Authors: Patricio Sturlese
—¿Cómo crees que se siente ahora, sin saber nada de ti? —pregunté preocupado.
—Le dejé una nota antes de salir de casa. Estoy segura de que sabrá entenderla.
—¿Qué decía esa nota?
—La verdad. Le dije que venía a visitarte y que regresaría en un par de días.
—¿Y no crees que estará preocupado?
—Seguro, porque me ama. Mas confía en mí.
Sus palabras me hicieron recordar a Tommaso y sentir un profundo remordimiento por la amistad que estaba a punto de traicionar. Porque él también confiaba en mí... Ya no había marcha atrás. Oculté como pude estos pensamientos a los ojos de Raffaella.
—De todas formas, el mensajero que envié para tranquilizarlo ya debe de haber llegado a Roma. Creo que ahora tu padre descansará tranquilo después de un buen susto. —Bajé la mirada hacia el vestido—. En verdad su elección fue adecuada, pareces mayor.
—¿Ahora me ves como una señorita? ¡Un buen vestido puede hacer milagros! —bromeó Raffaella.
—Nunca he dejado de verte como tal desde mi última visita a tu casa, aunque años antes sólo habías sido para mí una dulce niña.
—¿Qué es lo que me hace mayor en este vestido? —preguntó Raffaella, coqueteando y poniéndose de pie.
No pude evitar dirigir mis ojos hacia sus pechos, que parecían más turgentes, más hechos que en mi visita a Roma.
—¿Tienes puesto un corsé? —pregunté sonrojándome.
—Sí —respondió con una sonrisa cómplice.
—Puede entonces que sea eso...
—El corsé no es el responsable de la forma de mis senos, eso es herencia de mi madre —replicó Raffaella orgullosa de los atributos de su feminidad.
Aquella conversación me turbaba. Intenté pensar en la larga retahíla de santos que alberga el santoral, conté hasta diez en latín y regresé al cero en griego. Me fue imposible calmarme e ignorar la presencia de aquella joven, la hermosura de su cuerpo.
—Entonces, ¿por qué usas corsé? —pregunté por preguntar, pues mis sentidos trastabillaban por otros senderos.
La joven me miró sorprendida por mi burda intervención, aunque respondió con la naturalidad que habría empleado con sus amigas más íntimas.
—El corsé adelgaza mi cintura a la vez que levanta y junta mis senos. —Raffaella miró su busto antes de seguir—. Te confieso que no lo ajusto demasiado, pues me incomoda. Más bien lo uso por formalidad, aunque si no lo usase no perdería ni la línea de la cintura ni la posición de mi pecho... A veces siento que mi cuerpo ha entrado en ebullición. Debe de ser algo normal a mi edad...
—Sea como fuere, estás igual de hermosa y sigues pareciendo toda una mujer, incluso con el hábito —dije recordando el disfraz que había tenido que llevar durante todo el día.
Raffaella levantó sus tiernos ojos hacia mí.
—¿Qué es lo que podría hacerme hermosa dentro de un hábito?
—Saber que debajo de esa ropa estás tú. Aunque no se vea tu cuerpo ni se trasluzca en la tela, saber que descansa escondido es muy tentador. No tiene relación con la estética, sino con el conocimiento.
—Un juego mental —juzgó ella.
—Sí, un extraño juego.
—¿Y pensaste algo de eso esta mañana?
—Confieso que sí —dije con total sinceridad.
—¿Y eso es bueno?
—La respuesta a esa pregunta es que estás aquí y no en un carruaje camino de casa.
Ella entendió perfectamente mis palabras y, apartando la mesa de los dulces, se acercó a mí y besó suavemente mis labios. Fue una experiencia irrepetible, que se alojó directamente en mi corazón.
—Puede que estemos yendo demasiado lejos —dije en voz baja y sin poder ocultar mi excitación—. Puede que estemos arriesgando peligrosamente nuestras vidas... Creo que es el momento de decirte, Raffaella, que el primero de diciembre parto en un largo viaje cuyos motivos no te puedo explicar pues son altamente confidenciales. Lo único sensato es que te alejes de mí...
Raffaella no contestó, ella también estaba algo nerviosa, pero se levantó y me dio una muestra más de su espontaneidad y de su amor. Se acercó al armario para coger uno de los pesados hábitos de dominico y, en silencio, se lo puso encima de la cabeza para poder quitarse el vestido y el corsé sin mostrar su cuerpo. Y cuando ambos estuvieron en el suelo y el hábito encajado sobre sus hombros, se acercó y tomó de nuevo asiento. Confundido, bajé la vista hacia el suelo, me atusé los cabellos sin saber qué hacer con mis manos y luego acaricié levemente una de sus rodillas por encima del hábito. Ella apartó la tela y tomó mi mano para que sintiera directamente el tacto de su piel.
—Puedes explorar lo que quieras... No hace falta que sigas imaginando mi cuerpo debajo del hábito... —susurró la joven.
—Raffaella, tú eres casi una niña, inmaculada —dije con delicadeza—. Si seguimos por este camino, ¿cómo crees que terminará la noche?
Me preocupaba que, inexperta, la joven no supiera adonde me estaba llevando.
—Terminará como queramos —respondió muy segura de sí—. Sé lo que sucede entre un hombre y una mujer. He visto juntos a mis padres, y más de una vez. Sé de lo que hablo.
La respuesta me asustó en un principio, aunque luego no me extrañó, pues aquella manera atrevida de resolver sus dudas estaba de acuerdo con su carácter.
—Has mirado... Nunca probado —afirmé con prudencia.
—He de reconocer que, en un principio, me produjo repugnancia, pero después de verlo varias veces no podía dejar de imaginar qué sucedía en aquella especie de lucha consentida para que mi madre gimiera como un gato...
—Los adultos no siempre somos buenos maestros... —continué.
Ella me miró y tan segura de sí como se había mostrado hacía un momento, continuó ofreciéndose.
—Siempre hay una primera vez... Y aquí estoy, vestida para ti con el hábito dominico, esperando resolver contigo mi deseo de saber...
—Estamos al borde del sacrilegio... —balbuceé, intentando por última vez traer la conciencia a aquella habitación.
—No quiero convertirme en sacrílega ni que tú lo seas. Me puse el hábito porque era parte de tu fantasía, porque sólo quiero ser lo que tú desees que sea. Lo que tú necesites.
Con mi mano derecha solté el rodete y acomodé los cabellos sobre sus hombros. Las velas de los candelabros dieron la luz justa para que su pelo castaño reluciera en la oscuridad y provocara un excitante contraste sobre el hábito negro que llevaba puesto. Tomé su cabeza con ambas manos y la besé con insistencia. Sus labios encendieron rápidamente la llama de mi cuerpo, me hicieron olvidar mis principios y entregarme totalmente a la emoción nueva que me esperaba sobre la cama.
Su lengua se paseó por mis labios y su cuerpo tibio sirvió de alimento a mis desatados deseos. La recosté en la cama, y mientras la besaba, mis manos recorrieron lentamente su cuerpo por encima de la tela, haciendo realidad la fantasía que había tenido por la mañana. Mis manos subieron por sus piernas, acariciaron levemente su pubis y se detuvieron en el pecho para sentir cómo se endurecían sus pezones. Raffaella estaba experimentando una sensación nueva y placentera, sus ojos permanecían entreabiertos y extraviados en el techo, y su boca dejaba escapar suaves gemidos. Estaba tan excitada como yo. No quise controlarme aunque en mi fuero interno sabía que tenía fuerzas suficientes para hacerlo. Dejé que nuestros cuerpos sintieran, dejé que ella se adueñase de mi alma, ya de por sí postrada de rodillas ante su encanto.
Le quité el hábito para admirar su cuerpo desnudo. Ella estaba serena, como si un gran maestro de la pintura la estuviera admirando, calibrando sus proporciones para hacerle un retrato eterno. Unimos nuestros cuerpos con desenfreno, liberando nuestra imaginación de ataduras. Ella se sentó sobre mi sexo, sus piernas apretaron mis caderas mientras sus pechos descendían lentamente hacia mi boca. Saboreé su cuerpo y respiré su aliento mientras mis manos acariciaban sus pezones rosados sintiendo allí también el movimiento rítmico que ella había comenzado. Entre gemidos, Raffaella se movía suavemente sobre mí mientras acariciaba mi cara y mi torso con sus pechos, mucho más turgentes que los que había imaginado bajo sus ropas. Tomé sus caderas con ambas manos y la acompañé en su balanceo. Nuestras miradas se cruzaron, atrapadas en aquella escena hipnótica, transparente y fresca, agitada y placentera. Y en ese momento supe que el amor carnal era una sabia creación de Dios y no una aberración del demonio.
El coito llegó a su final. Sujetando su cabello con firmeza y aún hechizado por la caricia continua de sus pezones, eyaculé con un gran goce interno. Una sensación completamente extraña para mí. Sus piernas largas y delgadas parecieron temblar, su aliento tembló, sus ojos pardos lo confesaban: estaba sintiendo lo mismo que yo.
Hubo dos ocasiones en mi vida en las que tuve el regocijo de permanecer acostado y jactarme de haber sentido sensaciones dignas de una gracia superior. La primera fue el día de mi ordenación como dominico, tumbado boca abajo en el suelo de la Iglesia. Allí sentí una íntima alianza con el Señor. Y la segunda, aquella noche, tumbado boca arriba y abrazado a la joven mujer que en el coito supo entregarme toda su dulzura y llenar un vacío en mi corazón que no habían sabido colmar los dogmas y sí aquella necesaria creación del Señor.
Raffaella cayó rendida de cansancio sobre mi pecho. En su rostro se dibujaba una hermosa sonrisa. Era feliz. Como yo lo era.
Me habría gustado tenerla allí hasta mi partida, pero ¿qué vida habría sido para ella, siempre encerrada? Eso sin contar con los rumores que tanto preocupaban al vicario y los preparativos del auto de fe, que me mantendrían muy ocupado. Como ella insistió en quedarse para poder despedirme, le pedí a Rivara que le buscara un alojamiento discreto, donde yo intentaría visitarla en los pocos momentos libres que pudiera tener, y le hice prometer que no se movería de allí. Aquella joven no dejaba de sorprenderme, pues la entereza que demostró me llegó al corazón. Mas todo iba a complicarse aún más... Nuestro próximo encuentro no se produciría hasta el día de mi partida.
En pocos días, todo en mi vida había cambiado y yo no parecía tener ninguna potestad para gobernar mi destino, encaminado, con determinación, a yo no sabía qué lugar incierto y oscuro, sobrecogedor. La convulsión de mis sentimientos luchaba en mi ánimo con la preocupación de la magnitud que cobraba la misión que me había sido encomendada y las incertidumbres que la rodeaban. Los emisarios enviados el día 26 a buscar el Necronomicón no habían dado señales de vida y esto también me preocupaba. Sólo una persona podía ayudarme en mi desasosiego, y a él acudí el día anterior al auto de fe.
Siempre estuvo en mis planes visitar la vieja abadía, capuchina de San Fruttuoso antes de abandonar Génova, lo curioso fue que a pesar de responder a un deseo habitual de reencontrarme con mis mentores, esta vez la visita era más necesaria que ritual. Tommaso recordaba tan bien la abadía porque era un lugar único, en el que la mano del hombre había conseguido imitar la perfección de la naturaleza hasta tal punto que el edificio parecía colocado allí desde el principio de los tiempos, como parte inseparable del paisaje de aquella ensenada recóndita situada cerca de Portofino, refugio de pescadores y piratas hasta la construcción del monasterio en los siglos X y XI. El edificio en el que yo crecí había sido totalmente reconstruido en la primera mitad de nuestro siglo por el almirante Andrea Doria, que, además de levantar una torre vigía para protegerlo de los corsarios, había instalado su panteón familiar en una capilla del claustro inferior.
Con regocijo y sorpresa, los superiores de esta casa de formación me dieron la bienvenida y rápidamente me condujeron hacia la iglesia. Desde la temprana edad de trece años y hasta los dieciocho, bajo la paternal tutela del padre Piero Del Grande fui formado para postular los sagrados votos del sacerdocio. Habría sido un buen capuchino, de eso no tengo duda, y cerca estuve. Ese era mi deseo, pero por una decisión que sólo mi maestro conocía, mi destino cambió: fui a parar a un convento dominico para completar mis estudios y ordenarme.
La carrera eclesiástica era la única salida posible para mí. La universidad me estaba vedada; mi familia no tenía dinero suficiente para costear mis estudios, ni la alcurnia necesaria para que pudiera mantenerme en ellos. Yo era hijo de Doménico De Grasso, el herrero, el hombre del fuelle y el yunque, pobre aldeano que casi no podía juntar las monedas necesarias para saciar nuestros estómagos y pagar los impuestos. Poco podía hacer él por mis ansias de estudio, monopolio de los hijos de los poderosos. Los demás, simplemente, éramos abandonados a la dureza de los campos y a la ignorancia. La educación superior pasaba ante mis ojos, escapándose poco a poco de mi alcance. Sin embargo, mi vida no transcurrió por donde cabía esperar, pues aunque la suerte estuvo de mi lado, fue la perseverancia la que me condujo a donde estoy ahora. De migajas sólo viven aquellos que nunca anhelaron comer en plato, o aquellos que por viejos ya no pueden esforzarse.
Cumplidos los dieciocho, el primer domingo de agosto de 1580, el padre Piero me llamó para darme una noticia magnífica: debía abandonar el monasterio para irme a Pisa, donde me aguardaba un convento dominico y el tan deseado asiento en la universidad. Mi maestro había recurrido a todas sus influencias —incluso aquellas a quien no se desea molestar— sólo para que un genovés pobre como yo accediese a una lustrosa mesa de estudio en la prestigiosa Universidad de Pisa, en la cual se habían formado algunas de las familias más poderosas de Italia, como los Sforza, los Doria, los Médicis o los Borgia. Una vez allí me dediqué por entero a mi doctorado en teología y filosofía, me gradué en cuatro años y, al mismo tiempo, me convertí en sacerdote bajo la orden de Santo Domingo de Guzmán. Pasé a ser un dominico más de esa gran hueste de hermanos conocidos en el mundo como «los predicadores». Con veintidós años regresé a Génova, y con el permiso de mi orden volví con los capuchinos como profesor, situándome de nuevo cerca de aquél que había logrado hacer realidad todos mis sueños de progreso: mi buen maestro Piero Del Grande.
En estos recuerdos estaba cuando llegué a la iglesia, donde mi maestro, gran reliquia viviente de la abadía, mostraba sus todavía combativas convicciones a un grupo de jóvenes. Su figura menuda, envuelta en el basto hábito marrón sujeto por áspera cuerda, aureolada de cabellos totalmente blancos, con aquel rostro traspasado de bondad y sabiduría, irradiaba vehemencia. Yo no quería interrumpirle, pero los frailes insistieron y abrieron las puertas para acompañarme a un asiento de la última fila de bancos, desde donde escuché en silencio el sermón de mi viejo gran maestro. Hablaba frente a una treintena de frailes menores y novicios, que lo escuchaban arrobados por el calor de su discurso, más parecido a la advertencia de un viejo miliciano que a una homilía.