Authors: Patricio Sturlese
—No pensaréis que lo dije por vos, ¿verdad? —dijo por fin.
—¿Cuál es ese libro, madame Tourat? ¡Dígamelo! —le pregunté directamente.
—¡Está en mi baúl! ¡Búsquelo, es suyo! —gritó la bruja, desesperada.
—¡El cofre está lleno de libros! Dígame inmediatamente cuál de todos ellos es el que usa para sus conjuros.
—Uno de tapa oscura... Ese... ¡Ése es el que buscáis!
Pedí al verdugo que girara vuelta y media la mariposa de hierro y al instante un grito desgarrado sonó en la sala. La Pera Veneciana estaba destrozando su recto, abriéndolo a más no poder con sus pétalos mecánicos. El abad Lanvaux no resistió la escena y volvió la cabeza.
—¡El
Libro Esmeralda
! —gritó la bruja con todas sus fuerzas.
Miré al notario. Giovanni apuntaba todas las palabras, asentando el nombre misterioso que acabábamos de escuchar, mientras que con la mano izquierda, vendada e inflamada por los azotes recibidos, me indicó que todo era correcto.
—Vayan a por él —ordené mientras pedía que cerraran inmediatamente los pétalos de la Pera Veneciana.
Madame Tourat relajó el semblante nada más aflojar la máquina de tormento y retirarla de su ano.
—Ahora que tenéis lo que buscabais, ¿qué será de mí? —preguntó la bruja.
La miré con asombro y respondí:
—Tengo la leve sospecha de que piensa que esto llegó a su fin, ¿me equivoco? —dije mirándola a los ojos.
—¿Acaso no tenéis lo que queríais? —preguntó la bruja mientras el pavor se apoderaba de sus ojos.
—Creo que ha confundido el fin del dolor con el fin del interrogatorio, madame. Y eso es un error...
La bruja frunció el ceño y me miró con recelo.
—Pero... ¿qué más queréis de mí? Os he dado todo: mis libros, el secreto de mis pócimas... ¿Qué más queréis?
—Quiero una confesión, quiero que afirme que es bruja y culpable de herejía —dije tajante.
—¿Mi confesión? ¿Para qué queréis mi confesión? ¿Acaso no sabe todo el mundo ya que soy una hereje?
—Cierto, mas quiero oírlo de su boca para asentarlo en el libro como mera formalidad —dije intentando engañar a la bruja que sabía bien para qué quería yo su confesión.
—¿Y qué me sucederá si confieso?
—Morirá en la hoguera.
Los ojos de la bruja se abrieron desorbitados, su cara se deformó en una mueca de terror y gritó completamente desencajada:
—¡Os lo he confesado todo! ¡He contestado a todas vuestras preguntas! ¡No podéis hacerme esto!
—¿Y por qué cree que no puedo? —pregunté sin poder evitar una sonrisa triunfal.
—Porque he colaborado... —afirmó ella, cada vez más asustada por mi actitud intransigente.
—Ha colaborado consigo misma, digamos que lo ha hecho por el bien de su conciencia, para que nadie más pudiera caer prisionero de los conjuros de sus libros, ni aprender de ellos. No ha colaborado conmigo, lo ha hecho por su salvación.
—¿Salvación...? ¡Maldito loco! ¡Me queréis matar! ¡Decidme, por el amor de Dios, qué puedo hacer yo para dejar de formar parte de vuestra locura!
—No puedo quemarla si no confiesa.
Madame Tourat se quedó repentinamente muda. Luego preguntó extrañada:
—¿Me estáis sugiriendo que no me declare hereje?
—Así es.
—Entonces no lo haré.
—Sí, madame Tourat. Sí lo hará —dije sonriendo. Después me dirigí al verdugo—: Por favor, tráigame el desgarrador...
El recuerdo del aquelarre, el sometimiento de Giovanni, la locura del muchacho en aquel momento vinieron a mi cabeza ante la afirmación tajante de la bruja; me había soliviantado. El hierro incandescente irradiaba un calor sofocante. Llevaba un buen rato en las brasas. Dentro de la sala todos sintieron la temperatura del metal, el centelleo del hierro al pasar frente a ellos como estandarte de una procesión infernal. Todos imaginaron el dolor; todos menos aquélla que lo sintió con horror en carne propia.
Desabotoné lentamente su camisola, disfrutando del momento, hasta abrirla por completo. Sus pechos brotaron blancos, tentadores, desnudos y expuestos a la mirada de todos los presentes. La miré a los ojos, como un enamorado; luego mi vista recorrió sus pezones. Nada más apoyar el hierro en uno de ellos, un fuerte y desagradable olor a carne quemada invadió la cámara, acompañado por un alarido descomunal. Su pezón, otrora dulce y rosado como flor, desapareció bajo el metal. Bastó aplicar el hierro en su otro seno y su confesión fue tan limpia y clara que la habrían escuchado incluso los campaneros sordos de mi abadía. Giovanni siguió la escena con pavor, asco y tristeza. No podía entender mi actitud. Piedad, pensé en aquel momento, es bueno que la sienta, eso habla de la bondad de su alma. Pero no era solo piedad...
Me acerqué a la bruja y le susurré:
—Nunca subestime a su señor Inquisidor.
De su boca cayó un espeso hilo de baba. No dijo nada. Me miró con unos ojos en los que se traslucía su total destrucción. Estaba rendida, agonizando bajo el pesado brazo de la Iglesia. El mío.
Lo que sucedió después ocurrió tan rápido y fue tan inevitable que marchitó mi victoria y me sumió en el desconsuelo. Esa misma tarde fría de invierno, mi misión tuvo un dramático desenlace, penoso y deshonroso por dondequiera que se lo juzgue.
Escuché los gritos en francés por los pasillos de palacio, su eco se propagó por las galerías y emergió por los patios internos: la bruja había escapado y habían matado al notario. Al asomarme a la puerta, una veintena de monjes pasó corriendo por el pasillo hacia el lugar donde se había cometido el crimen, confirmándome la noticia. Les seguí hasta la alcoba que el abad Lanvaux me había cedido para instalar en ella la cámara del secreto, donde por norma inquisitorial tenían que descansar las pruebas que había confiscado el tribunal. Como sus miembros sólo éramos dos, Giovanni y yo, a él le confié la llave de la cámara. Me abrí paso entre los monjes y encontré a mi discípulo en el suelo, pálido y semidesnudo. A duras penas pude contener el desgarro que sentía en mi corazón y que peleaba por salir transformado en llanto. Un dolor insoportable, no sólo por mi discípulo: también por mí. Un leve gesto de mi mano, que se posó un momento en su rostro frío, fue la única muestra de amor que pude brindarle. Una caricia que era una despedida.
La expresión de Giovanni era evidencia del engaño del que había sido víctima. Abrí su boca y allí estaba su lengua, hinchada y amoratada por el veneno. Junto a su cintura, en el suelo, cuatro o cinco manchas de semen aún fresco me dieron a entender que sus últimos momentos fueron guiados por una mente diabólica, libertina y asesina. Cuando el abad Lanvaux llegó a la habitación, todas mis dudas habían sido resueltas.
—Excelencia, ¡qué horrible suceso! —exclamó el anciano al entrar en la alcoba.
—Lo peor, abad, lo peor...
Vincent Lanvaux observó el cuerpo de Giovanni con ojos turbados y luego se santiguó.
—Lo engañaron —dije—, lo envenenaron y se llevaron nuestro libro.
—¿Quién...? Por el amor de Dios... ¿Quién pudo hacer eso?
—La bruja —contesté con desazón.
—Imposible. Está en la cárcel secreta. ¿Cómo pensáis que pudo hacer tamaña «proeza» y luego volver a su encierro? —dijo el abad, consternado.
—No, abad. No madame Tourat, sino su discípula —afirmé.
El abad continuó mirándome con cara de sorpresa.
—Excelencia, ella también estaba encerrada —añadió el abad—. No es posible que haya violado la seguridad de los barrotes y también la puerta de la cámara del secreto.
—Ella no violó sino la mente de mi notario —respondí apenado—. Fue él quien la liberó del cautiverio, quien le abrió el camino hasta el libro de hechizos. Fue seducido para reincidir en los excesos de la carne, fue hechizado por el peor enemigo del hombre: la tentación lasciva. Giovanni D'Orto sin duda bebió de nuevo de aquella pócima de Montpellier que la discípula, no sé de qué manera, había conservado en su poder. La pócima volvió a excitarle hasta perder el control y someter su voluntad. La joven bruja debió de convencer a mi notario para que la sacase de su encierro y la trajese aquí, donde cumplió con la promesa del coito y terminó su tarea dándole una dosis excesiva de brebaje que acabó con su vida. Después, robó el libro y escapó.
—¿Cómo ha podido huir en pleno día sin que nadie la viera? —preguntó el abad.
—Con el hábito de mi discípulo. Con sus ropas, abad. ¿Quién iba a vigilar a los monjes que entraron y salieron por la puerta principal de palacio a última hora?
El abad me miró. Después, pidió con autoridad a todos los presentes que abandonaran la habitación y cerró la puerta.
—Excelencia —dijo bajando los ojos preocupado—, hemos vuelto al principio.
—Ese libro no irá muy lejos: lo encontraré a él y a su nueva dueña —prometí.
—Espero que así sea, para que no provoque más engaños. Ni muertes.
El abad se volvió en silencio hacia la puerta y me dejó solo en la habitación, junto al pobre Giovanni.
Al atardecer y a las afueras de Aviñón, dimos fuego a las mujeres pecadoras. Madame Tourat parecía resignada a su dramático destino y le alegró saber que su discípula había escapado con el libro de los conjuros. A su lado estaba la niña de la que gozó Giovanni, llorando desconsolada por tener que morir en la hoguera a sus tiernos trece años. Pero el verdugo no vaciló. Cumplió con su tarea y en poco tiempo las llamas rojas purificadoras se alzaron desde la leña para lamer el cuerpo de las condenadas. Yo no solía contemplar las ejecuciones, pero aquella tarde me quedé. Quería ver cómo se abrasaba el rostro de la bruja y saciar la pena que me oprimía el corazón con venganza, y no precisamente con oración. Cuando las llamas comenzaron a hacer mella en su cuerpo, madame Tourat, la bruja de Montpellier, perdición de tantos fieles, se retorció como la víbora que era y lanzó un grito de espantoso dolor al cielo mientras sus piernas se llenaban de vejigas y su rostro se arrugaba. Su piel se acartonaba y cedía rasgándose como el papel. Las llamas trabajaron su vientre, que se rajó liberando las vísceras sobre las llamas. Los gritos de la bruja cesaron y yo volví el rostro. La carne quedó ardiendo en la ya silenciosa pira.
Tanto la madame como su joven discípula terminaron sus días en aquel lugar, sometidas por mí, en la hoguera de mi juicio. Esa misma tarde di cristiana sepultura al cuerpo de Giovanni D'Orto, mi notario, quien no conoció mayor pecado que el de la tentación de la carne. Giovanni, que de no haber sido mi discípulo, tal vez, sólo tal vez, nunca habría encontrado la muerte en la fría campiña del sur de Francia. Este peso me ha acompañado durante muchos años, y ha sido el culpable de innumerables desvelos nocturnos, que me señalan como el culpable de que el alma de Giovanni se marchitara antes de haber florecido.
Aquella discípula que logró escapar de mis manos y que perseguí durante mucho tiempo sin poder darle alcance era Isabella Spaziani, la bruja de Portovenere. También ella había muerto aunque no por mi mano.
Dos fuertes golpes sonaron en la puerta de mi camarote. Era el joven Andreu, que me preguntó si quería asistir a la cena en el comedor de oficiales o si prefería cenar en mi camarote. Ante mi rotunda negativa a salir, el joven catalán regresó sobre sus pasos no sin antes darme una muestra de su espontaneidad.
—Hacéis bien, Excelencia —dijo desde el otro lado de la puerta—. Os haré llegar pues vuestro alimento. ¿Queréis algo más?
—Sí, por favor. Tráeme algo de aguardiente.
—Una botella pequeña, ¿os parece? ¿Será suficiente?
—No, mejor tráeme tres botellas —respondí.
Hubo un breve silencio al otro lado de la puerta.
—Si así lo queréis, Excelencia, así será —dijo Andreu antes de alejarse por el pasillo.
Sólo Dios sabe lo que pensó el joven catalán de mis deseos. ¿Quién no habría creído que tres botellas de aguardiente para acompañar la cena era o el deseo de un loco o, más bien, el de un borracho empedernido que vestía los hábitos de la Inquisición? Sólo Dios sabe lo que pensó Andreu esa noche, pero lo cierto es que el uso que le iba a dar al aguardiente no pasaba por bebérmelo. Mi única intención era hacerme con más líquido para mi baño antipulgas.
Prendí el candelabro para matar la penumbra. Después de aquel día interminable en el río Paraná, las nubes se movían arrastradas por el viento vespertino, abriendo esperanzadores claros que dejaban ver las primeras estrellas. Recosté la espalda en la almohada y me dispuse a aguardar el nuevo día.
Giulio Battista Évola entró en mi camarote con su porte de notario eficiente y metódico y el silencio propio de un monje benedictino permanentemente enclaustrado. Cerró suavemente la puerta a sus espaldas y, quitándose la capucha, esbozó una tímida sonrisa, tan tímida que casi pasó desapercibida. Después habló.
—¿Me mandasteis llamar, Excelencia? —dijo permaneciendo junto a la puerta.
—Así es, ha llegado el momento de seguir con nuestra misión.
—Supongo que se trata de la apertura del último lacre —continuó Évola acercándose al escritorio.
—Cierto. Hoy es el día determinado para abrirlo.
Habíamos llegado a nuestro destino aquel 29 de enero. Un par de días y desembarcaríamos.
El notario tomó asiento al otro lado de la mesa, colocó encima el libro de actas, acercó una vela y observó meticulosamente el bisel de su pluma antes de hundirla en el tintero. Después, musitó:
—Le confieso, Excelencia, que ardía en deseos de que llegara este día.
Observé al napolitano con detenimiento, como lo habría hecho mi maestro Piero conmigo, y sin esperar más, contesté:
—La curiosidad es mala consejera, hermano. No lo olvidéis.
Évola respondió con una sonrisa desabrida y fría. Cual hiena antes de atacar. Puede que su escaso sentido del humor procediera de su vida de eremita, dentro del claustro, con sus sentimientos totalmente cauterizados. ¡Qué diferentes todos los que formamos nuestra Santa Iglesia! Como él y yo, educados casi bajo el mismo techo y en la misma doctrina. Pero tan diferentes en la vida. El carácter define y ha definido siempre las funciones de cada hombre en esta Gran Casa de Dios, y las de Évola, sin duda, se adaptaban perfectamente al suyo: el de un mastín, el de un perro guardián que poco sabía de docilidad y amabilidad en la vida, y sí mucho de celo y protección. Algo que el Vaticano necesitaba en su día a día.