Authors: Patricio Sturlese
—Eros Gianmaria —comenzó diciendo el diácono en su última lectura—, hereje impenitente, agorero, culpable de brujería y herejía, de poseer libros prohibidos y satánicos, de leer las estrellas fijas de los cielos y conocer sus significados prohibidos, de divulgar escritos heréticos de su propia autoría con fórmulas alquímicas sacrílegas, de poseer tierra de cementerio y huesos humanos obtenidos de la profanación de santas sepulturas, de oficiar misas negras, de conjurar demonios en sus altares de sacrificio, de comunicarse con espíritus inmundos y ser poseído por ellos, de atentar contra Cristo y sus ministros en la tierra, de utilizar engaños y su lengua viperina para confundir a los custodios de la verdadera fe cristiana. Por brujo, y por los deplorables actos cometidos contra los creyentes, el Santo Oficio lo sentencia a la pena máxima: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.
Acto seguido, el pueblo estalló en júbilo. Las gradas temblaron por los gritos, aplausos y pataleos que reflejaban la satisfacción que les había producido la dureza de las sentencias. Algunos se abrazaban y felicitaban mutuamente, otros tan sólo alzaban puños desafiantes hacia los reos y les maldecían sin pudor. Un paso más hacia la victoria en la guerra declarada a los disidentes del dogma había sido dado, la fe verdadera había triunfado y la venganza de la Iglesia era también la venganza del pueblo.
En mitad del estruendo, un emisario que llevaba la insignia del Santo Oficio se acercó a Rivara. Venía sudado y desaliñado, debía de haber recorrido el camino espoleando sin cesar a su caballo, sus ropas estaban llenas de polvo y se le veía muy apurado. Se inclinó hacia el vicario y le susurró algo al oído para después desaparecer tan rápido como se había presentado. Rivara se acercó a mí, con la preocupación en el rostro.
—Mi prior, acaba de llegar un emisario de la comisión que enviamos a Ferrara y me temo que trae malas noticias —me susurró a su vez el vicario—. No hallaron el libro prohibido en la iglesia de Portomaggiore. Encontraron evidencias de un escondite secreto bajo el suelo, tal cual confesó el hereje, pero no hay rastro del Necronomicón.
Traté de no demostrar mi descontento y, tomando aire pausadamente, le contesté en voz baja:
—Después del Sermo... Después del Sermo hablaremos.
No importaba cuándo hablásemos, o cuántos detalles pudieran darme sobre la parroquia y el escondite. Lo único importante era que la comitiva había vuelto con las manos vacías, y eso era inadmisible. Roma esperaba el libro, Piero Del Grande necesitaba el libro. Ambos confiaban en mi pericia, y ahora sólo tenía un puñado de aire y palabras estériles. Sentí vergüenza e indignación, el hereje había asestado su último golpe, me había engañado a pesar del tormento. Y, en la hoguera, su secreto se convertiría en cenizas. Todo se complicaba, la niebla más espesa parecía cubrir el rastro del maldito libro que, ahora, bien podía estar en manos del Gran Brujo... Como el
Codex Esmeralda
, pues ambos habían desaparecido.
Había llegado el momento de mi intervención, el momento de entregar a los reos a la justicia secular. Ellos eran los encargados de ejecutar las sentencias, la Iglesia no podía manchar sus manos con la muerte. Me acerqué de nuevo al pulpito y frente a las autoridades civiles y religiosas pronuncié las palabras que eximían a la Inquisición de toda culpa en el final que iban a tener los reos. La Inquisición perseguía, acusaba, torturaba y sentenciaba, pero no mataba. Esto lo hacía un verdugo, impersonal, sin nombre, encapuchado. Recorrí la plaza con la vista, la paseé primero por el grupo de autoridades y después por los condenados, deteniéndome en Gianmaria.
—Debemos relajar y relajamos a los reos que desde ahora quedarán en manos de Matteo Bertoni, alguacil general de la república de Génova y de su lugarteniente, a los que pedimos se encarguen de ellos.
Las sentencias de muerte se cumplirían ese mismo día. El quemadero había sido preparado a las afueras de la ciudad y allí se dirigieron los presos mientras en la plaza la ceremonia continuaba con la abjuración de los arrepentidos, que allí mismo recibieron el castigo que indicaban las cuerdas colgadas en sus cuellos, y la celebración de una misa en la que se encenderían las velas que portaban los reconciliados. Dándose prisa para que los que no habían abandonado la plaza en dirección al quemadero pudieran disfrutar de un espectáculo sangriento, la guardia ató a los reconciliados a sendas estacas y, descubriendo sus espaldas, procedió con la flagelación.
El bígamo recibió más golpes de los que cabían en su espalda. El verdugo lo azotó con fuerza y sin piedad. Su piel cobriza se desprendió a jirones. Sus lamentos no movieron a compasión a ninguno de los presentes, nadie parecía prestarles atención. Sebastiano Rene, el maniqueo arrepentido, después de ser golpeado, fue inmovilizado en un cepo de pies y manos para ser abandonado al pueblo enardecido. Hombres y mujeres se agolparon frente a Rene, empujándose impacientes, para escupirle y arrojarle frutas podridas. La suerte del converso fue más benévola, pues se desmayó al decimonoveno golpe del látigo. El Sermo ofrecía al pueblo la primera muestra del castigo, mas su verdadera furia se desataría en el quemadero, hacia el que ya se dirigía la procesión de condenados. Eros Gianmaria había sido colocado de nuevo sobre el asno para recorrer la legua que le separaba de su muerte segura. Y el secreto que guardaba su lengua se iría con él al silencio de la hoguera...
—¡Fascinante! Verdaderamente fascinante, Excelencia De Grasso —exclamó el corpulento Giuseppe Arsenio acercándose a mí desde uno de los tablados.
No estaba solo, le acompañaba una bella dama. Le sonreí agradeciendo el cumplido. Arsenio era persona adinerada y de facciones agraciadas, por lo que no sorprendía verlo siempre con hermosas mujeres; aquélla, que seguía sus pasos como si fuera su sombra, me pareció demasiado refinada y frágil para ser la cortesana de turno. Y no me equivoqué. Arsenio se percató de adonde dirigía yo mi mirada y reaccionó rápidamente.
—Permitidme que os presente: la señorita Anastasia. Ha venido con la comitiva florentina para asistir al Sermo.
—Es un placer —dije mientras besaba su delicada mano.
Ella sonrió.
—La señorita Anastasia —continuó Arsenio— está muy interesada, desde hace tiempo, en la bruja de Portovenere, y al preguntarme si conocía yo al inquisidor que había llevado su causa, no tuve más remedio que contentarla con esta visita y esta presentación. Espero no ser demasiado inoportuno, Anastasia no va a estar mucho tiempo en la ciudad.
Y tenía razón: el momento no podía ser peor. La procesión había salido hacía tiempo y yo debía asistir a la quema... Pero mentí.
—Nunca es mal momento para conocer a una dama tan elegante y hermosa —dije mientras miraba a Anastasia.
Ella me sonrió y se dispuso a hablar:
—Señor De Grasso, esas galanterías no son propias de alguien a quien acusan de frío y reservado. En verdad me sorprendéis.
—Frías son las piedras —contesté con habilidad—, mas he de daros la razón en lo de reservado. Sólo aquí, en la plaza, y atendiendo a mis obligaciones, me fuerzo a responder. Si en algún momento disponéis de tiempo, no dudéis que os atenderé en mi convento y en privado, para todo aquello que queráis comentarme.
El vicario Rivara se colocó a mi costado y con su característico silencio sepulcral y su expresiva mirada me dio a entender que era hora de partir. Anastasia comprendió perfectamente mi situación y se apresuró a responder:
—Será un honor. Me alegro de haberos conocido, señor De Grasso, os aseguro que tendréis noticias mías y puede que en un futuro no muy lejano.
Sonreí y besé nuevamente su mano. Por último, antes de partir hacia el quemadero, quise saber más de ella.
—Perdonad mi indiscreción... Quisiera saber a qué familia pertenecéis.
—Iuliano —respondió sorprendida—. Pensé que lo sabíais.
Su respuesta me dejó perplejo y no pude ocultarlo.
—Soy la sobrina del cardenal Vincenzo Iuliano, vuestro superior —aclaró Anastasia.
—Lo desconocía, nunca me dijo nadie que el cardenal tenía tan hermosa descendencia.
Ella volvió a sonreír. Me despedí apresuradamente y la dejé en la plaza junto a su protector. Por todos los rincones de Roma se sabía que el cardenal Iuliano no tenía una sobrina, sino una hija, encubierta bajo otro parentesco y celosamente custodiada. Ésa fue la primera vez que la vi y hoy me pregunto si haberla conocido fue una gracia del destino o una maldición que cayó sobre el resto de mis días. Su presencia entonces no poseía otro sentido para mí que la de una dama frívola interesada en conocer de cerca al famoso Ángel Negro. Cuan equivocado estaba...
El quemadero había sido levantado en una agreste planicie conocida por los ciudadanos de Génova como «la explanada del castillo». Los condenados, sus acompañantes y el gentío que les había seguido hasta aquel lugar habían recorrido el camino a pie, arrastrándose por el sendero polvoriento, precedidos por la Cruz Verde de la Inquisición, bien alta y visible, como estandarte de un ejército victorioso que mostraba lo bueno que resultaba ser parte de él y lo penoso que podía ser ponerse en su contra. Los representantes de la República de Génova, la comitiva episcopal y los invitados de los ducados y repúblicas vecinas, habían recorrido el trayecto en carruaje o a caballo, protegidos de la fatiga que ahora mostraban los caminantes y del gélido viento que procedía del mar. Iban a observar la hoguera desde las ventanas mientras degustaban algún tentempié y bebían jerez tibio.
En el quemadero se habían dispuesto cuatro estacas en línea. Las cargas de leña estaban apiladas a sus pies. Los guardias y verdugos corrían de un lado a otro para atar a los reos. El gentío se apiñaba a su alrededor, y los que habían conseguido llegar a las primeras filas defendían con uñas y dientes su posición. Los ánimos del vulgo estaban encendidos, y no cesaban de insultar y de escupir a los reos.
Ya en la explanada mis rodillas crujieron como madera vieja y mi voz, en claro signo de agotamiento, apenas fue capaz de susurrar el Ave María que precedía al encendido de la leña. Los lamentos de Gianmaria, continuos desde que tres corpulentos guardias lo habían remolcado hasta su estaca, habían cesado. Estaba sentado en el suelo, esperando que lo incorporaran: la expresión de su rostro ya no se correspondía con la de un ser humano. Los otros reos ya habían sido atados a sus respectivas estacas con sogas mojadas con agua para evitar que ardieran antes de tiempo. Una vez atado Gianmaria, el verdugo me miró esperando que yo procediera a interrogar por última vez a los condenados, un gesto piadoso que podía evitarles el suplicio de las llamas y proporcionarles una muerte a garrote, mucho más rápida. Así que me acerqué a Jaime Alvarado, que me esperaba en la primera estaca.
—¿Te arrepientes de tus pecados y afirmas tu fe en la Iglesia? ¿Tomas a Cristo como Salvador antes de tu muerte? —le pregunté haciendo el signo de la cruz.
El sodomita bajó la vista un momento y después la alzó. Su mirada era desafiante y orgullosa. No pronunció palabra alguna. El verdugo, con la tea encendida, acató mi orden y prendió fuego a la leña. Las llamas alcanzaron las piernas del reo rápidamente y los alaridos no se hicieron esperar. Me acerqué entonces a la segunda hoguera, donde Jaime Helguera contemplaba cómo su amante se retorcía por el dolor y respiraba el tufo de su carne quemada. Hice la señal de la cruz ante su estaca.
—¿Te arrepientes de tus pecados y afirmas tu fe en la Iglesia? ¿Tomas a Cristo como Salvador antes de tu muerte? —repetí la fórmula, y Helguera, aterrorizado al ver los efectos del suplicio sobre su compañero, temblando como una niña asustada, rompió en llanto silencioso y balbuceó las palabras salvadoras.
—Sí, me arrepiento. Sí, afirmo mi fe en la Iglesia y tomo a Cristo como Salvador antes de mi muerte.
—Espero que Él te reciba en su gloria —respondí—, pues aquí tus días, en verdad, han terminado.
El verdugo, al oír sus palabras, había indicado a uno de sus ayudantes que le sostuviera la tea y le diera uno de los garrotes. El cuello de Helguera produjo un golpe sordo y se ablandó, ya sin vida. El verdugo pidió de nuevo la tea y la aplicó a la leña entre el griterío de la multitud a la que se le había estropeado el divertido espectáculo de ver retorcerse de dolor al sodomita. Alvarado y Helguera, dos españoles que habían recalado en la ciudad para trabajar en la banca genovesa, que con sus préstamos sostenía a la corona española, acabaron sus días lejos de su patria.
Cuando llegué a la tercera estaca alcé lentamente la frente para observar a la abominación personificada, la bruja de Portovenere. Isabella Spaziani estaba atrapada en la tenebrosa mueca que le produjo la muerte. El frío hizo un buen trabajo y la conservó lo suficiente para aquel momento, pero su olor... Pensé un momento en la satisfacción que habría sido tenerla allí con vida y en lo que habría gozado torturándola para sacarle la información que ahora necesitaba. Fue un pensamiento fugaz, que voló tan rápido como llegó. Me santigüé y deseé que se pudriera en el infierno mientras el verdugo prendía fuego a la leña.
Gianmaria era el último, y llegué a él paladeando mi ira contenida y acrecentada por las últimas noticias. Recorrí su cuerpo con la mirada, desde la base de la estaca hasta sus ojos, y pronuncié la fórmula:
—¿Te arrepientes de tus pecados y afirmas tu fe en la Iglesia? ¿Renuncias al diablo y tomas a Cristo como Salvador antes de tu muerte?
Eros flexionó apenas su magullado cuello y susurró con voz débil:
—Renuncio a lo que soy... Y te acepto a ti... Dios entre los hombres. Que das y quitas a voluntad, que castigas y matas por deseo... Y lavas tus manos con nuestra sangre de corderos sacrificados.
Gianmaria se desvivía por entonar sus heréticas palabras. Incapaz de tragar, un hilo de sanguinolenta baba recorrió su barbilla y cayó sobre el sambenito.
—Guarda tus ofensas, víbora. Te desangras por la boca y todavía persistes en el pecado que te conduce al destino más cruel. Quien sirve al diablo siempre será mi enemigo.
Eros miró al cielo y luego dirigió su vista hacia mí, intentando sonreír.
—¡Eli, Eli! ¿lema sabactaní? —dijo con irónica resignación.
«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Escuchar de su boca las palabras que Cristo pronunció en la novena hora de su crucifixión me produjo una inmensa repugnancia, pero me contuve pues no podía renunciar a obtener ahora la confesión que no había logrado en la cámara de tortura.