Authors: Patricio Sturlese
—Más le vale cerrar la boca —le amenacé, señalándole.
Eros sonrió enseñándome lo que quedaba de su dentadura.
—¿Quién creéis que arrancó el alma de vuestro Cristo de la cruz y la llevó durante tres días a los infiernos? ¿Quién creéis que lo hizo? ¿Quién creéis que arrastró a vuestro Dios a los infiernos?
Sentí lentamente cómo la llama de la ira se encendía en mi mirada, alcé mi mano y la bajé para propinarle una bofetada ensordecedora.
—¡Blasfemo! —le grité desde el fondo de mis pulmones.
El interrogatorio es un juego perverso de dualidades, en el que el interrogador se pone en el lugar del interrogado para estudiar sus posibles respuestas y saber, a tenor de ellas, cuál será la pregunta que puede hacer que se tambalee. El interrogado intenta pensar como la pieza que quiere cobrar el cazador: toma los caminos más inhóspitos para dejarlo atrás en la persecución. Gianmaria se había escondido en mi misericordia, pero ahora yo lo buscaría por los infinitos caminos del terror. Giré sobre mis talones y miré al notario. Creo que le transmití mi virulento estado de ánimo pues su rostro recibió mis palabras con pavor.
—La sesión seguirá en la cámara de tormentos. Retomaremos el interrogatorio en otras condiciones.
A diferencia de la sala anterior, ésta era de techo alto, abovedado, con una gran polea anclada en la parte más elevada. La humedad y el frío seguían presentes, la tarde invernal había caído y con ella había descendido aún más la temperatura que ya de por sí, en los sótanos, era siempre escasa y poco misericordiosa. El bonete de cuatro puntas que, junto a la sotana negra, era mi vestimenta de inquisidor para asistir a los tribunales me protegía escasamente del frío. El vapor acompañaba a cada respiración mientras, sin pronunciar palabra, asistía a los preparativos, que fueron rápidos y precisos, dirigidos por el muy eficiente Rivara. En verdad las sesiones de tortura me ponían nervioso, no tanto por el tormento en sí, como por tener que compartir la sala con las bestias ignorantes de los verdugos. Actuaban como animales de costumbre y no escatimaban los sufrimientos de la carne ajena; por eso, siendo brutos como eran, siempre se los vigilaba para que no cortasen la circulación de las arterias en el momento de ajustar los grilletes y los cinturones de sujeción a los acusados.
Había pedido que montaran la Cuna de Judas pues, a mi parecer, era el instrumento rey del tormento, el que proporcionaba mayor dolor. Gianmaria estaba inmovilizado con las manos atadas a la espalda y los tobillos encadenados uno junto a otro. Le habían colocado un cinturón de cuero con una argolla a cada costado y otra en el frente. Bajo la meticulosa mirada del vicario, el verdugo continuó su trabajo enganchando el extremo de una larga cadena a los tobillos del reo y el otro a un soporte que había en la pared. De las argollas del grueso cinturón sujetó dos cadenas más, que también anclaron en las paredes cercanas. Por último, pasó una soga por la roldana del techo y la ató a la argolla sobrante del cinturón.
Cuando Rivara dio la orden, el verdugo gruñó con fuerza y comenzó a elevar a Gianmaria tirando de la soga que le unía a la roldana. El cuerpo del reo quedó prácticamente flotando en la sala, a bastante altura, sus miembros inferiores sujetos a una pared y sus brazos inmovilizados por pesados grilletes. Eros Gianmaria parecía sentado en el aire.
El verdugo sujetó la soga en una argolla del suelo y la pisó con firmeza; de esta forma dio descanso a sus brutales y velludos brazos. El vicario dio media vuelta y me interrogó con la mirada.
Todo estaba preparado para reanudar el interrogatorio, Gianmaria iba a protagonizar su peor función, quizá la última de su carrera.
—Segunda sesión del tribunal de la Santa Inquisición Romana y Universal contra Eros Gianmaria —dijo Rivara—, que, a petición del Inquisidor General Ángelo Demetrio De Grasso, se realiza en la cámara de tormentos. Como notario del Santo Oficio y con el poder que ello me confiere, doy por asentada la siguiente sesión en el libro de actas.
Decidí comenzar de pie; estaba ansioso y cargado de preguntas.
—Señor Gianmaria, todavía está a tiempo de evitar la tortura. ¿Quiere confesar o persiste en su inocencia a pesar de las pruebas presentadas?
Eros me miró mientras colgaba maniatado.
—No deseo el dolor..., mas presiento que vuestras preguntas me serán más dolorosas.
—Es piadoso por mi parte darle una oportunidad antes de comenzar. Le preguntaré sin atormentarle, pero si entiendo que se aprovecha de mi buena fe y misericordia... no dudaré en la severidad de los métodos.
Gianmaria no contestó y agachó la cabeza.
—¿Confiesa servir al demonio y profesar las enseñanzas abominables de su culto? —pregunté arrugando el ceño.
—No —respondió en un débil susurro.
—¿Confiesa poseer libros prohibidos por la Iglesia?
—No.
—¿Confiesa haber profanado cementerios para llevar a cabo misas negras?
—No.
Hice una seña al vicario. El tormento debía comenzar.
Entraron a la sala dos carceleros con una pirámide de madera, de la altura de un hombre, sostenida por tres patas y terminada en una punta dura, pulida y afilada. El verdugo tomó de nuevo la soga y, mientras por el esfuerzo su frente se llenaba de venas, alzó aún más al reo. Los carceleros pusieron el banco justo debajo de Gianmaria. Uno de ellos se retiró mientras el segundo lubricaba la punta de madera con aceite y le indicaba al verdugo que comenzara a descender al preso. Menazzi se agarró a su crucifijo y balbuceó una plegaria. Persona extremadamente culta y sosegada, al clérigo la situación le incomodaba.
El carcelero tomó con firmeza los muslos del reo y guió el cuerpo inmovilizado de Gianmaria mientras éste seguía descendiendo hasta que la punta de la pirámide estuvo a las puertas de su ano. Una última seña hizo que el recluso descendiera un poco más hasta que la dura madera lubricada se apoyó en su carne. El carcelero se retiró confirmando de esta manera que la situación de Eros era la idónea para el inicio del tormento.
—Gianmaria —dije rompiendo el silencio—, voy a preguntarle por última vez... Espero escuchar una respuesta sincera.
Eros respiraba agitado, estaba asustado y, a pesar del frío, el sudor inundaba su cara y sus axilas. Su ano sentía la punzante presión que ejercía la Cuna de Judas y, entonces, la carne le traicionó y su lengua pareció aflojarse. La tortura mental era la más útil de las estrategias y parecía que empezaba a dar resultados.
—Gianmaria —proseguí—, dígame dónde se encuentra el
Necronomicón
.
Eros tembló y exhaló un largo suspiro. Luego me miró a los ojos, parecía que iba, por fin, a confesar. Su mirada se endureció de nuevo:
—Ya os dije que no sé nada de él...
Pensé que no lo soportaría, pero fue más fuerte de lo que esperaba, pues cuando la tortura mental parecía haberlo desmoronado, increíblemente, su convicción lo había reconstruido. Ordené al carcelero que soltase soga y lo dejara caer sobre la Cuna. Cuando aflojó la soga y la polea del techo giró, Gianmaria se sentó sobre la pirámide y la presión de su peso hundió la punta en su ano. Su carne se desgarró como una tela hecha jirones.
Reconozco que había oído gritar a mucha gente y que sus lamentos nunca me fueron ajenos aunque los castigos sufridos por otros no me impresionaban, mas el grito de Gianmaria esa noche fue tan descarnado que nunca pude olvidarlo, ni siquiera ahora en que poco o nada debería importarme. Tras su potente bramido, quedó rígido y con la vista extraviada en los muros. A medida que pasara el tiempo su ano se dilataría más y el dolor alcanzaría los riñones.
—Gianmaria, dígame dónde se encuentra el
Necronomicón
que tradujo al italiano —dije en tono amigable.
Eros no respondió y, de pronto, volvió a gritar brutalmente ante un acomodo leve de su cuerpo en la madera.
—Gianmaria, ¿dónde ha guardado ese libro? Ahórrese el sufrimiento y responda —continué.
Eros miró al tribunal y luego, muy suavemente, para evitar mover el cuerpo, giró su cabeza para mirarme.
—¿Soportaríais esto por vuestro Cristo?
Los miembros del tribunal se quedaron perplejos ante su pregunta, formulada con una voz oscura y apenas audible, y con una expresión que parecía la mueca de un bufón.
—Qué demonios le sucede... —exclamó Woljzowicz asombrado.
Gianmaria continuó mirándome mientras las primeras líneas de sangre comenzaban a recorrer la Cuna, desde su cuerpo hasta la base.
—¿Qué esperabais? —Dijo aún con aquella voz—. ¿La Cuna de Judas...? Mejor sería llamar a este tormento la Verga de la Iglesia. ¿No creéis que es más adecuado, señor De Grasso?
—¿Dónde se encuentra el Necrono... —comencé a preguntar, pero fui inmediatamente interrumpido por el grito de Gianmaria.
—¡No seáis insolente...! Me hacéis sangrar por el culo y además queréis obtener una revelación.
Ordené poner lastre al cinturón y el verdugo colgó dos sacos de grano a cada costado del preso. Sabía muy bien con quién hablaba. Eros entornó los ojos y los puso en blanco. El sobrepeso hundió la punta de madera casi un palmo dentro de Gianmaria y éste perdió el conocimiento. Su cabeza colgó como la de un muñeco de trapo.
—¡Prior, si continuáis vais a matarlo! —exclamó el vicario muy preocupado. Rivara se acercó para continuar diciéndome al oído—: De esta forma quizá no termine la sesión, ya lo oísteis de su boca, está a punto de confesar... Consigamos que lo haga y terminemos con los tormentos.
No contesté pero le escuché con atención. El desgarro había producido una gran hemorragia en el reo, la deplorable condición física de Gianmaria se había agravado sobremanera, tal y como demostraba su desvanecimiento. No debía alejarme de las leyes, la Inquisición permitía cualquier método de tortura, pero no la muerte del reo durante la sesión, y esto era, precisamente, lo que iba a suceder. Rivara seguía mirándome en espera de respuesta. Buscaba la forma de conciliar las leyes eclesiásticas, las humanas elementales y las de mi turbado genio.
—¡Descuélguenlo! —Grité a los carceleros—. Por favor, doctor, hacedme la merced de examinarlo. —El vicario me miró con alivio.
El médico detuvo rápidamente la pérdida de sangre y, con unas sales aromáticas, le regresó de su desmayo. Gianmaria volvió toscamente a la conciencia mientras se le mantenía un largo rato con las piernas en alto. Después, los carceleros le sentaron en un pequeño banco de madera y se quedaron a su lado, sujetándole para que no cayera al suelo.
—Señor Gianmaria —le dije cuando creí oportuno seguir con el interrogatorio—, quisiera escuchar de su boca la confesión, quisiera que se declarara hereje ante este honorable tribunal. Quisiera que me dijera todo lo que considere oportuno su corazón arrepentido.
Eros se llevó las manos al rostro y se deshizo en un llanto espontáneo, luego bajó la cabeza y miró su entrepierna bañada en sangre. Vio el suelo salpicado de un rojo profundo y sus piernas sacudiéndose en un involuntario temblor. Levantó los ojos y nos miró, uno a uno, a todos los que allí estábamos, contemplándole como si fuese una bestia de circo. Su mirada se nubló.
—¿Qué es lo que su corazón declara? —insistí para orientarlo hacia la confesión.
Gianmaria frunció el ceño y dejó caer un hilo de saliva en su pecho. Luego estalló en un acto desmedido de locura.
—¡Asco! ¡Me dais asco! —gritó—. ¡Arcadas de asco es lo único que queda de esta abominable penetración! ¿Y me habláis de Dios? ¿Puede ser Dios el dueño de estos actos? ¿Dios aprueba con este tormento la aberración de la carne? ¿Es éste el Dios que predicáis? Ahora conozco la verdadera cara de un Dios de sexo bizarro y promiscuo, vicioso al margen de sus propias leyes. Si éste es el Dios... ¡Si éste es el Dios...! ¡Creo que es hora de morir y ser vomitado de su boca...! Prefiero caer en la llama eterna que entrar en su reino de espinas y torturas.
Detuve a los carceleros que, instintivamente, intentaron callarlo a golpes. Todos los miembros del tribunal permanecimos mudos y nuestro silencio permitió que Eros siguiera descargando su corazón:
—¡La sangre de Cristo es venerada en el cáliz mientras que la de mi culo alimenta el caldo de sus credos! ¡La tortura es la conclusión de sus prédicas, sus sermones reflejan la obsesión sobre mi cuerpo! Los instintos más primitivos y sádicos actúan bajo la razón. ¡Yo soy el altar de carne y hueso de sus cultos, de su Iglesia; es a mí a quien necesitan para existir, soy el hereje impenitente que alimenta sus estómagos y llena sus bolsillos de riquezas! Soy el cordero perdido del rebaño, al cual torturan bajo la mirada del pastor. Pero ¿qué Dios aprueba esto? ¿Es éste su reino en la Tierra...? ¡Sí! ¡Es hora de morir y jamás resucitar en Él! Es hora de sentir la llama, es hora de abrir mi corazón al fuego eterno.
Gianmaria tomó aire, hundió la cara en sus manos enrojecidas y continuó, sollozando:
—Necesito alguien que me contenga, alguien que me ayude a salir de esta situación, necesito amigos... Necesito alguien que me sonría, alguien que me diga que la vida no es como la veo, necesito una madre que me proteja, necesito un padre al cual poder entregar mis lágrimas y abrazar antes de pasar por las armas de la Iglesia.
—Sus afirmaciones son heréticas —dije mirándole a los ojos.
—¡Soy un hereje! Soy contrario a la Iglesia, soy tan mentiroso como sus papas y tan pecador como los honorables cardenales y príncipes de la Santa Sede. Soy un hereje que jamás se arrepentirá de serlo, puesto que fuera de la herejía... sólo existe gente como vos.
Menazzi entornó los ojos y agradeció en su interior el haber escuchado, por fin, la confesión. En cierto modo, todo el tribunal soltó un suspiro de alivio, Gianmaria ya era oficialmente un hereje. Todos, excepto yo, que seguía teniendo con el reo una cuenta pendiente.
—¿Dónde oculta el
Necronomicón
? —pregunté mientras le miraba fijamente.
Menazzi levantó la vista, incrédulo. Tanto él como los demás consideraban que el interrogatorio había finalizado.
—Eso ya no importa... —gruñó Gianmaria—. He confesado, acepto al diablo como maestro de mis actos y señor perfecto de la creación, acepto al pecado en mi frente... —Los presentes se santiguaron a medida que las palabras brotaban de su boca—. Y me proclamo hereje. Ya tenéis lo que queríais... Ahora cumplid con vuestro oficio. Cumplid con lo que mejor sabéis hacer, que el Ángel Negro de la Iglesia me exhiba como un trofeo... Que el Ángel Negro me lleve directo a las llamas de la hoguera.