Authors: Patricio Sturlese
—Hermano De Grasso, permítame presentaros a Darko —dijo el cardenal señalando al extraño—, un monje moldavo que sirve a nuestra Iglesia.
—Bienhallado seáis en Cristo, hermano —dije inclinando la cabeza. El monje aflojó una débil sonrisa en sus pómulos huesudos—. Perdonadme la indiscreción, pero me extraña mucho vuestra vestimenta. Su Excelencia acaba de afirmar que servís a nuestra Iglesia, pero vuestro hábito es el de un monje ortodoxo...
—No os confunda mi aspecto: mi lealtad es con Roma, no con Constantinopla —replicó, tajante, el hermano Darko.
Tuve que guardarme mi curiosidad por su atuendo para otro momento y dirigirla hacia lo que él parecía saber del secreto de Gianmaria.
—Habéis afirmado que mi hereje esconde un libro...
—Así es —dijo el monje.
Me quedé mirándole intentando disimular mi interés y aspirando el bálsamo del incienso que perfumaba la estancia para intentar sosegarme antes de hablar.
—Se le acusa de cosas peores —respondí en un tono que provocó la inmediata intervención del cardenal.
—Ni las aberraciones, ni las violaciones, ni los ritos satánicos, ni los asesinatos diabólicos de que se acusa al hereje son, ahora, de nuestro interés. Su pecado más grave no es ser un monstruo, sino esconder un secreto —dijo Iuliano, impaciente.
— ¿Ese libro que ha mencionado el hermano Darko? —proseguí cada vez más intrigado.
—Así es. Un libro... prohibido —concluyó, solemne, el cardenal mientras el silencio más espeso llenaba la sala y el Papa me miraba con sus ojos misericordiosos, una mirada que no era otra cosa que una súplica velada, y que me hizo reaccionar.
— ¿Qué debo hacer entonces, mi general? —dije mirando a Iuliano.
—Encontrarlo.
— ¿Su título? —pregunté por fin, y el cardenal tomó aire antes de pronunciar el venenoso nombre del libro.
—
Necronomicón
.
— ¿Un libro griego? —dije y quedé atrapado en mis pensamientos pues su nombre tañó en mi interior como cuerdas de arpa.
—No —rectificó con autoridad el hermano Darko—. De esa forma fue renombrado por su traductor, el filósofo griego que lo introdujo en Europa. El original no es griego, es árabe... Y ya no existe, la Iglesia lo confiscó y destruyó el año 1231 en Toledo. El ejemplar que buscamos es una traducción italiana, el último de una serie de copias que han sido sistemáticamente localizadas y destruidas.
—Comprendo —respondí con franqueza, pues comenzaba a entender la urgencia de la convocatoria y el elevado rango de las personas que la componían—. La única cuestión que provoca ahora mi curiosidad, y, cómo no, mi preocupación, es el contenido del libro. ¿Qué es lo que en él reclama la atención de mi general y de Su Santidad? —concluí mirando directamente a Clemente VIII.
El Santo Padre mantenía la cabeza baja, sumido en sus pensamientos, con la mirada perdida en su espesa barba blanca. No fue él quien me respondió, sino Iuliano.
—Es un libro satánico —aclaró el Inquisidor General—. Sus páginas encierran el deplorable estigma del pecado... Es leña seca para la llama de la herejía que abrasa a nuestro pueblo.
—El
Necronomicón
habla de los arcanos de los astros. —Darko intervino de nuevo, con la seguridad de un erudito. Detrás del hábito ortodoxo del moldavo se escondía un estudioso insaciable de las esferas celestes; no en vano era conocido en Roma como el Astrólogo—. Según se dice, en este antiguo libro se descifran los secretos ancestrales de las estrellas fijas, un enigma antiguo cuya solución apenas podemos vislumbrar...
—Pero... ¿conocéis el contenido del libro? —tuve que preguntar, pues era lo que parecía desprenderse de las palabras de Darko que, habiéndose dado cuenta de la trampa a la que le había conducido su entusiasmo, dirigió su vista hacia el cardenal, suplicando su ayuda.
—No es el contenido del libro lo que ahora requiere atención —afirmó, categórico, Iuliano—. Lo realmente importante es hacernos con él, y para conseguirlo el primer paso es procurar que el hereje confiese dónde lo ha ocultado.
—Gianmaria es un reo difícil... Costará ablandar su lengua —repliqué, sabiendo muy bien de lo que hablaba, pero el cardenal clavó sobre mí sus poderosos ojos y su voz, dulcificada, intentó contrarrestar la violencia de su mirada y de su proposición.
—Si es necesario, aplicadle tormento. Pero cuidando de que no expire antes de darnos la información que necesitamos. Como bien habéis afirmado, vuestra capacidad como Inquisidor General para ablandar a los reos más duros ha trascendido desde el convento de Génova donde tenéis vuestra sede... y su cárcel. Ésa es la razón de que os hayamos elegido a vos, hermano De Grasso, y no a otro.
Y con esto, el cardenal Iuliano dio por concluida esta parte de la conversación.
Dada la confianza que depositaban en mí y teniendo claro ya cuál era mi cometido, sólo me quedaba por saber cuándo necesitaban esa confesión.
— ¿De cuánto tiempo dispongo?
—No mucho, tan sólo unos días. Después deberéis partir en una nueva comisión —contestó Iuliano, sembrando de nuevo en mí la duda. ¿Había, pues, algo más?
— ¿Otra comisión? ¿De qué naturaleza? —pregunté, extrañado.
El Astrólogo permanecía en silencio, pero sus ojos brillaban, apenas una chispa que parecía un reflejo del fuego que crepitaba en la chimenea del despacho papal. Fue Iuliano el que, de nuevo, respondió a mi pregunta.
—Al día siguiente del auto de fe que estáis preparando, el día 1 de diciembre, partiréis del puerto de Génova a bordo de una nave española. Estaréis fuera de vuestra casa por largo tiempo.
— ¿«Fuera de casa por largo tiempo»? ¿Qué queréis decir? ¿Y el libro?
No comprendía nada: tenía que interrogar al hereje para saber dónde estaba el libro, algo difícil para lo que no se me daba mucho tiempo. Mas mi labor parecía terminar ahí puesto que debía partir inmediatamente de viaje.
Iuliano hizo oídos sordos a mis preguntas, se levantó, se acercó a la escribanía, tomó de allí un objeto y me lo tendió:
—Esto es para vos.
Era un sobre de cuero, atado y sellado con el lacre del Santo Oficio. Nuestro emblema me llenó de orgullo y de cierto temor por la responsabilidad que acababa de aceptar.
—Deberéis viajar al Nuevo Mundo —prosiguió el cardenal—. No se trata de una inspección ordinaria del Santo Oficio, no habrá tiempo para juicios... Sólo tendréis que cumplir exactamente las órdenes que encontraréis en el sobre.
— ¿Cuál será mi destino?
—Un precario asentamiento de franciscanos y jesuitas del Virreinato del Perú, en la gobernación de Paraguay, situado en los esteros del río Paraná, no muy lejos de Asunción.
— ¿Qué habré de hacer allí?
Mis ojos se clavaron en él, expectantes.
—La finalidad de la comisión no os será aún revelada —respondió Iuliano con un tono que no esperaba réplica, pero yo no pude por más de insistir, tal era mi sorpresa ante tanto secreto.
— ¿Pretendéis que viaje hasta Asunción sin conocer la razón?
—La finalidad de la comisión no os será revelada —repitió Iuliano— hasta que podáis abrir el sobre que os acabo de entregar y leer su contenido. Deberéis abrirlo al llegar al convento. Dentro de él encontraréis instrucciones precisas de cómo tenéis que obrar. Es de vital importancia que no lo sepáis ahora; pero no padezcáis, que lo que no conocéis y tanto os preocupa será esclarecido a su tiempo.
Mi confusión, lo insólito de lo que se me pedía, aquel no saber y tener que actuar, unido a la decisión que ya había tomado mi general, el silencio expectante del Astrólogo y el mutismo obcecado del Pontífice habían enrarecido la atmósfera, que parecía latir al ritmo acelerado de mi corazón.
— ¿En verdad me pedís, mi general, que esté dispuesto a hacer un viaje tan largo sin saber exactamente para qué?
Era mi última oportunidad para obtener una respuesta.
—Así ha de ser —concluyó, tajante, el cardenal.
Darko me dirigió una mirada densa. La obediencia debida silenció por un momento mi garganta pero la vehemencia de la rebeldía no tardó mucho en dar paso a la incontinencia verbal.
—No es mi costumbre comenzar las cosas en penumbra —prorrumpí, airado, desde lo más profundo de mi ser—. Ni creo sea tampoco la de la Iglesia colocarme un velo ante los ojos en vez de quitármelo. Soy el Inquisidor General de Liguria, respetado y temido guardián de la ortodoxia, y como tal necesito de vos que señaléis a mis enemigos, mas no la oscuridad.
Mis palabras silbaron como dagas en el aire contra las intrigas de Iuliano. En ese momento, el papa Clemente abandonó su silencio y acariciándose la barba, pensativo, habló con pasión, pero con prudencia. Su rostro curtido era el de un hombre que orillaba las horas de su ocaso.
—Ahora veo que nuestra elección ha sido sabia —comenzó el Santo Padre— y por ello confiamos que desempeñaréis la labor que os ha sido encomendada con el mismo desvelo con que habéis servido ciegamente a nuestra Iglesia desde vuestro convento en Génova. —La voz del Papa pareció apiadarse poco a poco, como la cuerda de un arco gastado—. Entendemos, es lógico y muy humano, que reneguéis de la incertidumbre, pero hoy nuestra llamada así lo requiere. Así lo hemos decidido personalmente y así se hará.
—Sí, Su Santidad —contesté ya sin vacilar, y ante la fidelidad que mostraba mi respuesta, Clemente VIII esbozó una tenue sonrisa para terminar su intervención con una de sus alegorías preferidas.
—Hermano De Grasso... Sabed que la loba romana amamanta a todos sus hijos por igual, y antes de reclamarle su leche, más bien debéis escuchar a los hermanos que os hicieron lugar en sus ubres. Confiad en nosotros, que vuestra incertidumbre no ponga ante vuestros ojos velos que no existen. Pues si así sucede, perderéis la fe, y en la ceguera del alma bien podríais clavar al hombre equivocado. Como fariseo y detractor.
—Sí, Su Santidad —musité, sin atreverme a más.
—Estamos seguros de que sois un buen religioso. Haréis bien vuestro trabajo.
El Pontífice alargó su delicada mano enguantada hacia mí, dando por terminada la reunión. Avancé entonces un pequeño paso, arrodillándome, y besé su anillo de vicario.
—Santo Padre —pronuncié con fervor—, regresaré a San Pedro con los resultados esperados.
—Estamos seguros de ello, hermano De Grasso. Aquí os aguardaremos, elevando nuestras plegarias por vos —dijo el Papa, y alzando su mano ante mi rostro, me bendijo—. Que Dios os acompañe... In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.
El cardenal Iuliano y Darko permanecieron en silencio. No parecían albergar duda alguna sobre la misión. Sin embargo, para mí, se habían multiplicado.
Inevitablemente, un libro y un viaje se estaban cruzando en mi camino.
Salí de los palacios vaticanos por la basílica, sin prisa, hacia una Roma que se mostraba gris e indiferente. El aire gélido otoñal me heló el rostro, obligándome a levantar la capucha del hábito y a refugiar mis puños bajo el albornoz. Así atravesé la plaza de San Pedro por el centro, como acostumbraba, buscando una respuesta a mis innumerables dudas en lo más profundo de mis pensamientos, una respuesta que intentaba alcanzar pisando aquel suelo bautizado, a la par, con sangre y misericordia. Paradójicamente, en esta misma plaza los emperadores divertían a gentiles y plebeyos con matanzas de cristianos. En la arena del circo, ahora cubierta por losas santificadas, el mismísimo Pedro fue uncido con el devastador yugo de la persecución imperial. Los últimos instantes de su vida, su último aliento, sus últimas visiones transcurrieron en aquel lugar que yo pisaba. Una vida teñida de leyenda en cuyo final, justamente en esta plaza, surge el Pedro mártir, cabeza indiscutible de la Iglesia de Cristo en la Tierra.
¿Dudó Pedro, como ya lo hiciera antes, de esa fe que le llevaba a la muerte? ¿O fue esa misma fe la que le ayudó a soportar el tormento y su inevitable desenlace? ¿Da su muerte testimonio de Cristo? ¿Prueba la muerte de Pedro que creyó en lo que vio? Perdido andaba en estos pensamientos cuando mis ojos dieron con el obelisco que adornaba el centro de la plaza. Me detuve y me volví hacia la basílica: ¿Se correspondía aquello con la visión que tuvo Pedro de su Iglesia o seguiría viendo en la plaza el circo de Nerón?
Suspiré. Cierto es que existen cosas de las que nadie debería dudar, pero también lo es que la carne es débil y no hay minuto en la vida de un hombre en el que las preguntas sin respuesta no provoquen vacíos, y en muchas ocasiones, vacíos de fe. Me sentí más humano. Me sentí más humano al comprender una Iglesia conformada por humanos. Y allí había muerto el apóstol, por querer propagar su fe, crucificado boca abajo ante cientos, miles de personas sedientas de dioses paganos. Pedro habrá tenido miedo. Seguro. Habrá sufrido y, mirando al cielo, habrá pensado si, tal vez, todo aquello no era más que una tremenda locura. Mi aliento formaba nubes de vapor y en mis ojos se condensaban, poco a poco, esas lágrimas que, impulsadas por la angustia, brotaban cada vez que atravesaba aquel lugar. Mi pensamiento vomitaba la pregunta que volvía a mí cada vez que pensaba en Pedro al cruzar la plaza del Vaticano: Yo, Ángelo, ¿sería capaz de dar mi vida por Cristo?
Extraviado en mis pensamientos había abandonado la plaza hacia el Tíber. Al día siguiente iría al archivo del Santo Oficio. Necesitaba refrescar la causa de Gianmaria y comprobar que no hubiera allí algo de importancia que no se hubiera transferido a mi convento. Y también quería averiguar algunas cosas sobre el misterioso libro. Pero antes, ansiaba encontrarme con un viejo amigo de juventud al que no veía desde hacía años, el comerciante Tommaso D'Alema. Al saber que tendría que viajar a Roma lo había avisado para que me acogiera en su casa, pues lo prefería a tener que instalarme en cualquier otro lugar.
Ni por asomo adivinaba las consecuencias que tendría aquella visita.
La mesa de Tommaso D'Alema, mi primera noche en su casa después de tanto tiempo, era espléndida. Comida abundante, buen vino y su familia entera compartiendo con nosotros la cena: Libia, su mujer, y Raffaella, su hija. Parecía que el frío de Roma iba a quedarse en un mal recuerdo eclipsado por la acogida de mi viejo amigo. Pero no fue así: la conducta de Tommaso lo impidió. Después de tantos años sin vernos y por la información que le había llegado sobre mí, estaba receloso. Mi estancia en la casa de aquella familia no iba a ser fácil.