Authors: Patricio Sturlese
—Declaro válidas las pruebas que muy gentilmente llegaron desde Venecia —dije en voz alta silenciando las demás voces— y doy por concluido este diálogo. Son suficientes para demostrar la existencia de herejía.
—El Ángel Negro reclama otro hereje para la hoguera, ¿cierto? —Eros parecía desencajado—. Señoría, vuestros métodos apestan...
—Cuide su vocabulario —aconsejé.
— ¿Y por qué habría de hacerlo? ¿Acaso no me espera la pira?
—Sin duda, pero afróntela como un hombre y no como un hereje impenitente.
Lentamente iba cebando el fuego de su ira.
— ¿Y cómo lo haríais vos en mi lugar? ¿Con vuestra tranquilidad de inquisidor o con el temor de un humano hacia el patíbulo?
—Lo haría como Cristo.
Definitivamente lo había atraído a donde quería y Eros se vino abajo.
—Cristo fue un cobarde —dijo entre dientes. Todos los miembros del tribunal se horrorizaron—. Cristo escuchó al diablo en el desierto... Él no soportó la sensación de la muerte en su carne. Cristo tuvo miedo...
— ¡Blasfemia! —Gritó de nuevo Woljzowicz sacudiendo su leonina cabellera blanca—. ¡Cómo se atreve a ofender de esa forma a Jesucristo! ¡Retráctese ahora mismo!
— ¡No digáis majaderías! —Exclamó Eros—. ¿Acaso no es cierto que suplicó para que apartasen de él el cáliz de su muerte? ¿No es cierto...? ¡¿No es cierto acaso lo que digo?!
El reo nos miraba con los ojos encendidos, ansiosos por recibir una respuesta.
Miré a Gianmaria y continué arrinconándolo:
—No debatiremos con una persona que habla por boca del mismo diablo, pues sólo en mentiras fundamenta sus argumentos. Nosotros somos teólogos, no necesitamos oír sus heréticas proclamas, pues estamos seguros de interpretar y profesar de buena forma los Evangelios.
—Sois como los fariseos de la época de Cristo, rendís homenaje a ritos vacíos. Y os creéis doctores de vuestras propias inmundicias.
— ¡Cierre la boca! —ordené con severidad. No estaba dispuesto a tolerar más agravios y menos de un blasfemo.
— ¡Es herejía! —Estalló el polaco—. ¡Sus argumentos lo incriminan! ¡Acaba de blasfemar sobre la persona de Cristo! ¡Es herejía comprobada!
El polaco se equivocaba, pues a pesar de la blasfemia, el hereje no se había confesado como tal.
— ¿Se confiesa hereje? —pregunté con voz intimidatoria.
Aunque desbocado, Gianmaria frenó su lengua en el momento preciso. Observó al tribunal y murmuró:
—No... Soy tan católico como Sus Señorías.
Decidí entonces hacer una pausa para reconstruir mi estrategia. Quería acorralarlo pero no tan pronto, pues mi interés no era tanto su confesión como aquel secreto que escondía su lengua.
El breve descanso sirvió para elaborar la arquitectura de una trampa que, poco a poco, le dejaría indefenso y confundido. Me coloqué delante del reo y proseguí con el arte del interrogatorio.
— ¿Ha conocido gente adinerada a lo largo de su vida?
—Creo haberla conocido —murmuró Gianmaria—, o por lo menos sus lujos así lo demostraban.
— ¿Qué tipo de lazos le unían a ellos? ¿Amistad?
—No dije que fuesen amigos, sólo gente conocida.
—En tal caso... ¿puede que ellos hayan sido sus mecenas? —sugerí en voz baja.
— ¿Mecenas? ¿Qué tengo yo para que un rico quiera ayudarme?
— ¿Acaso no es un artista...?
Eros sonrió levemente. Por un segundo pareció feliz.
—Sí, lo fui... Pero el adinerado busca otra clase de payaso para entretener su ocio; yo fui payaso de teatro, no de poderosos.
Los miembros del jurado permanecían en silencio, algunos expectantes y otros con evidente cansancio. No entendían adonde quería llegar con mis preguntas, que repentinamente habían cambiado de tono y dirección.
— ¿Ser actor de teatro le fue grato?
—Sí. Me llenó el corazón de trabajo y dio rienda suelta a mi imaginación, tuve dinero... Y tuve tiempo para comprender la vida. Pues gracias al teatro pude recorrer muchos lugares.
— ¿Sabe que sus actuaciones dejaron una estela de muerte? Asesinatos y ritos diabólicos... Justo en cada lugar donde estuvo su compañía.
— ¿Cómo no he de saberlo? Después de cuatro años de encierro en cárceles del Santo Oficio, sospecho que Sus Señorías piensan que fui yo el asesino.
Preferí no ahondar en el tema, pues si lo hacía, me distraería de mi propósito.
— ¿Sabe? Me asombra su instrucción, pero he buscado en los registros de las universidades y no figura en ninguno. ¿Estudió bajo otro nombre?
—Nunca asistí a ninguna escuela —dijo Eros levantando la mirada. Tenía una actitud desafiante y orgullosa.
—En el pasado confesó hablar varias lenguas. ¿Lo sostiene?
—Lo sostengo. Leo, escribo y hablo latín, lo mismo que griego.
— ¿Alemán? —indagué al tiempo que me apoyaba en el escritorio, justo delante de su mirada.
—Sólo algunas palabras.
—Veo que sus conocimientos de teología están muy por encima de los de la gente iletrada.
—Puede que sí.
—Dígame, Gianmaria, si le parece creíble que una persona que conoció a gente rica y aristocrática, que paseó por las ciudades más importantes de este viejo continente, que habla varias lenguas, que es instruido y sin haber asistido a ninguna universidad, que conoce bien la Biblia y discute de teología con la tenacidad de un estudioso... Dígame si le parece creíble que una persona así se formara sola. ¿De verdad intenta que crea que aprendió todo lo que sabe en soledad?
— ¿Adonde queréis llegar? —preguntó el reo, extrañado.
Provoqué un silencio enfático antes de continuar.
—Voy a formularle una pregunta... Espero que sepa entender mis palabras y que su respuesta sea concienzuda.
Al principio Gianmaria pareció sonreír, mas congeló el rostro en una mueca rancia. Aproveché la atmósfera y lancé la pregunta, que salió disparada como una lanza.
— ¿Qué sabe del
Necronomicón
?
Eros se quedó perplejo. Pero no por mucho tiempo.
— ¿Quién os habló de él?
Los miembros del tribunal observaban sin comprender.
—Alguien que sabe demasiado de todo —mentí.
—Un soplón... ¿Con qué moneda pagasteis su chisme? ¿Le ofrecisteis su vida?
— ¿Por qué se sorprende? Todas las ratas de los sótanos se venden por un queso. Incluso usted. No tardará en clamar una porción de mi clemencia. Ahora, hábleme de ese libro.
— ¿Qué os dijeron? —inquirió el brujo.
—Que lo mantiene oculto.
—Es mentira. Os mintieron. De la misma forma que os mienten todos los que habitan vuestras cárceles.
—Sé de un sitio, oscuro y aterrador..., donde mantiene oculto el
Necronomicón
—afirmé.
La mirada de Eros se llenó de odio antes de replicar:
—Nadie jamás pudo haberos dicho eso.
Sonreí. Luego miré al hereje y señalé al tribunal.
—Puede que a ellos las mentiras de su lengua les confundan. Puede que su artimaña de artista les conmueva o les encolerice, pero a mí no. Soy el Inquisidor General, soy quien conoce al diablo y sus trucos. Hábleme del libro o el interrogatorio se volverá doloroso...
— ¿Adonde queréis llegar, señor De Grasso? —insistió el reo.
—La palabra
Necronomicón
... ¿Le dice algo?
Eros bajó el rostro. Una leve y extraña sonrisa recorrió por un instante su rostro. Levantó la cara hacia mí y, mientras un hilo de baba caía de sus labios, me respondió:
—No más de lo que sabéis vos, señor Inquisidor General.
Recogí su ironía y le reté:
—Comprobémoslo... ¿Qué es el
Necronomicón
?
—El apócrifo del diablo —La sala entera se estremeció. Todos miraron alarmados, pues la boca de Eros comenzaba a vomitar sus oscuros conocimientos y ninguno de ellos sabía qué caminos quería recorrer el Ángel Negro.
— ¿Por qué lo define de esa forma? —pregunté.
Gianmaria contuvo el aliento y meditó. Luego comenzó a pronunciar con voz áspera palabras llenas de misterio:
—Todos los textos que no están contenidos en la Biblia son apócrifos. El diablo, como Sus Señorías saben, aparece en las Sagradas Escrituras... Y eso lo hace tan verdadero como al mismo Cristo. Todo lo que al diablo concierne no está escrito allí, poco se sabe de él por los pasajes de las Sagradas Escrituras. El
Necronomicón
es un texto no canónico, pero está arraigado en la Biblia por su historia y contenido.
Se hizo el silencio.
— ¿Quién escribió ese libro? —intervino por primera vez Menazzi.
—Un profeta árabe. Hace siete siglos.
— ¿Y de qué trata? —continué yo.
—De la «doctrina secreta».
— ¿Podría abundar un poco más? —insistí.
—Habla del diablo... De su existencia y de los axiomas prohibidos. Habla de su poder derrocado, de las filosofías terrenales y las hordas del sepulcro.
— ¿Un libro de magia? —proseguí.
—No —contestó Gianmaria con seguridad—, mas su correcta interpretación podría llegar a abrir puertas insospechadas.
— ¿Qué clase de puertas? —pregunté.
—De esa clase de puertas que nadie desearía ver abiertas.
—Explíquese un poco más... —sugerí de nuevo.
Gianmaria miró fijamente a un rincón oscuro de la sala. Luego habló con sigilo:
—Si uno durmiese a oscuras en su cama sabiendo que una araña se oculta bajo la frazada, seguro que pasaría la noche en vela. Si no conoce su existencia, los roces le parecerán simples caricias y el sueño será grato hasta que la araña le muerda y su veneno produzca el verdadero descanso eterno.
Nadie entendió bien las palabras del reo, que, rápidamente, continuó con su misteriosa explicación:
—La gran araña se encuentra escondida, con sus mandíbulas listas y ansiosas por atacar. Nosotros, en la oscuridad, no la vemos... Y hasta la acariciamos pensando que su pelambre es acogedora; mientras, sus ojos nos vigilan. Llegará el día en que aun durmiendo tranquilos, saltará sobre nosotros y transformará nuestra realidad en un infierno. —Gianmaria dirigió su mirada extraviada hacia el jurado—. Ese acto aterrador se producirá sólo cuando ella atraviese la puerta que describe el
Necronomicón
. Una puerta que traerá el caos a la humanidad. Una puerta oculta en vuestra somnolencia.
—Una parábola grotesca —interrumpí con calma—, que no deja de ser literatura diabólica. ¿Por qué habríamos de creerla?
—Eso ya corre por cuenta del
Necronomicón
—respondió desafiante.
— ¿Y cómo creer que su autor es real y su contenido fiable? —preguntó Menazzi interesado.
—Es cuestión de fe.
— ¿Tiene fe en ese libro? —se precipitó a preguntar Dragan Woljzowicz, seguro de que su pregunta lo induciría a afirmar su herejía, mas sólo consiguió retraerlo, pues Eros era más inteligente de lo que él pensaba.
—No puedo tener fe en algo que nunca vi. Sólo repito las historias que sé por boca de personas despreciables —concluyó el acusado.
Levanté con impaciencia mi palma para obligar al tribunal con ese gesto silencioso a terminar con las preguntas. No estaba dispuesto a perder la sesión y aún menos aquella voluntaria confidencia del reo.
—Gianmaria, si le pregunto por Cristo, me dice que es su Mesías; si le pregunto por el Credo, afirma ser un católico devoto... Creo que se esconde tras una máscara, como hacen los payasos bajo sus maquillajes. Parece triste, como ellos, pero sonríe interiormente porque sabe más de lo que dice. Y miente para escapar de la Inquisición. Yo nunca negaría a Cristo... Y si fuera un fiel seguidor de Satanás, ¿lo negaría sólo por miedo a la mano dura de la Iglesia?
—Decidme, ¿no es cierto que si mintiese sobre mi relación con el diablo no estaría faltando a nada ni a nadie? ¿Acaso no es Satanás el padre de la mentira?
Con aquellas palabras, Eros quiso ponerse a mi altura, tratarme de igual a igual, pero sólo consiguió, perdido por su soberbia, que me asaltara una idea que vinculaba directamente a Eros con el libro. Decidí arriesgarme y utilizar contra él mi descubrimiento:
—Dígame dónde está el
Necronomicón
. Estoy convencido de que, por su conocimiento del griego, usted es el responsable de su traducción al italiano.
—Señor De Grasso, puede que vuestra curiosidad se vuelva contra vos —gruñó Eros desde lo más profundo de su pútrida garganta.
—Dígame dónde se encuentra el
Necronomicón
y le evitaré la hoguera. Puede confiar en ello. Estará seguro bajo la protección del escudo de la Iglesia.
—Aperuerunt ianuae curiositatis: nunquam illam viam optarem... —susurró en latín con una voz áspera y cambiante.
Miré sorprendido al reo. Acababa de pedirme que redujera mi curiosidad pues jamás tomaría aquel camino, a lo que repliqué con una amenaza: si tomaba el camino de la oscuridad le sometería a pena eclesiástica, mejor era que tomara el sendero que llevaba al libro:
—Mulla via obscura «sub pennis» Christi. Tantum monstra viam quae ad librumperducat...
—Quod accipiam ob patefactionem? —continuó Eros, dispuesto a negociar: me estaba pidiendo algo a cambio.
No tardé en responder:
—Ya se lo he dicho: le salvaré de la hoguera.
—¿Pensáis que me preocupa la muerte? ¡Hace años que estoy muerto en vuestras cárceles!
—Entonces, ¿qué desea?
—Morir, y el silencio que la tumba otorga.
Eros miró seguro de sí. Luego pareció esbozar una sonrisa burlona.
—Creo que el dolor empieza a ser oportuno —amenacé—. Estoy seguro de que las voces del sufrimiento sonarán cristalinas y sinceras.
—Jamás accederéis al libro —me desafió, impávido—. La «doctrina secreta» se quedará donde debe... En la oscuridad. Y precisamente vos no deberíais luchar contra esto. Pensad en ello.
Miré al desgraciado con aire de superioridad, sorprendido por su osadía, y exclamé:
—Desenmascarar la herejía es mi especialidad, y la Inquisición, mi instrumento. —Me levanté y me acerqué hasta él para continuar—. Voy a encontrar el libro, le arrancaré sus negros pensamientos y los quebraré como si fueran una rama seca. Después, los arrojaré al fuego eterno para que se quemen en sus propias llamas.
—No podréis arrojar nada —me retó.
—Lo haré, en el nombre de Cristo que lo haré.
—Su Eminencia habla por boca de un Cristo que aún no se midió con el verdadero poder del diablo... Sois un híbrido deforme de la Iglesia, vocero de un Jesús sin llama ni poder.