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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (31 page)

Esa misma mañana senté a Giovanni sobre la cama para explicarle los problemas que tendríamos en esta ocasión al no poder aplicar la rutina a la que estábamos acostumbrados, pues nadie estaría a nuestro servicio. En lugar de presentarnos al obispo para darle a conocer nuestra visita y lo que habíamos venido a hacer para que él nos facilitara desde el alojamiento hasta la más mínima de nuestras exigencias, estábamos allí, a merced de nuestro ingenio. Buscar un obispo católico entre hugonotes sólo conseguiría que nos despellejaran como a liebres. Por la misma razón, tampoco se podía anunciar nuestra llegada, algo que siempre nos proporcionaba los delatores necesarios para detener a los acusados. En aquella ciudad la Inquisición no era bien recibida. Giovanni escuchaba dócil como un cordero, palideciendo ante mis palabras y llenándose, poco a poco, de temor. No era extraño, pues era joven e inexperto.

—Maestro Angelo... Entonces, ¿dónde vamos a instalar la audiencia?

Miré al notario casi con ternura.

—Giovanni, ¿estás loco? ¿Crees que haremos una audiencia en Montpellier? ¿No he sido lo suficientemente claro? No habrá audiencia, no tenemos parroquias, ni iglesias. Permaneceremos escondidos mientras podamos.

—¿Y cómo daremos con las brujas? —inquirió el ingenuo notario.

—¡Piensa, Giovanni! ¡Piensa! —le dije reprimiendo mis ganas de sacudirle por los hombros hasta que su cabeza diera signos de despertar.

—No lo sé... —respondió encogiéndose de hombros.

—No es posible obtener ayuda de la gente ni podemos atraer a las brujas por la fuerza, ¿no?

—Sí, maestro.

—Entonces, si ellas no vienen a nosotros, nosotros...

Me interrumpí mirando al notario para que él terminara la frase.

—¿Nosotros iremos a ellas? —terminó Giovanni mi frase no sin esfuerzo.

—¡Correcto, Giovanni! Nosotros iremos a ellas.

—¿Iremos nosotros mismos a cazar a esas brujas? ¿Sin ayuda...? —preguntó, aterrorizado.

—Así es. Pero no te preocupes, que no iremos en procesión, anunciando nuestra llegada.

—Contadme, maestro. Entonces, ¿qué tenéis en mente?

—Nos esconderemos. Fingiremos necesitar de sus servicios, y luego, cuando nos hayamos acercado lo suficiente..., ¡serán nuestras!

—¿Serán nuestras? ¿Cómo pensáis hacer realidad esa afirmación? —replicó el muchacho, evidentemente mucho más realista que yo.

Medité un breve instante, mas, la verdad, no tenía mucho que añadir.

—No lo sé, Giovanni. Dios dirá —concluí.

No hay manual que diga cómo ha de atrapar un inquisidor a su hereje, por lo tanto, en materia de fe y doctrina, todo está permitido. Incluso simular ser hereje, sólo para llegar a la raíz de los males. Ésa fue la primera y gran lección que aprendió mi joven discípulo. Y fue, sin duda, el veneno que causó su muerte.

—¡Ten cuidado con el diablo! —le dije aquella noche antes de salir.

—Sí, maestro. Lo tendré —respondió Giovanni.

—Vamos a presenciar un aquelarre y a enfrentarnos al diablo en persona. Acuérdate de que el demonio después de ser vencido regresará con siete demonios más; estos últimos son peores y más repugnantes que el primero. ¿Entiendes, Giovanni?

—Sí, maestro —repitió convencido.

Después de dos semanas habíamos conseguido localizar a la bruja y ganar la suficiente confianza de su círculo para ser invitados a una de sus sesiones. Nos habían convocado en una mansión del centro de Montpellier y la auspiciante de la ceremonia prohibida sería, por fortuna, la mismísima madame Tourat.

—¿Quién será tu guía, Giovanni? —le pregunté al muchacho, tal y como había hecho conmigo el padre Piero.

—¡Jesucristo Nuestro Señor, maestro! —respondió con el brillo de la pasión en los ojos.

—¿Quién te protegerá de las tentaciones del maligno, Giovanni?

—¡Mi ángel de la guarda, maestro!

—¿Y quién es tu ángel de la guarda, Giovanni?

—¡El arcángel Miguel, quien derrotó al demonio con la espada, maestro!

—¿Con qué espada perece el demonio, Giovanni? —seguí con aquel interrogatorio que a mí me llenaba de valor cuando era tan joven como él.

—¡Con la espada de la Iglesia, maestro!

—Recuerda: tú viste el escudo de la Fe, el yelmo de la Salvación y la espada del Espíritu Santo. Ante ti toda maldad se desvanecerá y Cristo la pondrá ante tus pies, al igual que a tus enemigos. ¿Entendido? ¿Has entendido?

—¡Sí, maestro!

—Bien. Es suficiente. Toma tus cosas. Nos vamos a cazar demonios.

Esa misma noche, tras ser recibidos y presentados como dos comerciantes genoveses en busca de pócimas mágicas para el éxtasis y la satisfacción corporal, algo que toda bruja tiene entre sus hechizos, nos condujeron directamente al tercer piso, donde gran cantidad de personas aguardaban sentadas. Pagué por adelantado una suma de quince ducados por mi pócima, que era, además, la mejor prueba de herejía que habría podido imaginar.

—No te separes de mí —susurré al oído de Giovanni nada más vernos inmersos en el grupo que esperaba el inicio del aquelarre.

El notario sonrió. Justo a medianoche, y a media luz, pues casi todas las lámparas habían sido apagadas, la Gran Bruja entró en aquel salón. Era madame Tourat, la Bruja de Montpellier. Llevaba un vestido largo y negro, digno de una aristócrata y, a pesar de sus más de cuarenta años, su generoso escote mostraba gran parte de sus blancos y carnosos senos. Sobre ellos colgaba un medallón con el símbolo que la identificaba: el pentagrama. A continuación, Giovanni y yo presenciamos y vivimos un acto sin igual, un rito inolvidable y tan tentador como aterrador.

El mismo adorno satánico que la bruja lucía en su cuello se hallaba dibujado en el suelo, con harina, justo en el centro del salón: una estrella de cinco puntas inscrita en una circunferencia sobre la que se habían colocado cinco velas rojas, una en cada punta de la estrella. Una muchacha semidesnuda había seguido a la Gran Bruja en su entrada. La joven se colocó sobre el pentagrama, los brazos en cruz y las piernas abiertas sobre las dos puntas inferiores de la estrella. Madame Tourat ordenó a una de sus ayudantes que decapitara un gallo negro y regara el cuerpo de la muchacha con la sangre que salía a borbotones del cuello del animal. Luego habló:

—Hemos dado comienzo al aquelarre, henos aquí nosotras, las brujas y servidoras del príncipe de las Tinieblas, del hermoso y seductor, del mentiroso y terrenal. Henos aquí nosotras, ante ustedes, entregadas a sus apetencias y necesidades, a sus ruegos y deseos.

Había otros siete varones entre los presentes que escuchaban maravillados las palabras de la bruja mientras la sangre copiosa del gallo pegaba la escasa ropa de la muchacha a su cuerpo, dejando traslucir sus formas. Madame Tourat volvió a entonar con su voz lasciva.

—Créanme si afirmo que sus problemas tienen solución. Créanme si digo que las plegarias del hombre son atendidas en la tierra y no en el cielo. Créanme si afirmo que los deseos de la carne sólo tienen consuelo en el reino de la carne y no en el reino del espíritu. Pidamos entonces que el rey de los reinos de la tierra nos unja, nos dé algo de su poder y permita que nos regocijemos en los beneficios de su gracia. Demos culto a quien nos otorgará lo que buscamos, invoquemos a quien dará rápida respuesta a nuestras demandas. Llamemos entonces al rey, llamemos entonces a Lucifer.

La madame entró en el pentagrama y, mientras encendía una a una las cinco velas de los extremos, recitó con voz encendida:

—Hazte presente, Lucifer, ven a tus brujas, ven a tus siervas. Hazte presente, Lucifer, toma nuestros cuerpos en sacrificio sobre este altar de carne y hueso. ¡Consagra este aquelarre con tu presencia y oscurece la noche para nuestro vuelo! Hazme poderosa en mis hechizos, ¡y llena mi boca de tu boca y mi deseo de tu poder!

Cuando acabó de encender la última vela, sonrió para sí y masculló un conjuro en latín vulgar, mal entonado y lleno de errores, pero sólo para mis oídos, pues el resto lo escuchó como sentencia sublime de una sabiduría infinita. El conjuro venía a decir: «Verdadero, sin falsedad, cierto y muy cierto: lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para realizar el milagro de la Cosa Única. Y así como todas las cosas provinieron del Uno, por mediación del Uno, así todas las cosas nacieron de esta única cosa, por adaptación. Su padre es el Sol; su madre, la Luna; el Viento lo llevó en su vientre, la Tierra fue su nodriza». Esas palabras quedaron grabadas a fuego en mis oídos pues intuí que no eran más que una pequeña muestra de los conjuros que se encontraban en el libro que ella poseía.

—Señores... Lucifer ya está entre nosotros —afirmó la bruja tras recorrer lentamente con su mirada maligna a todos los presentes y dando así por concluido el preámbulo del aquelarre.

Giovanni me dirigió una mirada rápida y alarmada; al parecer, mi compañero estaba espantado hasta la médula. La madame continuó:

—Nuestra reunión de hoy tiene un único objeto: la búsqueda mágica del placer. Así lo pidieron todos ustedes. ¿O no?

La mayor parte de los presentes sonrió y asintió con la cabeza, en silencio y temerosos.

—Bien, entonces prepárense para recibir lo que han venido a buscar...

Su discípula más aventajada, tanto en edad como en curvas, le acercó un cuenco opaco del que salía un almirez de madera, herramienta del alquimista. La discípula se acuclilló y esperó las palabras de su maestra.

—Aquí está el secreto que ustedes buscan, la pócima del encanto, el brebaje del deseo. Pero no piensen que se lo daré a probar, como si fuera una mercancía. Ése no es el sentido de un aquelarre, ésta no es una reunión comercial, sino un encuentro del Maligno, del Señor de los Reinos de la Tierra, de Lucifer, con todas nosotras —dijo y terminó señalando a sus cinco discípulas.

Cuanto más escuchaba, más se abrían los ojos de Giovanni con una mezcla de espanto y admiración. Quizá por eso madame Tourat lo señaló entre todos los presentes.

—Tú. Acércate.

Giovanni palideció.

—¿Yo? —preguntó con una voz que no quería abandonar su garganta.

—Sí. Tú —asintió la bruja.

El joven me miró. No sabía qué hacer. Desde luego, no habíamos pensado en la posibilidad de tener que participar activamente en el aquelarre, pero el infortunio y la fatalidad del destino habían tomado su decisión. Tras darle una sutil aprobación con la mirada, Giovanni se acercó al centro del pentagrama, hacia los tentáculos de madame Tourat.

—Tú eres genovés, ¿verdad? —le preguntó cuando le tuvo a su lado.

—Sí... —respondió el joven en un susurro.

—Has venido por la poción del deseo, ¿cierto?

—Sí —contestó de nuevo el joven, que no era capaz de articular nada que no fuera un monosílabo.

—Vas a probar la pócima para que el resto pueda comprobar sus efectos. Miren lo que sucede. Vean...

Y con estas palabras, la primera entre las discípulas caminó de rodillas hasta los pies de Giovanni y, con delicadeza, le bajó los pantalones. Tomó su verga y se la metió en la boca. La muchacha trabajó el miembro del notario con la dedicación de una prostituta sin conseguir ninguna reacción, pues el muchacho estaba sobrecogido, era incapaz de relajarse y dejar que su virilidad se mostrara.

—¿Lo ven? —dijo madame Tourat—. Es natural que no consiga la excitación necesaria, es casi imposible entregarse al deseo de esta forma, es difícil gozar cuando los sentidos nos traicionan, aun siendo el rey de los sementales.

La muchacha había desistido de seguir con la felación, de la que sólo quedaba un hilo de saliva fresca sobre la verga de Giovanni. Éste escuchaba a la Gran Bruja, con la mirada perdida, avergonzado. Había sido el elegido para satisfacer a los presentes pero no, desde luego, para satisfacción propia. En ese momento, madame Tourat le dio a beber el líquido del mortero en medida, a mi parecer, bastante generosa. Un murmullo recorrió el salón: todos deseaban ver qué les depararía el brebaje de la Gran Bruja. Sus efectos no se hicieron esperar mucho: el joven notario comenzó a decir insensateces, alucinado, y se comportó de manera irreconocible. Lo primero que hizo fue agarrar a la muchacha por las orejas y obligarla a continuar con la felación. Pero no todo quedó ahí...

Convertido de repente en una bestia sin control, Giovanni apartó bruscamente a la discípula y se dirigió hacia la muchacha que, ensangrentada, permanecía aún tumbada sobre el pentagrama. Le arrancó bruscamente la ropa y la manoseó con lujuria hasta encontrar su vulva tierna, de adolescente. Los presentes estaban sorprendidos gratamente por el espectáculo, y excitados. Yo deseaba que se abriera la tierra bajo mis pies y me llevara directo al Infierno. Si Giovanni estaba pasando por tamaña blasfemia, era por mi culpa. De eso estaba seguro.

—¡Miren! Observen el fuego que ha salido del interior de este muchacho. Admiren las maravillas que nos regala el diablo desde su reino —exclamó madame Tourat, más exaltada aún que los demás por el obsceno espectáculo.

Giovanni parecía al borde del paroxismo mientras penetraba a la niña embadurnada en sangre y ausente, y la discípula aventajada se unía a la orgía participando cuanto podía. Alrededor de los tres jóvenes, madame Tourat y la otras discípulas formaban un círculo pendiente de cada gesto de Giovanni. Y cuando vieron claro en su rostro que estaba a punto de derramarse, fue madame Tourat la primera en arrodillarse y arrancar la verga del joven del interior de la niña para introducirla en su boca y recibir los latigazos del semen. Giovanni cayó rendido al suelo, aunque las discípulas persistían en seguir mientras madame Tourat tragaba el semen con placer.

Este no fue más que el inicio de una orgía descomunal, la que se produjo cuando el resto de los presentes probó el brebaje. Fue realmente una ofrenda al diablo, a su abominable existencia que, aunque invisible, bien se veía en el comportamiento que producía en sus vasallos. Esa noche aborrecí a los herejes como a la misma peste, alimenté una fobia sin igual hacia las mujeres, aquellos cuerpos repugnantes, lascivos, que eran capaces de hacerte olvidar tu naturaleza humana y convertirte en una más entre todas las bestias de la Creación. Deseé vivir mucho tiempo y con salud con el único propósito de borrar a aquellos miserables parásitos de la tierra, conduciéndolos al único lugar donde estarían a gusto: la hoguera.

Madame Tourat se excitaba al bañar sus pechos con el semen de sus invitados. No perdía la ocasión de ofrecérselos a cualquiera de los presentes que estuviera a punto de eyacular. Cuando la fiesta hubo terminado, con todos los asistentes medio dormidos sobre sillones y suelos, la Gran Bruja se me acercó.

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