Authors: Patricio Sturlese
—Sé que eres un religioso del Santo Oficio —dijo mi amigo—. En Roma las noticias se respiran en el aire. Quizá ahora tengas algunas costumbres... O mejor dicho, nosotros tengamos otras que puedan llamarte la atención.
Libia observaba silenciosa, como una estatua de sal, con una actitud muy alejada del trato amable que me había dispensado en otras ocasiones.
— ¿Te asusta que sepa que no bendices tus alimentos? —le pregunté con sarcasmo—. ¿O lo que realmente te asusta es tener en tu mesa a un... inquisidor?
A mis palabras sucedió un profundo silencio.
—Puede que sí... —balbuceó Tommaso, nervioso y sincero—. No quiero que pienses que indago en tu vida. Sólo intento vivir una vida sin ruido... sin hacerme notar.
—Es verdad... Soy inquisidor. ¿De qué intentas proteger a tu familia? ¿De mí? Ahora dime, Tommaso..., ¿sabes tú si alguna vez juzgaron a alguien por no bendecir sus alimentos?
—Pues... No lo sé.
—No, nunca —aclaré con brío—. Es grato saber que los años separan a las personas, pero no dañan la franqueza que existía entre ellas. Agradezco tu respuesta sincera y, amigo mío, me gustaría que siguieras viendo en mí a tu antiguo compañero, vestido, eso sí, con hábito sagrado, pero no juez de tus costumbres. —Tommaso asintió y yo proseguí—. No merece la pena que desperdiciemos la noche hablando de estos asuntos. Bendeciré la mesa y os pediré que no os abstengáis de hacer o decir lo que os plazca. Al fin y al cabo, soy vuestro invitado y no quisiera incomodaros con mi presencia.
Tommaso asintió de nuevo antes de que todos juntaran sus manos para recibir mi plegaria en latín, que sonó acartonada entre aquellos cálidos muros.
Lentamente, a medida que la cena avanzaba, la tensión inicial se fue relajando, aunque Libia se mantuvo en silencio más tiempo del que yo esperaba. A ratos, la sorprendía mirándome, comunicando con los ojos lo que no hacía con las palabras. Mis visitas habían sido cortas, por lo que ella nunca había terminado de conocerme bien. Ahora, cual leona al acecho, cuidaba de los suyos más que nunca, presintiendo una posible amenaza en aquel monje reclutado por los miembros del Santo Oficio. La observé con la pericia del inquisidor, me detuve en el ángulo de su mandíbula, en su mentón proporcionado; capté su nariz recta, su frente llana, sus labios disparejos, que permanecían semiabiertos y tenían un color encendido. Concluí que poseía, sin duda, los ojos enigmáticos y el cuello de una bruja, y aunque ocultos, sus pechos se presentían, como su cintura, tallados, firmes. Por un instante la vi desnuda en el potro, recibiendo tormento, mirándome expectante entre el dolor y el placer. La observé hablar, y mientras sus labios articulaban las palabras dejando entrever unos dientes nacarados, percibí el sabor de su lengua, el gusto de su saliva. Era una bruja perfecta, vigorosa... que permanecía oculta bajo la encarnadura de aquella Libia esposa y madre cuya lozanía había respetado el paso de los años. En Pisa, Tommaso y yo, jóvenes e inexpertos, no habíamos escatimado tiempo para correrías nocturnas pero a ninguno de los dos nos costó renunciar a las mujeres: yo porque nunca dejé de considerarlas fuente de pecado y porque decidí ser fiel a mis votos; y él porque desde que había encontrado a Libia, el resto de las mujeres había dejado de existir.
— ¿Has reconocido a mi pequeña después de tanto tiempo? —me preguntó Tommaso, interrumpiendo el curso de mis pensamientos, que se rompieron con el estruendo del cristal.
Le sonreí y asentí con la mirada y, después, me volví hacia la joven.
Raffaella era distinta, sus ojos pardos se llenaban de preguntas mientras me observaba con una intensidad que me desarmaba. Sí, había crecido mucho desde la última vez que estuve en la casa. Aquella niña a la que recordaba completamente desinteresada de la realidad y risueña, a sus quince se había transformado en una elegante jovencita, muy atenta a las palabras de sus mayores. Raffaella era la preciada joya de los D'Alema, sociable, inteligente, amable como el padre, y profundamente bella... Como su madre. Discreta e intensa, actuó como un imán para mi ánimo.
Mi amigo continuó hablando, interrumpiendo de nuevo mis pensamientos:
—Traeré algo que te gustará...
Se puso en pie inmediatamente y rebuscó en una estantería de madera que se hallaba no muy lejos de la mesa. Se sentó de nuevo, colocó dos vasos ante nosotros y me enseñó la sorpresa que me tenía guardada: una gastada y rechoncha botella de grappa. Tommaso sabía muy bien que mi paladar tenía debilidad por ese licor.
—Buen remedio para matar el frío —bromeé con entusiasmo—. Claro que, tratándose de grappa, siempre hay una excusa válida... Agradezco que hayas pensado en mí.
La botella estaba lacrada y yo sabía muy bien que él prefería el suave vino tinto a aquel recio aguardiente.
—Se la compré a un amigo en las afueras de la ciudad. Es grappa del norte, del Véneto —explicó, con la sabiduría de un bodeguero, mientras quitaba el tapón de la botella.
— ¡Será entonces bien llamada agua bendita! —Exclamé con alegría—. ¿Me acompañas?
Levanté mi vaso mirando primero a Tommaso y luego la botella.
Él sonrió con aquella sonrisa abierta de nuestra juventud mientras vertía el líquido transparente en nuestros vasos. Y mucho más relajado, preguntó:
— ¿Cuánto llevas como inquisidor, Ángelo?
—Diez años —respondí, y el rostro de Tommaso se arrugó en una mueca de sorpresa.
La vida había pasado muy deprisa, a pasos de gigante, y ahora, de pronto, se daba cuenta.
— ¿Qué sucedió entonces con tu antigua abadía?
—Oh, sí... La vieja abadía, ¿aún la recuerdas?
—Claro, la recuerdo muy bien, tus cartas la describían a la perfección. Por momentos, hasta creía conocerla como si hubiera estado en ella. ¿Sigues allí?
—No... Ya no enseño en la vieja abadía, he tenido que abandonar a los capuchinos y la escolástica. El tribunal inquisitorial y las causas a mi cargo me han requerido en otro lugar, y a tiempo completo. Más aún sigo en Génova.
Pensar en mi caprichosa trayectoria me causaba desasosiego. Me habría quedado toda la vida en la hermosa abadía de San Fruttuoso, con los capuchinos, mis verdaderos padres espirituales. Pero acatando una decisión de mi maestro, Piero Del Grande, que nunca alcancé a comprender del todo, les abandoné para acabar mis estudios y ordenarme como dominico. Y aunque regresé a la abadía a dar clases de teología por algún tiempo, volví a dejarla para incorporarme a las filas del Santo Oficio, como si mi destino hubiera sido siempre la Inquisición: ser dominico era requisito indispensable para poder llegar a Inquisidor General. El papado les había encargado tal cometido cuando creó el Santo Oficio, por ser ellos los defensores a ultranza de la ortodoxia. Mi oficio de guardián de la fe me gustaba, y mucho, mas no dejaba de echar en falta aquella alegría silenciosa y primitiva del claustro, la cercanía a los hermanos y a la tierra, y aquellas discusiones teológicas que te llevaban tan cerca de Dios.
—De modo que has dejado tu morada de tantos años... —dijo Tommaso con la misma extraña nostalgia que yo sentía.
—Así es... Pero no la abandoné; no del todo. La visito esporádicamente. Gran parte de mi vida transcurrió entre aquellas paredes.
— ¿Cómo es tu nueva casa? —preguntó Tommaso, interesado por saber de mi vida actual.
—Es un antiguo convento al este de la ciudad, enclavado en un promontorio cercano al mar. Es la delegación del Santo Oficio. —Me acaricié la barbilla, invadido, por un instante, de recuerdos—. Tiene un bello jardín con naranjos, olivos y parras. Desde su altura se puede observar la inmensidad del Mediterráneo y, en días despejados, la borrosa sombra de Córcega en el confín de las aguas.
—Debe de ser hermoso —fantaseó Tommaso tratando de imaginarlo mientras sus ojos brillaban a la luz de la bebida—, digno de ser habitado.
—Es muy bello... Lo es. Como una rosa es bella, a pesar de sus espinas...
— ¿A qué te refieres?
A Tommaso no le bastaba la metáfora con la que yo intentaba evitar una explicación más precisa.
—Eres una persona inteligente y no vives ajeno a la realidad, ¿verdad? —Tommaso se encogió de hombros—. Dentro del convento se encuentra la cárcel del Santo Oficio que, para mi pesar, no siempre desde que la administro está vacía. Muchas veces no huelo el aire salado del mar, ni escucho a las gaviotas, porque estoy recluido en mis dependencias, estudiando las causas de los reos. Y muchas otras, no veo los colores del día... porque estoy en los sótanos, escrutando el rostro de los confinados... Éstas son las espinas de mi rosa.
—Por mucho que nos pese, cada ocupación tiene su lado no deseado —afirmó Tommaso, intentando aliviar la gravedad de mi discurso.
—Me entristece mantener las cárceles pobladas porque lamento las afecciones del hombre, de la misma forma que un médico se entristece ante la enfermedad. Me entristece ver a la gente infectada por la herejía, un mal que carcome la carne y pudre el espíritu.
— ¿Quién llena las cárceles de reos? —quiso saber Tommaso.
—Soy yo quien las llena —tuve que aclarar—. Soy yo quien ordena las detenciones. Soy yo quien lucha contra la herejía en mi jurisdicción.
Tommaso se recluyó en el silencio. Nadie quería saber, ni siquiera oír pronunciar la palabra herejía, y menos ante un inquisidor. Pero no fue nada más que un instante.
— ¿Y hay mucho de eso en Liguria?
—Como en todas partes. Lo suficiente para mantenerme despierto.
Mis palabras alentaron a Tommaso a ir más lejos y a pronunciar la pregunta que hacía tiempo deseaba formular.
—Y... ¿te parece justo, pues, quemar a una persona por desviarse de la fe verdadera?
Me quedé mirándole. No hablé, le miré mientras acercaba el vaso de grappa a mi boca, buscando la llama que el alcohol provocaba en mi pecho. Sólo necesitaba un poco de tiempo para ordenar mi discurso, pues ¿qué era lo que una persona sin estudios teológicos podía recibir como respuesta y quedar satisfecha? Tommaso demostró mucho valor, yo lo sabía, por eso era de ley una respuesta fundada, que pudiera comprender, la que estaba obligado a ofrecerle un ministro de la Iglesia católica. Su pregunta era la misma que había mantenido ocupados a los teólogos desde los albores de la Iglesia. Yo debía resumir todos aquellos complejos debates para que fueran entendidos por las mentes más simples. El peso de mi hábito, la maldición de mi cargo eran de nuevo los dueños de la sala, e incomodaban a mis amigos. El silencio era tal, y tal la expectación, que opté por comenzar con aquella respuesta que ellos deseaban, casi necesitaban, oír de un Inquisidor General. Tan sencilla y directa como había sido la pregunta.
—Sí, lo es —dije, imperturbable.
Tommaso no hizo un solo gesto. Calló con aquel silencio de piedra.
—Tommaso... —le increpé, suavemente—. ¿Tú pagas impuestos?
—Claro que sí.
— ¿Sigues las normas cívicas?
—Sí.
— ¿Respetas a las autoridades?
—Sí, desde luego que lo hago.
— ¿Te consideras, pues, un buen ciudadano?
—Sin duda, lo soy.
Yo era teólogo, doctor en leyes, y en verdad que el combate era desigual. Luchábamos en mi terreno, con mis armas, pero era la única manera de hacerle comprender.
—Así pues, respetas las normas de la vida civil y te parece justo que sean respetadas —proseguí—. Yo hago lo mismo: respeto las leyes eclesiásticas y me parece justo que sean respetadas, con la diferencia de que soy juez y parte, pues me encargo de preservarlas. Nadie que desconozca qué es la fe es enviado a la hoguera. Sólo aquellos que conocen la norma y se desvían de ella, la vituperan adorando a falsos dioses o, aún peor, incitando a los demás a adorarlos. ¿Acaso tu acto de no bendecir los alimentos fue intencionado?
—No, no lo fue... Es sólo que...
No lo dejé justificarse, porque ésta no era la finalidad de mi discurso.
—No lo hiciste, pero tu corazón está limpio, y yo lo sé. ¿Qué tipo de personas crees que condenamos en nuestros tribunales? ¿A aquellos que no bendicen sus alimentos o que no rezan en voz alta? ¡No! —Continúe con vehemencia—. No puedes imaginarte cómo son porque jamás los has visto, pero créeme a mí, que tengo que verlos todos los días de mi vida... En verdad te digo que no hay entendimiento sin fe. Si tienes fe en las Sagradas Escrituras, tendrás entendimiento, consuelo y leyes que respetar.
— ¿Y cuáles son las leyes que obedeces? —siguió investigando Tommaso.
—Aquellas que se desprenden de las Sagradas Escrituras, aquellas que, renovadas por el Redentor, heredaron los apóstoles y que, a su vez, ellos nos legaron para mantenernos unidos y alejados de toda tribulación. Las mismas leyes que luego fueron interpretadas por los Santos Padres de la Iglesia y que son nuestro dogma de fe.
Tommaso pareció perderse en mi palabrería, por lo que escogí el camino más accesible y el único capaz de corroborar todo lo que había afirmado.
—Mi ley está en las Sagradas Escrituras.
Dicho esto me levanté un momento de la mesa y me dirigí a mi habitación a buscar la Biblia que siempre llevo conmigo. Regresé a la sala, me senté y escogí una página. Podía haber recitado las palabras sagradas de memoria, pero preferí mostrarles la página escrita, tal como fue concebida. Tommaso miraba el libro mientras yo apoyaba un delicado señalador de tela en la página que les iba a leer. Acerqué uno de los candelabros y comencé a leer. Me escucharon con atención, y durante unos minutos tuve la certeza de que mis palabras causaban una honda impresión. Quizá fuera la solemnidad que las acompañaba. No obstante, no era aquella velada la adecuada para profundizar en cuestiones de teología.
Era suficiente para una noche, la primera, pero no me resistí a terminar con una de las parábolas que prefería ya desde el noviciado.
—Yo soy juez de la Ley de Dios, que está en este santo libro, y tengo la preparación espiritual de un dominico. Recuerda esto, amigo mío: cuando a Jesucristo le preguntaron sus apóstoles por qué ellos no pudieron expulsar el demonio del cuerpo de un niño, Él les respondió: «Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe diréis a este monte: "Desplázate de aquí a allá", y se desplazará, y nada os será imposible». Si nuestra lucha contra brujos y hechiceros te parece una cuestión política, no puedo hacer nada para convencerte... Pero para mí es una pelea abierta hace siglos, y bien cierta. Y no dejaré de librarla, y no descansaré hasta la victoria porque tengo mi fe, y con ella muevo montañas...