Authors: Patricio Sturlese
—¿Por qué decís eso? —pregunté avergonzado, como si volviera a ser aquel niño que Piero educó, sobrecogido ante el adulto que parece saber todas las travesuras que ha cometido alejado de su mirada.
—Porque llevar a alguien a la hoguera es lo mismo que prenderle fuego con tus propias manos. Porque quemando a la gente llevas los pecados más allá de la reparación. Y eso bien lo sabes.
—Hay algunos pecados que son irreparables —corregí.
—Seguro... Pero si quieres quemar a todos los pecadores empieza por el Vaticano: allí son todos irreparables.
Sólo él, mi maestro, podía hacer una afirmación tal delante de mí, amparado por el cariño que le tenía y mi respeto por su bondad y su sólida fe.
Piero había vivido más años de los que cualquier hombre soñaría, y con ellos no sólo había acumulado cabellos blancos y arrugas, sino mucha sabiduría y una lectura de la realidad que hacían de él un observador preclaro. Su amor hacia la Iglesia católica era tan grande y profundo que su celo le llevaba a criticar como lo haría un verdadero protestante.
—Os recuerdo que fuisteis vos quien hizo de mí un dominico —le reproché.
—Sí, mas no un verdugo —contestó.
Haciendo un esfuerzo, abandoné mis preocupaciones presentes para abordar aquello que durante tantos años me había atormentado... Aquello que todavía entonces me atormentaba:
—Nunca entendí por qué decidisteis que abandonara la orden, podría haber sido un excelente capuchino... Igual que vos.
Me miró con una expresión que ocultaba algo, pero silenció su lengua tal y como había hecho hasta la fecha. Y yo no insistí en continuar por ese camino, fingiendo una falta de interés completamente ajena a lo que sentía de verdad.
—Bien, dejemos eso para otro momento. ¿Cuál es ese problema que te ha traído hasta mí? —continuó mi maestro.
—Es sobre unos libros.
Pareció extrañarse al oírme hablar de libros y, antes de seguir preguntando, se pasó la mano varias veces por la barba.
—¿Libros? ¿Cuáles pueden preocupar seriamente a un inquisidor?
—El Necronomicón. Y el
Codex Esmeralda
.
Para mi sorpresa, el anciano parecía estar esperando esa respuesta. Aunque no la deseaba y procuró que su rostro no trasluciera su agitación interior.
—¿Los conocéis? —pregunté.
—¿Te has topado con ellos?
—No, no exactamente. He leído sobre ellos, he escuchado hablar de ellos tanto a herejes como a miembros de la curia. Y tuve uno a mi alcance hace ya muchos años, sin que en ningún momento llegara a saber cuál era su verdadero valor. Por vuestra pregunta deduzco que sabéis de qué os hablo.
—Conozco bien esa literatura, aunque no sé si puedo ayudarte. ¿Cuál es el problema?
—Maestro, estoy convencido... No: sé a ciencia cierta que una sociedad de brujos y demonólatras está haciendo lo imposible por juntarlos. Os ruego que esto no salga de aquí.
—¿Y por qué estás tan seguro?
—Entramos en la guarida de una bruja y hallamos pruebas que demostraban que ella había poseído el libro llamado
Codex Esmeralda
y que tenía planes para unirlo con el Necronomicón, según mis informaciones el libro más prohibido, buscado, satánico y oscuro de todos los tiempos.
Miré por un segundo las lápidas del cementerio y luego volví a mirarle:
—Tengo encerrado a un hereje en mi abadía, un reo condenado a la hoguera que ha afirmado haber poseído el Necronomicón y confesó tenerlo oculto aquí, en Italia, en una iglesia abandonada en el ducado de Ferrara. En la guarida de la bruja encontramos un pergamino que contenía el nombre de este mismo recluso. Y había algo más en esa carta. La bruja hablaba de un Gran Maestro que se escondía «con silencio de monje y pies de chivo»...
El capuchino permaneció ausente un buen rato. Su rostro reflejaba su concentración, el bullir de su mente alarmada. Y luego murmuró:
—La Inquisición te ha enviado tras los libros...
—No exactamente. Mi general me pidió que sonsacara al hereje sobre el paradero del Necronomicón, y nada más. Ésa era toda mi labor. Con el
Codex
me topé por casualidad.
—No quieras saber más —musitó Piero Del Grande, mirándome con ojos suplicantes.
—¿Por qué?
—Porque conozco muy bien las espinas que bordean esos senderos.
—¿Qué sabéis de los libros, maestro? ¡Decídmelo, por el amor de Dios! —exclamé buscando esa respuesta directa qué no parecía poder obtener de nadie.
—Que son diabólicos. Y que es mejor estar alejado de ellos —dijo el anciano mientras sus ojos recobraban energía—. ¡Dios mío!, ¿por qué ya? ¿Por qué tan pronto han de cruzarse en tu camino? —Mi maestro parecía haberse vuelto loco, ¿la edad había hecho mella en su cordura?—. Hijo, si la Inquisición no te ha ordenado perseguir esos libros es porque lo está haciendo de forma encubierta. Y no he de culparlos, pues el asunto bien merece la prudencia más absoluta.
Ahora quien permaneció en silencio fui yo. Miré al anciano intentando leer en su mente y luego pregunté en voz baja:
—¿Por qué creéis que Roma me oculta las verdaderas razones que les llevaron a pedirme que interrogara al hereje hasta sonsacarle el paradero del libro?
—Te lo he dicho ya —contestó Piero, impaciente—. El asunto requiere la más absoluta prudencia.
A pesar de su reacción, decidí volver a los libros e intentar averiguar qué sabía mi maestro de ellos para ver si conseguía ordenar los fragmentos de información que, casi obligados, habían tenido que darme Iuliano y el Astrólogo, y aquellas palabras enigmáticas y forzadas por el dolor que había obtenido de Gianmaria.
—¿De qué tratan los libros?
El capuchino negó con la cabeza.
—No te involucres.
—¿Y por qué no he de involucrarme?
—Porque si lo haces deberás hacerlo del todo; no creo que haya término medio para los que curiosean en los abismales secretos del diablo. Hijo, has de tener cuidado.
—¿Qué es lo que sucede cuando se unen? —continué.
—Veo que te has empecinado en mezclarte con esos libros. Ángelo, no busques en el presente las respuestas a estas preguntas. La idea de juntarlos viene de antiguo, los brujos lo han intentado desde hace más de tres siglos. Ésta no es una historia nueva, sino tan antigua como oculta.
—¿Qué es lo que buscan? —seguí preguntando, intentando encontrar en las palabras de Piero la confirmación de lo que ya sabía por la carta de Isabella Spaziani y la confesión de Gianmaria.
Sonrió, pero su sonrisa fue transformándose lentamente en una mueca siniestra.
—Lo peor.
—¿Lo peor? —Miré fijamente al anciano—. ¿Qué significa «lo peor»?
El capuchino alzó su índice y señaló mi crucifijo.
—Mira lo que tienes colgado del pecho. Los libros buscan acabar con todo, con todo lo que de ahí provenga.
—¿El Cristianismo?
—La religión entera.
—¿Cómo? Contadme, maestro, contadme lo que sabéis.
Parecía que por fin iba a averiguar el poder real de los libros y cuáles eran esas extrañas puertas que abrían.
—Yo no lo veré, estoy ciego y el Señor está acabando la cuenta de mis días. Puede que tú sí... Aunque espero que eso jamás ocurra... Y ahora, basta. Ya es suficiente, sabes lo que debes saber por el momento.
—Si no queréis que me involucre... ¿Cómo podré hacer algo al respecto?
—Espero que la Inquisición sepa bien lo que hace. Sólo abre los ojos y espera... Ya tendrás la oportunidad. La información que tienes te conduce por buen camino, pues el recorrido de los libros es el que conoces, han hollado ciertamente esos senderos. Todo lo que sabes de ellos es cierto. Ahora, simplemente, es el momento de tener confianza en ti mismo y en tus conocimientos.
—Gracias por el consejo, maestro. Gracias por vuestra fe en mí, pero ¿por qué estáis tan seguro de que mi hora llegará? —pregunté preocupado, porque cada vez que daba un paso para esclarecer el misterio, una nueva sospecha lo ensombrecía.
El capuchino se encogió de hombros.
—Soy un anciano que escucha y guarda silencio. Es fácil enterarse de cosas cuando tu boca deja su lugar a tus oídos.
—Perdonad, maestro, la insolencia de este incrédulo. Estoy seguro de que todo lo que sabéis no proviene de estos muros... ¿Qué clase de eremita sois si estáis enterado de cosas que suceden fuera? —pregunté de nuevo, y esta vez tentaba al límite su paciencia, pues los capuchinos fundadores de la orden, llamados eremitas o ermitas, habían hecho voto de aislarse del mundo.
—Soy un eremita estudioso, humilde y pobre, como san Francisco, mas también un estratega de la talla de Maquiavelo —respondió mostrando que, lejos de enfadarse, la pregunta le había hecho retomar su espíritu combativo.
Me quedé mirándole antes de responder, pues un sentimiento antiguo había regresado a mí después de mucho tiempo.
—En este momento tengo la misma sensación que tenía hace años cada vez que hablaba con vos —dije preocupado por estar haciendo una confidencia que jamás había pensado hacer—. Tengo, como tenía, el extraño presentimiento de que me ocultáis algo y por más vueltas que le he dado y le doy a esa idea, no consigo llegar a ninguna conclusión.
Piero Del Grande permaneció impávido. El silencio llenó su boca para abandonarla, poco después, en un suspiro largo y denso.
—Mi pequeño... Mi discípulo más preparado, mi noble y observador Ángelo. Tus ojos miran con sabiduría y tu mente preclara no deja lugar a los espejismos —dijo abatido—. Pero esta vez el espejismo existe y permanecerá...
—¿Qué intentáis decirme?
El anciano regresó al silencio y su frente se arrugó por la angustia. Su rostro había absorbido mis palabras. Hizo un gesto de dolor.
—¿Maestro...? ¿Qué os sucede? —murmuré tomando una de sus pequeñas manos.
Volvió a mirarme. Una intensa preocupación emanaba de su rostro.
—Mis días están contados, hijo. Mi vida expira... Y sí, estás en lo cierto, algo te escondo, te debo una explicación. —Por segunda vez, el rostro de Piero reflejó una concentración inusual, el tráfico vertiginoso de numerosas consideraciones que el corazón del anciano estaba ponderando; de repente, su rostro se relajó antes de continuar—. Sí. Te he escondido algo durante todo este tiempo y escupirías en mi tumba si no te lo dijera.
—¡Qué clase de locuras decís! ¡Sabéis que jamás haría eso! —exclamé turbado.
—Si supieras la verdad no harías afirmaciones tan vehementes —dijo muy sereno—. Yo sé más de tu persona que tú mismo...
—No os entiendo, maestro ¿Qué intentáis decirme? —exclamé cada vez más preocupado.
Piero observó el cementerio y me pidió que le ayudase a ir hacia un rincón cercano y poco frecuentado, pero hermoso a la vista como pocos. Nos detuvimos justo debajo de un gran roble que parecía arder en el fuego de sus hojas a punto de caer, y a cuyos pies, casi ocultas por la vegetación y las hojas de otoño, había varias lápidas.
—Aquí está bien... —dijo—. ¿Te gusta el sitio?
—Por supuesto. Creo haber pasado por este lugar un centenar de veces. En muchas ocasiones, cuando deseaba que nadie me encontrase en el monasterio, este sitio me servía de refugio. Un escondite perfecto, al amparo de silenciosos huéspedes.
—¿Qué es lo que más te llama la atención en este lugar?
—La hermosura del árbol que parece proteger a nuestros humildes hermanos enterrados a sus pies. Y la tumba sin nombre...
—Así es. Has dicho bien —exclamó Piero con una melancolía infinita.
—No entiendo qué os sucede. Habéis pasado del pesimismo a la más profunda de las tristezas y habéis dicho cosas sobre mí...
—Ángelo —dijo, interrumpiéndome y con la voz más solemne que podía emitir. Le miré con atención aún sin saber cuan duras serían sus noticias. Las más duras que había escuchado en toda mi vida—. Tú no eres quien piensas. Nunca se te dijo la verdad.
Piero se calló para darme tiempo a asimilar sus palabras. El silencio que a ellas siguió se llenó de sentimientos contradictorios: la sorpresa, la indignación, el dolor, el deseo de saber... Cuando estuve preparado y lo suficiente sereno para seguir escuchando, miré atentamente a Piero, que concluyó:
—Eres un bastardo.
Su voz fue arrastrada por el viento. Un escalofrío recorrió mi espalda y su mal se hundió en mí oprimiéndome con toda la amargura que contenía aquella revelación. Mi corazón había sido seccionado y mi mente no podía apartar de sí la cara ensangrentada y blasfema de Gianmaria.
—¿Qué habéis dicho? —murmuré mirándole, buscando un resquicio de piedad en sus ojos agonizantes.
—Lo que has oído, mi pequeño —dijo Piero apretando mi mano y temblando como una hoja en invierno.
—¿Acaso pretendéis insultarme?
—Ser bastardo no es insulto.
El anciano se puso muy serio.
—¡Y ahora estáis de broma! —exclamé, herido en mi orgullo.
—Jamás bromearía sobre ti, hijo mío.
Bajé al instante la vista sin poder sostener por más tiempo su mirada e intenté pensar. La angustia me había vaciado.
—¿Qué clase de verdad es ésa? —grité, incapaz de reflexionar.
—Esa verdad por la que habrías escupido en mi tumba si no te la hubiera revelado.
Piero estaba conmovido; y aunque no llegó a saberlo, tenía razón: siempre le agradecería aquella confesión.
—Os equivocáis, maestro... ¿Es que no os acordáis de mi padre? —repliqué intentando sonreír.
—Lo recuerdo, hijo, pero él... Él no era tu padre.
—¡Mi padre era el que conocí! —interrumpí exaltado, soltando mi mano de la de mi maestro, revolviéndome como una fiera enjaulada y tratando de convencerlo—. Doménico... Doménico De Grasso, el herrero. Vos lo conocisteis... —El capuchino volvió a aferrar mi mano con dulzura, mas su cabeza lentamente negaba mis palabras—. Mis recuerdos de él permanecen frescos... Sé quién soy... —musité, cayendo de rodillas junto a él.
El maestro señaló la tumba sin nombre, aquella lápida olvidada.
—Aquí está la verdad, hijo —dijo señalándola—. Aquí debajo se encuentra la verdadera historia de tu vida. Ahí, bajo esa lápida sin inscripciones yace tu madre, a la que no llegaste a conocer y que tanto te quiso. Sé más de tu vida de lo que sabes tú. Sé más de tu sangre de lo que supo tu padre adoptivo. Doménico De Grasso fue un buen hombre. Pero tú no eres hijo suyo.
Refugié el rostro entre mis manos, hundiéndolo en ellas, queriendo ausentarme de la realidad, como quien está desnudo e intenta cubrirse. Durante un momento me dejé transportar por mis sinsabores, suspiré y sentí que mi cuerpo me era ajeno. Y después de un terrible silencio sobrevino, por fin, el sollozo. No había más que pensar, todo mi ser rechazaba la verdad, ser bastardo era una horma que jamás pensé calzarme. Levanté la cara arrasada por las lágrimas y miré a los ojos de mi maestro.