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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (6 page)

— ¡No! —exclamé casi sin dejarla terminar—. No era eso lo que quería decir... Yo...

—Mejor así —me interrumpió, asombrada y halagada por el contenido y la vehemencia de mi respuesta—. Pues os confieso que algún día querré casarme.

Levanté suavemente su mentón y la miré a los ojos. Sabía, casi desde el momento en que entró en mi habitación, adonde quería llegar.

—Eres mucho más atractiva que tu madre... Ya tendrás tiempo para eso.

Mi afirmación y mi comportamiento la dejaron perpleja. Era el momento de acompañarla a la puerta y dar por terminada la conversación. La despedí en el pasillo oscuro con un beso paternal en la frente. Ella anduvo dos pasos, se giró y me contempló en la oscuridad. Cerré la puerta y volví a mi lecho, al cobijo de las mantas y al desasosiego de mis pensamientos. Un delicioso perfume había impregnado la cama.

Capítulo 6

El viaje a Génova fue fatigoso, largo y con demasiado movimiento. Pocas veces interrumpimos la marcha y, a medida que nos acercábamos a nuestro destino, el interior del carruaje parecía hacerse más pequeño. Con un tiro de seis caballos y la experiencia probada de los palafreneros, no tardaríamos mucho en llegar. Hacía poco tiempo que habíamos dejado atrás los yacimientos de mármol de Massa y Carrara. El paisaje de Toscana llegaba a su fin, mientras los Apeninos ligures se erguían dándonos la bienvenida y anunciándonos la dificultad del camino que todavía nos quedaba por recorrer. Estábamos cerca de La Spezia: el olor del mar y los grandes olivos me lo confirmaban. Habíamos llegado a mi tierra. Liguria comenzaba a mostrar sus encantos.

Llevábamos recorridas más de sesenta leguas y aún restaban otras veinte. Viajaba solo en el carruaje, con todas las comodidades. Disponía de comida, abundante bebida y lectura suficiente, pero tras dos días de viaje doy fe de que nada podía apaciguar mi necesidad de quietud. Un pequeño ejército y las insignias del Vaticano me protegían de los vándalos que se ganaban la vida asaltando carruajes y martirizando a sus ocupantes. La Iglesia se hacía respetar; tanto sus hombres como sus pertenencias eran prácticamente inviolables.

Tomé la botella de grappa, regalo de Tommaso. La contemplé y quité el tapón. Era el momento oportuno para darle un trago y dejar que mis pensamientos, únicos compañeros en mi viaje, volaran libremente. Más fueron a posarse en el cofre que me habían entregado en el archivo del Santo Oficio. Lo llevaba conmigo, dentro del carruaje, de modo que lo saqué para contemplarlo. La imagen del diablo me trajo un aliento helado. Abrí la tapa y contemplé su contenido. No era lo que yo esperaba, pero sería suficiente. La volví a cerrar. Extravié la vista entre los cientos de olivos que desfilaban ante la ventanilla y observé el resplandor agónico del ocaso: un sol vencido por las fuerzas incipientes de la noche. Mi atención se desvió de nuevo hacia la cartera que contenía el sobre lacrado que me diera el cardenal Iuliano, y cuando mis ojos se perdieron de nuevo en el paisaje creí ver una figura difusa en la lejanía, negra y harapienta, como un jirón de tela sacudido por el viento. Algo estaba observando el paso del carruaje desde las montañas. Una sombra que parecía conocer mis pasos, una figura espantosa y seductora.

El diablo.

El Tribunal del santo oficio
Capítulo 7

Temprano por la mañana ya me encontraba merodeando por los pasillos del sótano de Santa María di Castello, mi convento. El largo y tortuoso viaje en carruaje seguía aún presente en mis huesos, que lo recordaban penosamente en cada flexión de sus doloridas articulaciones. Dormí poco aunque, por suerte, pude conciliar un buen sueño que consiguió refrescar mi mente. Lo iba a necesitar.

El vicario Rivara caminaba a mi lado. Aquel hombre de aspecto humilde, afable y bondadoso, extremadamente eficiente y cuidadoso hasta en el más mínimo detalle, era mi mano derecha. Tenía en él una confianza ciega surgida como una intuición la primera vez que le vi, que no había hecho otra cosa que crecer con el paso de los años. Era, para mí, mucho más que el vicario del convento, mucho más que mi notario. Era mi amigo. Después de compartir la misa matutina y la colación, intentaba informarme sobre los pormenores ocurridos durante mi ausencia. El vicario marchaba con las manos cruzadas bajo las mangas del hábito y su rubia cabeza de cabellos rizados agachada. Su tono de voz era suave. Su eco se propagaba a lo largo del corredor en un sonido armónico sólo audible por los muros y las ratas cercanas. Tras informarme de asuntos menores, me sorprendió con una novedad para él más importante.

—La actitud de Gianmaria ha cambiado, ha empeorado durante la última semana, mi prior —dijo Rivara fijando aún más si cabía sus saltones ojos azules en las losas del suelo—. Ha rechazado todo intento de acercamiento y nos ha devuelto el papel, plumas y tinta que le facilitamos para su defensa. No confesará por voluntad propia.

— ¿Qué pretende? —indagué con la cara oculta bajo la capucha del hábito, pues aunque estábamos bajo techo, el frío y la humedad de los sótanos me dañaban y me obligaban a cubrirme la cabeza.

—No lo sé. Su conducta es insolente. Ordené que sólo le dieran de comer una vez al día y únicamente pan y agua.

— ¿Desde cuándo?

—Hace ya dos días. —Las lámparas de aceite colgadas de los muros iluminaban pobremente nuestros pasos y los ojos de Rivara brillaban cada vez que pasábamos cerca de una—. ¿Qué vais a hacer con él, mi prior?

Me detuve en mitad del pasillo. Mi rostro, endurecido como si se hubiera vuelto de piedra, recogía los tonos opacos de los muros y mostraba así un talante severo, inflexible, sin emoción alguna.

—Encargaos de preparar para esta tarde una sesión del tribunal. Gianmaria responderá a mis preguntas.

El vicario meditó y sus cálculos se dejaron ver en su mirada.

—Podría prepararla para última hora, antes del ocaso.

—No... Lo haremos a primera hora, después de la comida.

—Mi prior —objetó Rivara ante mi urgencia—, debemos asear al hereje... Y cortarle el cabello antes de que vos lo veáis, y eso lleva su tiempo. Su aspecto es deplorable y de ninguna manera os merecéis soportar sus pestilencias.

—Olvidad las formalidades, Rivara —dije tajante—. Tened listo al preso para después de comer y reunid al tribunal para esa hora. No hay tiempo que perder.

—Como vos ordenéis, mi prior. Será entonces después del mediodía.

Cuando Rivara ya comenzaba a retirarse, le detuve colocando delicadamente mi mano sobre su pecho para darle una última recomendación.

—Encargaos de que Gianmaria esté bien alimentado para el interrogatorio, que reciba dos comidas y que sacien su sed por completo. Ofrecedle naranjas y dulces y que repose su cuerpo en un colchón de lana. Lo quiero animado para esta tarde, ¿comprendéis?

—Así será, mi prior.

Después reanudé la marcha y dejé al vicario en la soledad del pasillo, organizando mentalmente las tareas que requerirían su atención en las próximas horas. Reunir al tribunal no le sería fácil, algunos miembros pondrían objeciones por lo prematuro de la sesión y no atenderían a razones. De todas formas, obedecerían mi orden, pues ninguno querría caer en desgracia ante el Gran Inquisidor De Grasso, el Ángel Negro de Génova.

Antes de los interrogatorios acostumbraba encerrarme en el estudio para leer con detenimiento los expedientes. Así conseguía plantear con astucia las preguntas que arrinconarían al reo hasta obtener lo que yo deseaba: una confesión probatoria de herejía. Claro que esto no era tarea fácil: muchas veces mi estrategia se desmoronaba ante la lúcida defensa del acusado. Sabía que Gianmaria sería un hueso duro de roer, tal como demostraban su expediente, su silencio ante el inquisidor de Venecia y, ahora, en mi cárcel. El aislamiento no parecía haber hecho mella en él, no lo había convertido en una bestia, seguía siendo un erudito e, indudablemente, usaría su asombroso intelecto para esquivar mis preguntas y enroscar su lengua con el fin de distraer al tribunal de sus injurias de demente.

Estaba distraído, algo no me dejaba concentrarme. Y ese algo estaba allí, conmigo, en el interior del gran armario de roble del estudio, custodiado por el hermoso crucifijo tallado en su puerta. Dejé de leer el expediente para, llave en mano, dirigirme al armario. Allí estaba el grueso sobre traído de Roma. Me quedé mirándolo sin tocarlo, dudando. Por fin lo tomé y lo llevé al escritorio. Mi intriga era como la de un niño que admira un regalo que aún no puede abrir.

En su interior estaba el mensaje del Santo Oficio que, silencioso como la muerte, me tenía en vilo y mentalmente atrapado. Me senté y con un afilado estilete despegué el lacre. Dentro apareció otro sobre de cuero con la inscripción Sacra Congregatio Romanae et Universalis Inquisitionis seu Sancti Offici y un nuevo lacre que aseguraba la inviolabilidad del contenido. Junto al sobre había un pequeño papel escrito en tinta negra con una letra prolija y que, a la luz de la ventana, me dispuse a leer:

Hermano De Grasso:

El sobre que ahora tenéis en vuestras manos contiene las instrucciones precisas para la próxima comisión. Dentro de éste encontraréis otros tres sobres lacrados que deberéis abrir en el momento preciso. Cada sobre está identificado por el sello de un evangelista, siendo el primero el de san Lucas, el segundo el de san Marcos y, el último, el de san Juan.

Vuestro viaje comenzará el primero de diciembre en Génova, pero la apertura del primer lacre, el de san Lucas, habrá de efectuarse nada más partir de las Canarias y en mar abierto, en ruta hacia Cartagena de Indias.

El lacre de san Mateo deberá ser abierto cuando el galeón llegue a las aguas seguras del Circulus aequinoctialis en compañía de los demás barcos de la escuadra española.

Por último, el lacre de san Juan ha de abrirse en tierra firme, en las cercanías de la ciudad de Asunción. Cada apertura deberá ser registrada por el notario en comisión, enviado directamente desde Roma, para ponerse a vuestras órdenes.

Que la gracia de Dios ilumine vuestros actos y bendiga vuestros días en esta importante comisión.

Por último, la firma del cardenal Vincenzo Iuliano sellaba el breve y poco esclarecedor escrito.

¿Notario? Nadie me lo había mencionado, nadie me advirtió que debía esperar a un notario para embarcar, y mucho menos uno desconocido. El notario, que levantaba acta de todo lo acaecido en los tribunales, era una figura indispensable, sí, pero cada inquisidor general elegía al suyo, puesto que cada error cometido durante los procesos sería encubierto o resaltado por ese hombre cuyas únicas armas eran la pluma y el tintero.

Unos golpes secos en la puerta me obligaron a detener mis pensamientos y a actuar con rapidez. Nadie debía saber de la existencia de aquellos sobres, así que introduje el papel en el primer sobre y volví a colocar éste bajo llave en el armario. Hecho esto, me acerqué a la puerta y la abrí lo justo para asomar los ojos y ver quién llamaba. El vicario Rivara me observó, curioso. Con la puntualidad de costumbre venía a avisarme de que todo estaba dispuesto para comenzar la sesión del tribunal. Ya había pasado una hora desde la llegada del mediodía.

Capítulo 8

Todo estaba listo en la pequeña sala de audiencias, situada en el sótano. El tribunal me esperaba ya situado en el estrado. Por la urgencia del caso no se había convocado a todos sus miembros sino a los indispensables. El polaco Dragan Woljzowicz, fiscal, ocupaba su asiento en el lado derecho, junto al consultor jurista, Daniele Menazzi; en tanto el vicario Rivara, representante del obispo de nuestra diócesis, y que actuaría de notario, se sentaba al extremo izquierdo de la mesa. Quedaba libre el asiento central, situado delante del gran crucifijo que presidía la sala como símbolo del profundo espíritu cristiano de la sesión. Ése era mi lugar, el sitio reservado para el inquisidor. Tomé asiento y acomodé mis notas sobre la mesa.

—Mi prior —murmuró el vicario—, Gianmaria espera fuera.

Con el dedo índice autoricé su ingreso. El acusado fue escoltado por el carcelero mayor y dos de sus hombres. Su paso, entorpecido por las cadenas que le sujetaban los tobillos, era lento. Eros Gianmaria tenía la mirada extraviada, y su imponente cabeza llena de rizos estaba completamente despeinada. A simple vista, su fisonomía aparecía desmejorada, aunque, en cierta forma, mantenía un aire de fortaleza que no le era extraño al tribunal, pues los acusados solían apelar a su orgullo, insistían en mostrarse duros y llenos de seguridad para encastillarse en sus afirmaciones y aun en sus negaciones. Lo cierto es que las prolongadas estadías en las oscuras y frías mazmorras del sótano del convento se cobraban puntualmente su cuota de deterioro físico y mental. El rostro y el aspecto de Gianmaria daban cuenta de ello. No parecía un hombre que apenas superaba los treinta años. Su cuerpo imponente estaba famélico, marcado por numerosas pústulas fruto del prolongado contacto con el suelo húmedo de la mazmorra. Sus brazos mostraban pequeñas cicatrices hechas con estilete, extraños símbolos cuyo significado no había sido descifrado. Eros tenía deformaciones en los huesos por su larga reclusión; sus músculos, por falta de movimiento, le causaban a menudo fuertes y punzantes dolores que esporádicamente se tornaban audibles en penosos lamentos nocturnos. El reo fue acompañado hasta el pequeño banquillo que se encontraba frente al tribunal, y mediante un empujón se le obligó a tomar asiento. Después, los carceleros se retiraron a un rincón apartado de la sala.

— ¿Nombre? —preguntó el notario al acusado.

Todos conocíamos el nombre del reo, mas esta pregunta era necesaria para levantar acta del interrogatorio. El reo también sabía que nosotros le conocíamos, pero se comportó como si no lo hubiera meditado.

—Eros Gianmaria —bramó desde su podrida y sucia dentadura.

El notario comenzó el protocolo. Dentro de la sala de techo bajo e iluminada por tres grandes candelabros, sus palabras fueron pronunciadas en latín, aunque el interrogatorio se efectuaría en italiano.

—Siendo la tarde del 26 de noviembre del año 1597 de Nuestro Señor, se da comienzo al honorable tribunal del Santo Oficio de la Liguria en contra del señor Eros Gianmaria, por cargos en contra de la fe. De aquí en adelante, las palabras del acusado serán tomadas como pruebas de su inocencia o culpabilidad. Presidiendo el cargo máximo del tribunal, el Inquisidor General Ángelo Demetrio De Grasso hace uso de sus facultades para llevar adelante el interrogatorio. Sin más, como notario del Santo Oficio y con la facultad que eso me confiere, doy por asentada en el libro la siguiente sesión.

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