellos!.

—¿Por qué los perseguís?

—Es una historia antigua, muy larga de contar, hermano. Además de encontrar los libros, mi preocupación siempre ha sido desenmascarar y desarticular a esa peligrosa logia que afirma querer regresar a la pureza de los primeros cristianos, algo imposible en nuestros días. Esa misma masonería que hoy, gracias a Dios, tengo al alcance de mi espada y que no dudaré en descabezar.

—¿Todo es política, pues? —dije desalentado.

—Obediencia —rectificó—. Obediencia a las autoridades eclesiásticas, cosa que niegan las masonerías al tener sus propios dirigentes. La Iglesia perdura por haber sabido evitar este tipo de organizaciones. Nadie puede obedecer a un maestre y a un Papa al mismo tiempo. No se puede permitir la existencia de vicarios en la sombra.

—Así como lo explicáis, es comprensible —admití.

—Me alegro de que seáis capaz de reconocerlo, eso demuestra que no se os ha secado el seso.

—¿Qué es lo que me espera? —pregunté.

El florentino continuó:

—Al mismo tiempo que vos llegó a Roma una delegación genovesa. Tanto el arzobispo Rinaldi como el gobernador Bertoni se mostraron disconformes con vuestro enjuiciamiento en esta ciudad, por lo cual, y después de una acalorada negociación, llegamos a un acuerdo: no seréis juzgado en Genova, como ellos pretendían, ni en Roma, como era nuestro deseo. Compareceréis ante el tribunal inquisitorial de Florencia.

—¿Cuándo se me trasladará?

—Mañana mismo.

—¿Y quién es el inquisidor de Florencia? —pregunté por curiosidad, aunque la sonrisa del cardenal ante mi pregunta no me gustó.

—Sí... Olvidé comentaros que Florencia cuenta con un nuevo inquisidor, un viejo conocido vuestro. Durante vuestra ausencia el Santo Padre nombró al doctor Dragan Woljzowicz. Él sabrá daros el trato que merecéis como su antiguo superior devenido en hereje.

Estaba claro que Woljzowicz no era de mi agrado ni yo del suyo. Saber que el polaco sería el inquisidor de mi proceso era lo mismo que contentarse con una suculenta cena a base de ortigas cuando se está hambriento. Woljzowicz estaba bajo la influencia del círculo florentino y por eso yo llevaba todas las de perder. A menos, por supuesto, que pactase con el cardenal. Iuliano dio por finalizada la visita con unas breves palabras:

—Vuestras condiciones a partir de ahora serán las peores, hermano. He ordenado que se os alimente sólo una vez al día, que se os racione el agua y no tengáis ninguna comodidad para dormir. Sólo las mejoraré si me demostráis lealtad y predisposición para recuperar los libros perdidos y encerrar a vuestros cómplices. Si no, vos sabéis bien cuáles son los pasos para convertir a un ser humano en un despojo. Y como muestra de mi buena voluntad, os concederé una visita. Espero que en lo venidero os ganéis comodidades, buena comida y quién sabe si la misma libertad. Deberíais colaborar, hermano. Os deseo un buen viaje a Florencia.

Con este deseo lleno de sarcasmo Iuliano se volvió hacia la salida. Pero a mí me quedaba una última pregunta.

—¿Por qué nunca me dijisteis la verdad, Iuliano?

El cardenal se detuvo y se giró para hablarme. Mi pregunta lo había dejado perplejo.

—¿Por qué tenía que hacerlo?

—Para no dejar lugar a las intrigas que germinan y crecen en los viajes largos como cizaña en los pensamientos. Debisteis haber ganado mi fidelidad con la verdad...

—Tal vez me equivoqué. O tal vez vos pensasteis más de lo que debíais. Cualquiera de las dos opciones nos llevan al presente, a este fracaso compartido en el que yo no tengo los libros y vos estáis encerrado.

—Leí el Necronomicón, Iuliano, conozco la existencia de los axiomas, sé de vuestras intenciones, de las de los cofrades y de las de los brujos.

—Éste es un círculo restringido —dijo Iuliano acercándose— en el que nos conocemos todos. La afirmación que habéis hecho no es más que una mentira, pues el contenido del libro es un secreto bien guardado. Y ahora pensad por un segundo que podéis estar siendo influido por alguien muy distinto a quien creéis: hay un Gran Maestro de los brujos que bien podría estar escondido en esa logia a la que tanto protegéis. Yo soy la Iglesia, vos sois la Iglesia, ellos son masones y tal vez vehículos del demonio. Reflexionad, hermano, sed cauto. Vos sabéis dónde están los libros. Que tengáis un buen día.

El cardenal abandonó la celda dejándome de nuevo lleno de dudas. Era lógico suponer que los libros habían salido de España con éxito, de lo contrario la Inquisición no estaría intentando negociar conmigo. ¿Cuál habría sido la suerte de Tami y del griego? ¿Y si ellos eran brujos? ¿Podía haber cometido el error de confundirlos? Me acordé del pentagrama que Évola había encontrado en la camisa de Xanthopoulos. Con Piero Del Grande muerto, ¿valdría la pena luchar por una sociedad a la que yo no pertenecía y que quizá no fuera lo que aparentaba? Eran preguntas naturales en quien no tiene nada más que muros alrededor. Aunque esta vez el preso tuviera una gran ventaja, la de conocer perfectamente cómo operaba la Inquisición en estos casos y saber que sembrar la duda en la mente de los detenidos era una estrategia habitual. Había sacado algo en claro de aquella entrevista: mi posición no era buena, pero con toda seguridad los libros habían desaparecido de la vista de la Inquisición y yo era el único que podía ayudarles a recuperarlos. Y no me equivocaba.

Capítulo 54

Por la tarde interrumpieron mi frágil reposo, un leve sueño que me había costado un gran esfuerzo conseguir y al que lamenté renunciar, pues lo necesitaba para dar descanso a mi cabeza y para que el tiempo de encierro se me hiciera más llevadero. El carcelero vino con mi única ración de comida, una olla llena de un guisado repugnante y un cuenco con un líquido turbio que muy poco o nada se parecía al agua.

Espero que sea suficiente para llenar tus tripas. Hace mucho frío para ir hasta el pozo a por agua, así que te he traído un poco de caldo, ya frío, que le ha sobrado al de la celda contigua. Suficiente para calmar tu sed. Una rata como tú no necesita alimento.

El carcelero, sin duda, no sabía que yo era un inquisidor caído en desgracia y que hasta hace muy pocos días podía haber hecho que se tragara su lengua acompañada por aquel caldo inmundo. Eran los primeros pasos para lograr la sumisión: mostrarle al preso que se minaría su moral y se le trataría como al más ínfimo gusano para que perdiera su identidad.

—Se lo agradezco —susurré.

Al oír mis palabras, el carcelero decidió perder algo de su tiempo conmigo.

—Pareces bien alimentado, todavía tienes el color de los vivos. Se nota que no llevas aquí mucho tiempo.

—No, señor. Tan sólo desde ayer.

—Bien, espero que conozcas las reglas. Tu culo pende de dos hilos: el que maneja el señor inquisidor y el que cuelga de mi mano. Si quieres estar a bien con el primero sólo tienes que decirle lo que quiere oír. Y si quieres estar a bien conmigo, dile a alguien de tu familia que venga con una buena cantidad de dinero y te aseguro que lo pasarás mejor que ahora. Y déjame darte un consejo: la mayoría de las veces es mejor tratar bien a quien está todo el día contigo, pues ningún doctor de la Iglesia te traerá doble ración de comida a esta pocilga. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor—dije sumiso.

—Muy bien. ¿Quién me puede traer el dinero? —siguió aquel zafio.

—Soy de Genova, señor. No tengo en esta ciudad ningún conocimiento —le mentí.

Podía haber recurrido a Tommaso... O a Raffaella. Pero por nada del mundo quería vincularlos a mi triste destino.

—¡Más te vale exprimirte el poco seso que te queda y encontrar una maldita moneda de oro o te desharás en diarreas, o peor aún, morirás de peste por tener que comer ratas!

Si en mi convento de Genova hubiese tenido un carcelero como aquel, grosero, tirano, ladrón, sucio mequetrefe, le habría obligado a sentarse sobre la nieve hasta que sus testículos se hubieran reducido al tamaño de dos aceitunas... No era más que un sueño pues bien sabía que ahora era él quien mandaba. Intenté comer algo en varias ocasiones pero cada vez que engullía una cucharada de aquella bazofia me sobrevenían las arcadas. La última vez que lo intenté, el descubrimiento de un pelo rizado flotando en la cuchara acabó definitivamente con mi apetito. El ayuno era la única opción. El suplicio había comenzado.

—Tienes visita —gruñó el carcelero al anochecer. Oí cómo se desplazaba el cerrojo antes de que la puerta se abriera—. Es raro que se concedan. Éste debe de ser tu día de suerte: disfrútalo.

Tímidamente, el visitante se coló entre las sombras de la puerta. El carcelero la cerró a su espalda y nos dejó a solas. Ante mí estaba mi pequeña, Raffaella D'Alema. Ella era la visita que me había concedido Iuliano. Yo, que me moría por verla, había seguido intentando protegerla. Allí estaba, mi niña valiente...

Dos estaciones más de lo previsto se había pospuesto nuestro reencuentro, aunque a ella no parecía importarle. Había en su mirada una leve interrogación, y después de un año, sus facciones ya no eran las de aquella niña que se entregó a mí sin condiciones, sino las de una mujer que se parecía mucho a su madre. Su cuerpo había adquirido las líneas del de una mujer madura. Me miró en silencio, sin saber muy bien cómo comportarse. Corrí hacia ella, la abracé y la besé como si aquello fuera lo último que iba a hacer en mi vida.

—Raffaella, mi ángel, mi amor... ¿Qué haces aquí? No quería que me vieras en esta situación, no quería comprometerte... ¡Oh, Dios, Raffaella! —murmuré a su oído, fuertemente aferrado a su cuerpo.

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