Authors: Patricio Sturlese
—Si tú quisieras, aún podría bajarte de esa estaca —le dije—. Sabes que tenemos algo pendiente, algo que tal vez pueda salvarte la vida.
Eros no habló, pero me interrogó con la mirada.
—En la parroquia de Portomaggiore no hemos encontrado el Necronomicón. ¿Era una más de tus muchas mentiras?
—¿No está? —balbuceó.
—¿Me engañaste, Gianmaria?
Eros apenas tuvo fuerzas para sonreír.
—Si me dices la verdad, ordenaré que te saquen de la hoguera.
Gianmaria me miró desconfiado. El verdugo se impacientaba. El gentío se impacientaba. No me quedaba mucho tiempo.
—¡Piensa! ¡Rápido! No serás quemado esta tarde si me dices la verdad sobre el libro —repetí con urgencia.
—¿Qué más me ofreces? —preguntó Gianmaria un poco más interesado en mis promesas.
—En una semana estarás libre. Me encargaré de que curen tus heridas y te facilitaré una huida segura desde mi convento.
—¿Cómo puedo saber que cumplirás?
—Soy el Ángel Negro, conoces bien el peso de mis palabras. ¿Me dirás la verdad?
La brisa movió su cabellera rizada.
—Sí —asintió por fin—. Te diré la verdad.
—Te escucho...
—Bájame primero.
—No creo que estés en posición de negociar, Gianmaria. Habla y después te salvaré del fuego.
Muy cerca de mí el verdugo seguía esperando mi última palabra, cada vez más extrañado. El gentío rebullía impaciente y yo necesitaba las palabras de Gianmaria, que volvió a dirigirse a mí:
—Está bien... No fue un engaño, no te mentí. Y ya no hay tiempo, ni nadie que pueda ayudarte, señor Inquisidor. Si el Necronomicón no está en Portomaggiore... creo que... otro lo encontró.
—¿Quién?
Mis ojos escrutaban cada pliegue de su rostro.
—Otro brujo...
—¿Y cómo puedo encontrarlo?
—Sólo espera... Sólo espera... La señal del caos.
—¡Dime dónde demonios está el Necronomicón!
Mi paciencia se había agotado. Los ojos de Eros se encendieron y el fuego llegó rápidamente a su boca.
—No sabes lo cerca que estuve... —dijo en voz muy baja—. Lo cerca que estuve de acceder a los secretos más ocultos de las artes negras. Si no me hubieran prendido los de tu ralea, adictos a su fe..., mi vida habría cambiado, ahora sería yo el Gran Maestro. Estuve tan cerca...
—¡Habla! —gruñí con impaciencia, sabiendo que no podría contener por mucho tiempo el curso de los acontecimientos, que en cualquier momento tendría que comenzar la quema.
—Ya no sirvo para nada, sin ese libro y sin saber dónde se encuentra ahora. Pero quien lo posea y sepa interpretar correctamente sus conjuros saldrá a la luz porque la destrucción que provocará la nueva doctrina le señalará. Estuve cerca, inquisidor... Estuve cerca. Espero que algún día cercano el
Codex
se una al libro y tú sigas vivo para presenciarlo.
—¿Qué sucederá? —pregunté.
Si Eros no sabía, como así parecía, dónde estaba el libro, quizá yo consiguiera por fin una respuesta clara y directa a la pregunta que ya había formulado a Iuliano y a Del Grande.
—Aquél que pronuncie los conjuros recibirá inmediatamente la visita de una entidad demoníaca, que será invisible a sus ojos, pero hablará a sus oídos. Él lo guiará lentamente hacia la llave de las puertas que los mantiene encerrados y, después, la ciencia prohibida se encargará de dotar al hombre con la herramienta más diabólica...
—¿Cuál?
—La última filosofía... La Doctrina Secreta.
—¿Una filosofía?
—La oscuridad será total —afirmó.
—¿Qué clase de filosofía es ésa?
—Elaborada por el mismo Satanás, su luz negra acabará, con la religión, con el Cristianismo, y el pecado no será más que un mal recuerdo en las mentes de los esclavos del Nuevo Dios. Y Satanás reinará en la tierra y el hombre comerá del fruto prohibido por segunda vez. De la mano de la víbora... De la mano de la filosofía... De la mano de los nuevos teólogos cuya ofrenda será la oscuridad. Él me lo dijo —concluyó mirando a un punto detrás de mí.
—¿Quién? —pregunté girándome para no hallar a nadie más que al verdugo.
—El demonio flota detrás de ti —continuó, provocándome un estremecimiento que desde mi nuca recorrió toda mi espalda—. El demonio que te sigue desde que te interesaste por el libro. El demonio que me habla...
—¿Tú puedes hablar con el demonio?
—Lo he hecho... Por las noches, en la soledad de mi mazmorra en tu convento, él me hablaba al oído.
—¿Cómo es entonces que el diablo no te salva? —exclamé con ironía.
—No me salva porque ya tiene a otro: yo ya no le sirvo para nada. ¿No lo entiendes? Tiene a otro brujo que continuará mi trabajo, a otro que si no posee ya los libros, los tiene cerca y se encargará de destruir a vuestro Dios.
—¡Brujería! ¡Mísera brujería! —maldije—. ¿Quién te obligó a servir al demonio? Maldita víbora del pecado... Tú, tú tienes el destino que mereces.
—Pero esta víbora es ahora tu socio —dijo Eros sonriendo y babeando—. Cumple tu palabra y bájame de aquí. Sin mí nunca llegarás al que ahora tiene el libro, sólo tienes que liberarme de la muerte.
—Dime quién tiene el libro y te bajaré.
Gianmaria dudó. El tiempo se le acababa. Y a mí también: en ese momento el verdugo me tocó el hombro y preguntó si había terminado. El hereje clavó sus ojos en los míos. Estaba muy nervioso.
—El Gran Brujo —articuló sin emitir sonido.
Observé sus labios con suma atención.
—Mi maestro —terminó.
Refugié la mirada en los leños resecos de la base. Después, la alcé hacia Gianmaria. El hereje me miraba suplicante.
—He terminado... —le susurré al verdugo, que seguía allí esperando mi respuesta.
—Entonces, ¿podemos dar comienzo a la quema? —siguió.
—Podéis comenzar... Y, por cierto —dije señalando a Gianmaria—, encargaos de que este hombre se queme lentamente. Parece que en vez de arrepentirse, aborrece a Dios aún más.
Gianmaria escuchó atónito mis palabras y exclamó aterrorizado:
—¡Cumple con tu palabra! ¡Bájame y te ayudaré!
—Muere en la pira, brujo. Hablas como una víbora, sólo engañas y tientas. Hallaré el libro sin tu ayuda y silenciaré por siempre a los demonios que atormentan a débiles como tú.
Me volví para retirarme pues ya no tenía más palabras que cruzar con el gran mentiroso. Eros, sin embargo, gritó a mis espaldas algo que me detuvo.
—Ángel Negro... ¿Recuerdas que te llamé bastardo? —Quieto, sin volverme, escuché lo que tenía que decirme—. Fue el demonio quien la noche anterior al interrogatorio me dio esa información.
Yo seguí inmóvil, dándole la espalda, pero él, con la seguridad de haber captado mi atención, silabeó:
—¿Y sabes que más me dijo, señor Inquisidor?
En silencio me volví y le escuché atentamente.
—Que el Gran Maestro de los brujos acabará contigo porque sin mí ya no podrás identificarle. El Gran Maestro permanecerá al acecho y te morderá. Eres un muerto viviente, como lo soy yo. El demonio me lo dijo, y créeme, él no se equivoca. ¿O se equivocó contigo y no eres el bastardo de la tumba sin nombre?
Gianmaria acabó su discurso con una macabra sonrisa. Sus labios dejaban escapar una extraña alegría impropia del que está a punto de atravesar el umbral de la muerte.
Yo, que había comerciado con brujas y endemoniados, herejes y locos, sentí, por primera vez en mi vida, que me enfrentaba a una fuerza real, una fuerza descomunal y cierta. La amenaza era próxima, casi física. Y me apuntaba a mí. Por primera vez sentí, realmente, como un golpe brusco, la presencia del demonio. Las palabras de Gianmaria engendraron en mí el miedo que más tarde corrompería mi sensatez. Poco me faltó para flaquear a causa del pánico.
Aquellas palabras fueron también una descarnada violación de mi intimidad. Era cierto, él hablaba con la precisión de quien puede leer el futuro y visitar el pasado; hablaba con la sabiduría que únicamente tienen los que pueden conversar con los espíritus. Tomé aire, me armé de coraje, miré directamente a los ojos de Gianmaria y le grité:
—Vade retro, Satana! Te postrarás ante mi Dios, porque de Él es el reino, el poder y la gloria eterna. Por los siglos de los siglos.
La suerte estaba echada. Y mi decisión, tomada. El pavor desconocido que había sentido y esa conciencia nueva del demonio fueron la sustancia inesperada que finalmente acrisoló mi transformación, un cambio que el alud de sucesos que habían zarandeado mi vida había ido, imperceptiblemente, cincelando. Dios sería mi única ayuda; sólo Dios sería mi guía. No los seguidores del diablo.
A partir de entonces determiné que sólo serviría a Dios. No a los hombres ni a aquellos a los que hasta aquel momento me había empeñado, con poco éxito, en obedecer. Yo sólo, de la mano de Dios, frente al Mal.
—¡Morirás, inquisidor, como yo voy a morir! Ya no tienes tu libro. Aprovecha lo que te queda de vida, porque el fin de tus días no tardará en llegar.
Ésas fueron sus últimas palabras. Antes de que el verdugo prendiera fuego a la leña, comprobé que estuviera bien seca. Bien sabía que a veces familiares y amigos de los condenados sobornaban a los verdugos para que humedecieran los haces de modo que los reos murieran antes por sofocación. El verdugo me aseguró que Gianmaria tenía la leña adecuada para asarse lentamente como un animal.
Acto seguido, la delegación del Santo Oficio abandonó la explanada. Desde mi carruaje pude contemplar la columna de humo grisáceo que se elevaba sobre el quemadero, silenciosa y cargada. Las hogueras ardían con la ira del fuego bien alimentado, mientras que las almas impías, como la de Gianmaria, descendían directas a las puertas del infierno.
Entre la muchedumbre, un encapuchado había estado observando atentamente el largo diálogo que mantuve con Gianmaria y, antes de desaparecer entre el gentío, dejó que una sonrisa se formara bajo sus bigotes rubios.
Necesitaba pensar. necesitaba encomendarme a Dios. Mi decisión de obedecerle a Él y sólo a Él tenía que ser meditada, sopesada en lo que realmente era: un punto de referencia claro entre la niebla espesa de mi amor carnal por Raffaella, mi obligación con el Santo Oficio, la lealtad hacia mi maestro, el desasosiego que me causaba no saber quién era mi verdadero padre... Y esa presencia diabólica cuyo aliento notaba en mi nuca. El Necronomicón, al que casi había podido tocar, era un símbolo, el centro de mi zozobra, el acelerador de los procesos que a partir de entonces iban a gobernar mi vida. Necesitaba recogerme en mí mismo y ningún lugar mejor para hacerlo que la catedral. Me encaminé hacia ella al abandonar el quemadero y allí estaba, entregado a mis pensamientos, cuando las puertas de la fachada principal rechinaron con sufrimiento al ser abiertas por una mano impaciente. Desde el interior pudo verse cómo una figura imponente se recortaba sobre la ya escasa claridad del exterior. El hombre, vestido totalmente de negro, avanzó por la nave central con paso armonioso y seguro hasta el lugar donde yo estaba recogido en mis rezos tras aquel largo día que tantas emociones me había deparado. Se trataba de una visita inesperada: el cardenal Vincenzo Iuliano. Había abandonado el púrpura cardenalicio por una sotana negra cubierta por una majestuosa capa que, al moverse, dejaba ver el brillo de la espada que colgaba de su cintura.
Era sabido que el Superior General de los inquisidores era un amante ferviente de las armas y que las usaba con pericia, pues al ser de familia noble, fue instruido en su uso cuando era casi un niño. Iuliano era un guerrero, un soldado a la manera de los antiguos cruzados, y siempre que abandonaba la seguridad del Vaticano, iba armado como un oficial del ejército. Tenía muchos enemigos y había de estar preparado para cualquier eventualidad, pues pertenecía a un mundo donde todos conspiraban contra todos.
Se detuvo casi frente a mí, tan cerca que pude admirar nítidamente las marcas que había dejado la viruela en sus mejillas y que él intentaba ocultar bajo su barba recortada.
—¡Qué sorpresa, mi general! Bienhallado seáis en Dios —dije a modo de saludo aunque faltando a la verdad, pues después del emisario que Rivara había enviado con la noticia de la muerte de Isabella Spaziani, su visita, aunque no segura, estaba dentro de lo probable.
—Bienhallado en Dios, hermano De Grasso —respondió al instante.
Ahora que le tenía delante, se me hacía aún más difícil la tarea de comunicarle mi fracaso. Por eso decidí darle la noticia cuanto antes.
—Me alegro de que hayáis decidido venir pues así puedo comunicaros en persona las últimas noticias sobre el libro prohibido de Gianmaria... Y mucho me temo que no son buenas —dije esperando una reacción iracunda.
Iuliano ni se inmutó. No cesaba de mirar, nervioso, hacia todos los rincones del templo.
—Hay poca claridad aquí dentro. Los vitrales de esta catedral son pequeños, y la intensidad de la luz, mínima. Apenas se aprecia el contorno de los muebles y parece muy fácil esconderse —susurró Iuliano, hombre escrupuloso, tenaz y sobradamente inteligente pero que pecaba de una prevención excesiva. Nunca cometía un descuido y su obsesión por la conspiración a veces le hacía parecer un desquiciado—. Estamos solos, ¿verdad? —continuó entre dientes.
—Dios es nuestra única compañía, cardenal Iuliano —respondí intentando tranquilizarle.
Sus ojos merodearon una vez más por todo el templo y esta vez pareció convencerse de mi afirmación. Y cuando por fin se detuvieron sobre mí, allí estaba, efectivamente, la ira que yo esperaba. Por un momento le creí capaz de degollarme, mas me tranquilicé porque la espada permanecía en su cintura.
—¡¿Qué creéis que estáis haciendo, hermano De Grasso?! —dijo intentando no gritar en lugar sagrado.
—¿Perdón? —respondí, pues su ira no dejaba de ser desmesurada: aún no le había dado la mala noticia.
—¿«Perdón»? —replicó sorprendido y dejando escapar una sonrisa sarcástica—. ¿Realmente no sabéis por qué estoy aquí?
—Supongo que habéis venido por el libro...
El cardenal levantó su mano derecha y me miró con verdadera inquina.
—Contraviniendo todos mis consejos, que deberíais haber tomado como órdenes, habéis estado pensado más de lo que debíais, y aún peor, interesándoos más de la cuenta por el libro prohibido... ¿No es así, hermano? —Iuliano hizo una pausa antes de continuar—. ¿Y os extraña que haya tenido que venir?