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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor

 

1597, aposentos del papa Clemente VIII en el Vaticano. Angelo DeGrasso, Inquisidor General de Liguria, es recibido en audiencia privada por el Papa, el Superior General de la Inquisición y un extraño astrólogo llamado Darko. Le acaban de comunicar que un hereje llamado Eros Gianmaria, que ha sido trasladado desde Venecia, guarda aún un terrible secreto: es el único que conoce el paradero de la última copia de un libro prohibido, el Necronomicón, y Angelo ha de usar su pericia para conseguir una confesión. Pero no dispondrá de mucho tiempo para hacerlo, pues en pocos días ha de partir hacia el Nuevo Mundo en una misión que no le será comunicada hasta que no esté embarcado. Al descender la escalera de la basílica de San Pedro, en un frío día de otoño, Angelo presiente que su vida va a dar un giro. Pues el implacable Inquisidor General de Liguria no tardará mucho en descubrir que ni siquiera él es lo que parece… Una novela apasionante que nos transporta al turbulento final del siglo XVI, en el que la Iglesia católica mata por defender la ortodoxia y conservar su poder, en el que los aquelarres pueblan los bosques italianos bajo la protección de Satán y de la Luna, en el que todos están dispuestos a morir por su fe, pero ¿qué fe?

Patricio Sturlese

El inquisidor

ePUB v1.0

Amadeuzzzz
16.06.11

Dejad que los herejes vengan a mí. Con ellos

haré un infierno

A Pierpaolo Ettore Nicola

María de las Victorias

y Gabriela Luciana

Prólogo: Cazadores de brujas

Habia pasado un siglo desde que los monjes benedictinos venidos de Ferrara abandonaran la iglesia parroquial de Portomaggiore. Expoliada de todo adorno el mismo día en que fue exconsagrada, de su antiguo esplendor sólo restaban algunos frescos. Cerca del altar mayor, donde antes estuviera una magnífica pila bautismal de mármol, bajo la tenue luz de una lámpara de aceite, las manos temblorosas de un encapuchado escarban entre las losetas que aún quedan en el suelo. Y por fin, éste cede. Justo donde debía

La luz de la lámpara se extingue. Las tinieblas de la noche se adueñan de la iglesia. Y de aquello que tan celosamente ocultaba.

Apremiada y nerviosa, una mujer escribe sobre una hoja de papel delgada y amarillenta las últimas líneas de un mensaje. Desde la espesura le llegan los ladridos aún lejanos de los mastines, un sonido que le produce pavor, obligándola a asentar la rúbrica:

ISABELLA, bruja y testigo de Satanás

Octubre del año 1597

Los aullidos son ahora más nítidos, y junto a ellos se distingue el sordo galope de los caballos: los jinetes se abren paso a través del bosque negro. Llegarán muy pronto. Isabella se incorpora y mira por el ventanuco de su guarida. No los ve, aún tiene tiempo. Corre hacia la puerta, echa la falleba, apaga la ya escasa luz de su único candelabro y, al amparo de un oscuro silencio, toma el papel, lo dobla hasta reducirlo a una porción mínima, se alza la falda y lo mete entre sus piernas, dentro, bien dentro, como si estuviera procurándose placer en alguna de sus frecuentes orgías. Su corazón late deprisa, como en el deseo, pero no es eso. No es eso: es un miedo cerval a los jinetes de la noche. Encogida en un rincón, espera.

Los perros han dejado de aullar. Los jinetes ya están en su puerta.

Isabella no oye nada. Nada. Hasta que la puerta se viene abajo, arrancada de cuajo, con un estruendo que magnifica el silencio, tenso y cautivo. Allí están los jinetes, siete hombres corpulentos y encapuchados que, alumbrados por la luz de dos teas, la buscan y la encuentran de inmediato intentando incorporarse.

—¿Qué buscáis? —gime ya en pie. Nadie responde—. Si deseáis pasar un buen rato, habéis venido al lugar adecuado —continúa diciendo mientras se manosea el pecho que, carnoso, asoma por su camisa, aflojado hace ya rato el corpiño—. ¿Quién será el primero en probar esta delicia?

Isabella ha descubierto uno de sus pechos y se lo ofrece a los hombres, desafiante. El pezón, oscuro como bellota madura, está erecto, duro, tentador. Uno de los jinetes, el más alto, se baja la capucha y recorre, iluminándolo, cada rincón de la guarida. Tiene bigote, barba y cabello rubios, recogido este último en dos largas trenzas. Sus ojos azules, extremadamente claros, parecen transparentes. Adelanta la luz hacia la bruja.

— ¿Qué? ¿Serás tú el primero... vikingo? —susurra la mujer mientras sonríe con lascivia.

— ¿Isabella Spaziani? —pregunta el hombre. Pero no obtiene respuesta—. ¿Es vuestro nombre Isabella Spaziani? —insiste el jinete.

La bruja le mira con curiosidad y aventura una respuesta que no es tal.

— ¿Quién lo pregunta...? ¿Acaso... eres un brujo...?

— ¿Eres Isabella Spaziani? —repite con calma.

—Tal vez...

Isabella ha dudado, y en la duda se esconde una afirmación tácita que el jinete recibe con un asentimiento dirigido a sus compañeros, a los que entrega la antorcha para poder apartar con facilidad su capa. La bruja sonríe; realmente parece que aquellos hombres sólo quieren divertirse. Pero lo que asoma entre los pliegues de la capa no es lo que ella espera, y tal vez ya desea, sino una ballesta que, tras un movimiento casi imperceptible, apunta directamente a su boca.

El jinete calibra su blanco con mirada de hielo y, sin vacilar, dispara. La sonrisa de Isabella es atravesada por el hierro, que le arrebata parte de los dientes y sigue su camino hasta romperle el cráneo. En un gesto inútil, por instinto, la bruja se lleva las manos a la mandíbula mientras se desploma sobre el suelo. Lo único que ha conseguido es cubrir sus manos de la sangre que borbotea, incesante, de su garganta. El hombre observa atentamente la agonía de Isabella y, para cerciorarse de su muerte, empuja con un pie la cabeza asaeteada. La sangre de la bruja va encharcando el suelo, lenta y continua.

Los jinetes han saqueado la guarida, se han llevado lo que parecían estar buscando, un antiguo libro de magia, y tal como han aparecido, en mitad de la noche negra y ocultos en la niebla que cubre los bosques genoveses, desaparecen acompañados por el aullido de los mastines, provocado no ya por la presencia de los caballos y su movimiento en la espesura, sino por algo que invade el aire: la premonición de algo siniestro.

En la basílica de San Pedro, uno de los cardenales del Santo Oficio detiene sus pasos. Es tarde. Se ha quedado mirando fijamente la antigua escultura en bronce negro de san Pedro, como si solicitara su amparo. Tiene un mal presentimiento. Sabe que el Gran Brujo está reagrupando a sus huestes.

El demonio está suelto.

Primera parte: El arte de la confusión
El caballero de la Orden Sagrada
Capítulo 1

Situado frente a mí, el Vicario de Cristo me observaba silente, con mirada profunda. Su mano mostraba el anillo del pescador. Su semblante, añejo, traslucía la fatiga de aquellos hombres que navegan por mares encrespados, lanzando una vez tras otra las redes sin obtener resultados. Eran tiempos difíciles para la fe. La nao de la Iglesia atravesaba el convulsionado océano del Renacimiento, entre espumas y oleajes, con un Pontífice que sujetaba el timón decidido a no zozobrar en la Reforma y la herejía.

Tanto Clemente VIII como el Superior General de la Inquisición, el cardenal florentino Vincenzo Iuliano, acababan de comunicarme la razón de mi llamada a Roma. Y si bien no tuve toda la información que creía necesaria, sí fue la suficiente para planificar mi futuro inmediato. En aquel momento comprendí que una de las congregaciones más poderosas e influyentes del orbe me había escogido, otorgándome por escrito una clase de poderes que pocos inquisidores consiguen. El Santo Oficio de la Iglesia Universal, del que soy servidor y juez, me había señalado.

Había sido convocado en los aposentos del Papa, en audiencia privada, el 22 de noviembre del año 1597 de Nuestro Señor. Sixto V y Clemente VIII habían seguido ocupando las maravillosas estancias decoradas por el incomparable Rafael para Julio II, el papa guerrero. Era difícil no distraer la vista hacia los frescos que adornaban las paredes de la estancia y que, mediante la recreación de diversos episodios extraídos de las Sagradas Escrituras y de la historia, mostraban cómo Dios había permanecido siempre al lado de su Iglesia, defendiéndola contra toda amenaza y ayudando a los faltos de fe a recuperarla y reforzarla. Allí estaba el ángel que liberó a san Pedro de su prisión y la hostia que goteó sangre en Bolsena para demostrar al sacerdote incrédulo que la transustanciación no es sólo una hermosa metáfora. Allí estaban Pedro y Pablo ayudando al papa León a impedir que Atila invadiera Italia; y Heliodoro, que quiso robar el tesoro del templo de Salomón y fue expulsado por un jinete divino.

Allí estaba también aquel rostro enjuto, duro, algo envejecido después de haber dejado atrás la treintena y haber visto tantas cosas, el pelo castaño algo ralo ya, y aquellos ojos de mirada inquisitiva sólo dulcificada por su color cálido, de miel reposada. El rostro de Ángelo De Grasso. Mi rostro.

Aparté la mirada del espejo y me acerqué al lugar donde el Papa y el Superior General de la Inquisición me esperaban ya sentados. Iuliano me indicó con un gesto que me acomodara en una silla vacía que había frente a ellos. Tras un breve preámbulo de cortesía, la conversación se encaminó hacia su motivo principal.

—Hermano De Grasso, hemos seguido de cerca vuestra labor como Inquisidor General de Liguria —comenzó el cardenal con una voz grave y envolvente, dirigiendo hacia mí su mirada invasora—. Y hemos visto que entre las causas a vuestro cargo se encuentra una muy peculiar que concita toda nuestra atención: la del hereje Eros Gianmaria —concluyó Iuliano su discurso mientras el Papa nos observaba en silencio.

—Gianmaria va a cumplir cuatro años de encierro, y de ellos, sólo uno bajo mi jurisdicción —respondí mirándolos, sorprendido—. Poca cosa nueva puedo deciros pues este reo aún está pendiente de tribunal.

—No se trata de nada nuevo —replicó el cardenal—, sino de un asunto antiguo que el hereje sabe esconder muy bien en el refugio de su lengua.

— ¿A qué os referís, mi general? —pregunté extrañado.

—El reo que mantenéis encerrado en Génova supo sortear al Inquisidor General de Venecia y ahora parece estar haciendo lo mismo con vos.

—Ni éste ni ningún otro hereje ha sido capaz de salir airoso de mis interrogatorios, y mucho menos de mi cárcel —respondí con incontenible soberbia—. ¿Cuál es ese secreto que esconde Gianmaria y que Su Excelencia no ha encontrado en su expediente?

El cardenal Iuliano acarició lentamente el crucifijo que colgaba de su cuello. Alzó la cabeza y me miró largamente, esperando el momento oportuno para hablar, pero no fue su voz la que sonó, sino la de un extraño que, con sigilo, había entrado en la sala situándose a mi espalda.

—El hereje Gianmaria esconde un libro.

El recién llegado recorrió los pocos pasos que lo separaban de Su Santidad para sentarse a su izquierda. Su rostro afilado, de nariz aguileña y labios finos amoratados, como los de un cadáver, estaba marcado con profundas arrugas y traslucía la determinación de los exaltados. Yo no comprendía el porqué de la presencia de aquel hombre y así lo reflejó mi rostro. Iuliano no tardó mucho tiempo en resolver mi perplejidad.

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