Authors: Patricio Sturlese
El resto de la velada fue una reunión de viejos amigos, la enumeración de recuerdos comunes, la recuperación del afecto. Sin embargo, el largo viaje me había fatigado. En realidad todos estábamos cansados, así que tal y como la botella de grappa volvió al estante, nosotros nos despedimos hasta el nuevo día y nos retiramos a nuestros aposentos. Tommaso agradeció mi explicación y yo la atención que me habían prestado los tres. Iluminando mi camino con una lámpara de aceite, me dirigí a mi habitación, sencilla pero bien equipada: un lecho, un pequeño armario, un escritorio y una jofaina llena de agua dispuesta sobre una mesa. Allí lavé mis manos y mi cara antes de arrodillarme para rezar, como cada noche de mi vida. El Archivo del Santo Oficio me esperaba a la mañana siguiente.
Desperté temprano, como si hubieran tocado a maitines, pero no estaba en mi opulento tálamo de roble francés, sino en aquel cuarto sencillo. Había descansado tan profundamente que no recordaba dónde me hallaba, quizá por la fatiga del viaje, las revelaciones de Iuliano y el esfuerzo oratorio de la noche. El día despuntaba entre penumbras, y una leve claridad se abría paso, tímida, desde la pequeña ventana mal cerrada que dejaba al viento colarse entre las rendijas y producía un silbido constante, molesto. Fuera, pues, me esperaba de nuevo el aire helado, pero el día debía comenzar. Me vestí, recé mis plegarias, estiré el lecho y repuse el agua de la jofaina antes de acudir a la cocina, donde Libia me esperaba solícita con un cuenco de gachas calientes que agradecí con un gesto tímido. Sin apenas cruzar una palabra, partí sin más demora a cumplir con mis obligaciones.
La marcha por Roma fue lenta, con el rostro oculto tras la capucha, la cabeza agachada sobre el pecho y las manos en el sencillo crucifijo que pendía siempre de mi cuello. Le tenía aprecio: era un recuerdo de mi estancia con los capuchinos. Así atravesé la ciudad, como un profeta entre la turba que comenzaba a llenar esquinas y mercados, callejuelas lúgubres y plazas. Aquellos mercaderes que se cruzaron conmigo apenas se atrevieron a lanzarme una mirada de soslayo con sus ojos ignorantes, tan atraídos como repelidos, por aquella figura que, oculto el rostro, parecía portar algún misterio.
Detuve mis pasos ante la escalinata de mármol que daba acceso a las puertas de la sede del Santo Oficio, donde nada más entrar el hermano Gerardo, el monje encargado de los archivos y de la biblioteca, que me conocía bien, atendió con rapidez mis requerimientos.
—Excelencia De Grasso —exclamó al reconocerme—. ¿En qué os puedo ayudar?
—Bienhallado seas en Dios, hermano. —Saludé mientras retiraba lentamente mi capucha—. Quisiera examinar la causa de Eros Gianmaria y recabar información sobre un viejo libro.
—Gianmaria... —repitió el hermano Gerardo llevándose una mano al mentón y alzando una ceja cuando asimiló el nombre—. Creo haber oído hablar de él. ¿Aún vive?
—Sí —exclamé—. Es uno de los presos a mi cargo.
— ¿Recordáis dónde comenzó su proceso?
—En Venecia.
—Bien —asintió, una vez obtenida la información que requería para ayudarme—. Os mostraré dónde buscar.
Entramos en la gran sala que componía la biblioteca del Santo Oficio, donde se encontraban todos los libros de consulta habitual, cartas geográficas y una hermosa esfera armilar, además de algunos escritorios que, dada la oscuridad del recinto y sobre todo en un día gris como aquél, se alumbraban a la luz de varios candelabros. Al final de la gran sala, una puerta conducía al archivo de procesos, mientras que en el sótano, fuera del alcance de los profanos, se custodiaba bajo mil llaves la información sobre los libros prohibidos y algún que otro ejemplar. El monje me acompañó a las vitrinas donde debía hallarse lo que yo buscaba.
—Aquí se encuentran los tomos relativos a las causas iniciadas en el Véneto. Si recordáis el año de su detención, no os llevará mucho tiempo localizarlo. —Y después de señalarme los estantes que había de mirar, se giró hacia mí—. ¿Cómo se titula ese viejo libro?
—
Necronomicón
.
— ¿Prohibido?
Y así empezó otro breve interrogatorio.
—Sí.
—Entonces ha de estar en el Índex Librorum Prohibitorum...
—Así lo creo.
— ¿Sabéis en qué fecha fue condenado?
—Sólo sé que un ejemplar fue encontrado y quemado en España, hace poco menos de cuatrocientos años.
—Cuatrocientos años... —El encargado meditó en silencio. Otro movimiento de cejas me indicó que ya había dado con la respuesta—. Bien. Ya sé dónde buscar. Vos tratad de encontrar el proceso del hereje, yo me encargaré de hacer lo mismo en lo relativo al libro. Os lo traeré a la biblioteca.
Y diciendo esto se alejó para desaparecer tras la puerta del archivo.
La búsqueda del proceso me llevó un buen rato. Era de esperar, pues eran muchas las causas archivadas, y no sólo de la jurisdicción de Venecia, pues el Santo Oficio tenía un gran número de sedes, desde Francia hasta Alemania, desde los Alpes hasta Nápoles y Sicilia... Ello sin contar las tierras conquistadas por castellanos y portugueses allende los mares. Todo se reunía aquí, cada uno de los juicios llevados a cabo por la Inquisición se asentaba para luego ser archivado; la crónica de cada uno de los que habían caído en desgracia ante la Iglesia se encontraba en estos anaqueles. Tras haber revisado la parte inferior de las vitrinas, tomé una pequeña escalera y allí estaba, el polvoriento tomo que contenía la causa de Eros Gianmaria. Descendí para dirigirme hacia uno de los escritorios de la biblioteca a examinarlo a la luz de las velas.
El hereje llevaba, efectivamente, cuatro años encarcelado, el último en mi convento de Génova. Ni el largo tiempo de encierro ni las lúgubres y húmedas celdas en las que permanecía confinado habían logrado domar su desequilibrada personalidad. Su boca hedía. Su lengua escupía veneno, continuas blasfemias contra la Santa Madre Iglesia y su clero, desde el Pontífice hasta todo su séquito de prelados. Acusado de brujería y sospechoso de horrendos asesinatos en Baviera y el Véneto, el reo era candidato firme a los castigos más severos de la Iglesia. Su causa contenía un sinfín de delaciones recogidas durante años, que comprometían severamente al hereje, a quien apodaban el Payaso por ser miembro de una compañía de teatro que había recorrido gran parte del Viejo Continente dejando tras de sí una trágica y enigmática estela de muertes. Durante todo el tiempo en que funcionó la compañía y en cada uno de los lugares en que actuó aparecieron cuerpos mutilados y vejados de mujeres sobre los que se habían practicado los mismos ritos, considerados como satánicos. Aunque Gianmaria fue detenido, nada pudo hacer la justicia civil. Sólo una acusación de brujería lo privó de la libertad y lo hizo pasar a disposición del Inquisidor General del Véneto en el año 1593. En su poder se hallaron cuadernos con extrañas anotaciones y libros prohibidos por demoníacos. A pesar de la evidencia, nada más que reclusión sufrió el Payaso diabólico, pues su encarcelamiento más parecía una maniobra del gobierno de la República de Venecia, que, impotente al no poder acusarlo directamente de los crímenes, recurrió al Santo Oficio para sacarlo definitivamente de sus calles. Eros Gianmaria me había sorprendido desde un principio, porque no encontré en él a un hereje vulgar, sino a una persona tan culta como perversa. Hablaba con fluidez griego y latín, y conocía algunas palabras en alemán. Demasiado para ser, como afirmaba, un simple hijo de campesino.
Después de leer el proceso del hereje en Venecia y de haber refrescado la información que conocía y no haber encontrado nada nuevo, me quedé meditando. Tenía que escoger el anzuelo y el cebo adecuado para que el pez, esta vez, picara. De repente, recordé algo que había visto en el expediente y que me proporcionaría una estrategia: Eros Gianmaria fue interrogado por el Inquisidor General del Véneto, sí, pero no lo suficiente, pues, sin saber las causas reales, el proceso se detuvo a causa de una burocracia fuera de lugar que terminó con su traslado a Génova. Alguien estaba interesado en mantenerlo con vida. Tan concentrado estaba en mi tarea que la mano que tocó mi hombro en aquel instante me sobresaltó.
—Perdonadme —se disculpó el hermano Gerardo—. No era mi intención asustaros. Encontré algo sobre el libro que buscáis, no es mucho, unas anotaciones en griego enviadas por la Iglesia ortodoxa antes del Cisma. Procurad tratarlas con mucho tiento.
Asentí con la cabeza, mientras mi corazón aún recordaba el sobresalto.
—Si se os ofrece algo más...
—No, gracias, hermano... Bueno, quizá sí. Querría saber si guardan en depósito algún objeto incautado al hereje mientras estuvo en Venecia. Fue en 1593.
—No lo creo —afirmó el monje—. Deberían habéroslo entregado todo cuando lo trasladaron a vuestra jurisdicción. Pero echaré un vistazo.
Mientras el hermano se perdía de nuevo en el fondo de la sala, tomé el pergamino que me había entregado y con delicadeza lo acerqué a la luz de las velas. Las letras griegas cobraron sentido rápidamente:
Necronomicón
Biblia satánica de los desiertos escarlatas. Libro de las artes negras, contiene en sus hojas una extraña metafísica astral prohibida. Posee conjuros que avivan y atraen demonios del mundo antiguo. El
Necronomicón
fue condenado en el siglo XI por el patriarca Miguel de Constantinopla. Nuestra Santa Iglesia lo declara opúsculo infame de las artes diabólicas y testimonio vivo de Satanás en esta tierra.Este libro es el anti testimonio de Cristo, en buena hora sus páginas deberían arder.
Las siete páginas restantes sólo contenían exhortaciones y datos históricos que no aportaban nada nuevo sobre el contenido del libro. Pero al final, antes de la firma, estaba la que parecía advertencia postrera de la Iglesia de Oriente, escrita por una mano que hacía ya más de doscientos años que descansaba en el polvo de sus huesos:
GIORGOS GKEKAS
Tesalónica, junio de 1380
El monje se acercó en silencio y apoyó delante de mí un pequeño cofre.
—Sois afortunado —afirmó alegre—. No tendría que estar aquí, pero debió de traspapelarse cuando os enviaron los objetos que le fueron requisados al hereje en sus primeros días de cautiverio en Venecia.
Oscuro, sucio y desgastado, en su tapa se distinguía un bajorrelieve medieval que representaba a un demonio bíblico.
Aparté los ojos del cofre y me quedé observando las velas, expectante, mientras un escalofrío recorría mi cuerpo. Pensar en una existencia «real» del diablo me había aterrorizado.
Regresé a casa de Tommaso dando un paseo por la orilla del Tíber. La caminata me llevó ante las puertas del Castel Sant Ángelo, la vieja y majestuosa fortaleza militar que protege el corredor que conduce directamente al corazón del Vaticano. Este castillo, erguido sobre el antiguo mausoleo del emperador Adriano, no sólo es un baluarte arquitectónico de la ciudad, sino también una instalación segura donde se depositan todas las monedas de oro que posee la Iglesia, calculadas en unos cuatro millones de escudos. La fortaleza está coronada por un arcángel desafiante que parece custodiar las riquezas desde la cima toda vez que intenta alcanzar el cielo en un acto arrebatado. Me quedé observando la fortaleza desde el puente que, frente al castillo, une ambas orillas del Tíber. Apoyé los codos en la baranda y descendí la vista hacia el río, dejándome llevar por su corriente ancestral.
Aguas raras eran aquellas, verdes y tranquilas. Introvertidas y serenas. Paradójicamente, todo lo contrario a la ciudad. Cada vez que observaba el Tíber me llamaba la atención su desinterés por todo lo que lo rodeaba; tal vez ya estaba cansado de ver a tanta gente mirarse en sus aguas, pues en su recuerdo han de contarse por miles, por cientos de miles: un hastío milenario de rostros y expresiones. El Tíber es la arteria que riega los suelos de Roma. Es la arteria que alimenta de historias a sus ciudadanos y a los forasteros que en ella recalan. Muchas leyendas se entramaron con el río, pilares míticos para una raza de hombres ungidos con el barro de sus aguas. Éste es, según se cree, el lugar donde Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba... Y vaya a saber uno si realmente eso fue cierto; pero lo que nadie puede negar es que esa «loba» existió y pisó fuerte durante siglos, casi un milenio, dirigiendo al mundo antiguo con su espada, gruñendo ferozmente a los pueblos y cuidando celosamente de sus hijos, los romanos.
Aquellas aguas continuaban siendo extrañas a mi vista con sus secretos envejecidos entre sonrisas, victorias, cambios, traiciones y muerte. Secretos antiguos que tal vez nadie comprendería. Ni aun viviendo dos vidas, o tres, o la vida eterna de la ciudad misma. Aquellas aguas habían visto a las legiones romanas regresar victoriosas de África, con tesoros incomparables para ofrendar al cesar. Tesoros como los obeliscos egipcios, columnas de piedra cubiertas por completo de jeroglíficos, y otro sinfín de maravillas que aún se pueden contemplar en las calles de una Roma decorada con galardones de guerra, traídos por mar y arrastrados por las bestias a través de la campiña italiana. Los recordatorios de las victorias se leen en cada muro, en cada arco de triunfo, como aquél que vanagloria el saqueo del templo de Jerusalén y el yugo de una Palestina devastada. Monumentos majestuosos, testimonio del poder absoluto de los emperadores. Hombres y dioses. Dioses y demonios. Aquellas aguas contemplaron en silencio los demenciales mandatos de hombres embriagados de poder y ciegos de ambición. Nerón vio su rostro reflejado en su superficie y bebió de ellas, invocó a las aguas como lema de su pueblo y las vomitó en un infierno de fuego.