Authors: Patricio Sturlese
—¿Me vas a ocultar lo más importante?
—No puedo no porque no quiera, sino porque esa información sólo la conocen tres personas y yo no soy una de ellas.
—¿Quiénes la conocen?
—El Sumo Pontífice, el Gran Maestre de la
Corpus
y el Gran Maestro de la Sociedad Secreta de los Brujos. Ellos heredaron el secreto que a su tiempo deberán comunicar a sus sucesores. Así ha sucedido desde hace más de 700 años.
—Dime, al menos, quién es el Gran Maestre de la
Corpus
. Creo que merezco saberlo —pedí, pero Tami negó con la cabeza antes de continuar.
—No puedo decírtelo. Sólo el Gran Maestre decide quién ha de conocerlo como tal.
—Entiendo.
—Pero has de saber que el Gran Maestre te conoce bien.
—¿El padre Piero es el Maestre? ¿Es él quien dirige la
Corpus Carus
? —insistí.
Tami se mantuvo en silencio y volvió a negar.
—Jamás hablo del Maestre. Espero que me entiendas.
—De acuerdo, respetaré tu decisión y digamos que te creo. Incluso cuando me acabas de confesar que esos libros son un arma mortal para el Cristianismo. Y cuando me has revelado una increíble conspiración que implica a la Inquisición, a brujas muertas y brujos anónimos. Digamos que te creo, pero ¿qué he de hacer?
—Bien. Comprenderás que es prioritario que los libros continúen en poder de la
Corpus Carus
y que nunca lleguen a manos equivocadas, tampoco a las del Vaticano. Así que has de desenvolverte como uno de nosotros, como un Caballero de la Fe.
—Eso es difícil y arriesgado. La Inquisición me envió a por los libros, por ellos he cruzado el mundo conocido y mis superiores me pedirán resultados.
—Esos mismos superiores que te pusieron a prueba con los lacres; esos mismos superiores que, sabiendo que los libros estaban aquí, te encargaron que torturaras a Gianmaria...
Seguí hablando ignorando lo que el jesuita acababa de afirmar.
—Giorgio, me estás pidiendo que oculte una herejía a la Inquisición y a pesar de que tu explicación suene alarmante y llamativa... tu deseo, indiscutiblemente, es punible con la hoguera. Tal vez lo que pretendas sea más de lo que en realidad puedo darte. —Lo miré directo a los ojos—. ¿Acaso piensas que podría disfrazar la situación para volver a Roma con las manos vacías y sin sospechas? ¿O piensas que contaré en Roma lo que acabas de confesarme? ¿Cómo puedes pensar que no seré fiel a mi Oficio y sí a la
Corpus Carus
, de la que apenas sé nada, ni siquiera quién es su cabeza?.
—Ése es tu dilema, Angelo, sobre el que has de meditar. Yo ya he hecho mi parte, he puesto mi vida al servicio de mi Iglesia. Puedo encarar la muerte seguro de que mi juicio es correcto, pero no quiero conformarme con eso, quiero más. Quiero que mi sacrificio no sea en vano, que esos libros desaparezcan para siempre a los ojos de los hombres. Si para conseguirlo he de morir, no me importa. Estoy preparado.
—¿Sería una solución que los libros se quemaran accidentalmente?
—No... eso no sería una opción.
—¿No?
—Perderíamos nuestra única arma de extorsión. La Inquisición nos aplastaría, nos perseguiría por los recodos del mundo y nos borraría de la historia. Son nuestro único seguro de vida; mientras los tengamos, ellos nos respetarán.
—¿Y por qué no los habéis usado para evitar esta comisión? ¿Por qué no habéis amenazado a los dominicos con los libros para evitar lo que ahora está sucediendo?
—Gracias a ti. Porque tú lo has impedido. Porque tú has llegado justo en el momento preciso y nos has arrebatado la posibilidad. ¡Tú nos has allanado esa única posibilidad! Es por eso que esta comisión que encabezas fue tan secreta, pues fue pensada para que la
Corpus
no se percatase de la maniobra. Tú nos has cogido por el cuello, nos has adelantado en nuestras estrategias, tan sólo por llegar sigiloso desde la selva. ¿Ahora comprendes por qué tu misión comienza poco tiempo después de que arrebatásemos el
Codex Esmeralda
a la bruja? ¿Lo entiendes? ¿Entiendes la clase de peón que eres en este juego?.
—Estás loco, Tami, estáis todos locos. Me estás pidiendo no sólo que renuncie a lo que es mi casa, a mi cargo, a mi posición privilegiada en la Iglesia. Estáis poniéndome en peligro de muerte, en el mismo lugar en el que tú estás ahora. No os entiendo...
—No lo entiendas, tómalo como una orden. La
Corpus Carus
desea conservar los textos, no destruirlos. Al menos hasta que la guerra entre dominicos y jesuitas termine. Tú haz tu trabajo: recapacita.
Las velas casi consumidas del candelabro daban cuenta de lo que había durado aquel largo diálogo. Alcé los ojos en la penumbra queriendo buscar más respuestas, tal vez las últimas.
Tami continuó:
—El pentagrama que Nikos encontró en la bodega es la evidencia de que los brujos parecen seguir nuestros pasos, en el anonimato, sólo para dar su golpe en el momento oportuno... Ten cuidado, Angelo, no estamos solos ni seguros en esto.
—Bien... Terminó mi visita. —Era hora de marcharse.
Me levanté para irme pero Tami me retuvo un momento.
—¿Pensarás en todo lo que te he dicho?
—Seguro. Aunque no te ilusiones, no creo ser tan valiente como tú.
Salí de la habitación y esperé a que los soldados cerraran la puerta. Cuando comencé a recorrer el pasillo, vi una figura que me contemplaba entre las sombras, como un lobo al acecho. Vestido con su hábito oscuro, las manos recogidas dentro de las mangas, y su cara espantosa asomando de la capucha, Giulio Battista Évola me aguardaba. A buen seguro tenía preguntas que no podían esperar.
Esa misma noche, después de la cena, el notario entró en mi cuarto y se colocó junto a mi mesa. No había dicho palabra durante la cena, apenas comió y eludió todas las miradas que le dirigí. Allí estaba, ante mí, mirándome cual esfinge.
—Buenas noches, hermano. ¿Qué puedo hacer por vos? No os he mandado llamar. ¿Os sucede algo? —pregunté aparentando desinterés.
—Tengo algunas preguntas que haceros, Excelencia...
—Que, por lo visto, no os dejan dormir —repliqué interrumpiendo su frase.
—Quisiera saber a qué se debieron vuestras visitas al hereje —dijo alzando un índice admonitorio.
—¿Qué visitas? ¿Las de hoy? —continué con el mismo tono de desinterés.
—Sí, las dos que realizasteis hoy —dijo.
Miré detenidamente al monje benedictino antes de contestarle, sólo para que se diese cuenta de que se adentraba en terreno peligroso.
—Soy el inquisidor y así lo decidí —respondí sin apartar mis ojos del suyo.
—Entonces aún entiendo menos estas sesiones a escondidas, pues si le visitasteis como inquisidor deberíais haberme llevado con vos.
—Veo que me tenéis vigilado. Y por lo visto, permanentemente.
—Ya os he dicho en más de una ocasión que es mi trabajo —respondió insolente el notario.
—Hermano Évola, visité al detenido a solas porque lo creí conveniente. ¿Tenéis algún problema?
—Vuestra manera de actuar no es la adecuada, Excelencia. No puedo obligaros a que sigáis las normas, pero os advierto que esta irregularidad ha sido asentada en el libro de actas que, a su debido tiempo, entregaré en Roma.
Bajé la cabeza y sonreí, luego la sacudí mostrando con ello mi fastidio y mi posición superior antes de dirigirme a él.
—Hermano Évola, sabéis que si lo considerase oportuno podría apartaros de vuestro cargo e incluso encerraros hasta que esta comisión termine, sustituyéndoos por cualquier suboficial con algún estudio.
—Lo sé —dijo el napolitano—. Sois el inquisidor y yo sólo el notario. Os serviría hasta que llegáramos a Europa y nuestros superiores se enteraran de vuestra actitud que, ni que decir tiene, es bastante sospechosa.
—Eso es asunto mío, vos no debéis preocuparos. Sé bien quiénes son mis superiores y por qué causas se implicarían en un litigio tan vulgar como éste.
—¿Qué queréis decir, Excelencia? —replicó Évola.
—Simplemente os aviso para que no os excedáis, pues no me temblará el pulso si he de encerraros durante todo el largo viaje de vuelta que nos separa de Roma. ¿He sido lo suficientemente claro?
Évola no contestó, sólo me miró como el asesino a punto de saciar su instinto criminal pero que tenía que contenerse, pues mi muerte dependía de algo que nos sobrepasaba a los dos.
—Como soy misericordioso —continué—, sólo hasta que me obligan a no serlo y me convierto en el Angelo de las sesiones de tormento, ése al que no se convence con palabras, sino con gemidos de dolor, consideraré que aún no habéis traspasado la línea y todavía puedo tener clemencia con vos. Decidme, ¿qué os preocupa de mis visitas al hereje?
El tono del notario se había suavizado al oír mi amenaza y prefirió cambiar de actitud, así que me preguntó con humildad:
—Me gustaría saber de qué hablasteis con él. Simplemente eso.
—Interrogué al hereje con el único propósito de obtener información sobre los jesuitas que lo acompañan —le mentí, intentando mostrarle que era mejor estar conmigo que contra mí, pues así obtendría respuestas, aunque alejadas de la verdad.
—¿Dos visitas sólo para eso? ¿Nada más?
—Nada más. Por eso prescindí de vos.
—¿Y no le preguntasteis por los libros? —me atacó el napolitano.
No había creído una sola palabra.
—¿Creéis que necesito más información sobre los libros para culparlos a todos y llevarlos a Roma? ¿No eran mis instrucciones no preguntar sobre los libros, sino simplemente encontrarlos y llevarlos de vuelta junto con todos los implicados? El tema de los libros es un asunto cerrado, ¿de qué más queréis que hable con Tami?
Esta vez mi discurso fue más convincente, aunque Évola era empecinado.
—¿Y qué conclusión sacasteis sobre los otros jesuitas?
—Mañana mismo serán liberados.
Évola se quedó de piedra. Aquello era demasiado para él.
—¿Pensáis liberar a los jesuitas? ¿No debemos llevarlos a Roma y que allí decidan?
—No encuentro razones suficientes para hacerlo.
—¿No...? Perdonad, Excelencia... ¿habéis olvidado el último lacre?
—Lo recuerdo como el mismo Padrenuestro, hermano. Os lo recitaré: «Vuestro cometido se reduce a la incautación y deportación de los dos libros y del prior jesuita, un sacerdote llamado Giorgio Cario Tami, responsable directo del encubrimiento de los libros buscados. Quedáis facultado para obtener de las autoridades civiles todo lo que necesitéis para realizar esta labor, pero no debéis convocar un tribunal ni celebrar auto de fe alguno. A su tiempo ambos se realizarán en Roma con juristas y teólogos especializados». El responsable único es el que ellos ya señalaban. Quedaos tranquilo, que mi decisión no ha sido tomada a la ligera.
—¿Cómo puedo saberlo? —replicó Évola que seguía aferrándose a su oficio.
Antes de contestarle, le sonreí con ironía.
—Tenéis razón, hermano. Ahora que lo pienso, debería haberos convocado. No lo hice y no os queda más remedio que confiar en mí.
Pude observar cómo la ira bullía en su rostro, traduciéndose en la mandíbula férreamente cerrada. Continué:
—Por cierto: el día de mañana lo emplearé en estudiar la situación de nuestro hereje. Mientras tanto, quiero que os encarguéis de organizar una misa para antes de nuestra partida.
—¿Una misa? —masculló el napolitano—. ¿Y la va a celebrar...?
Ésa sí que fue una buena pregunta, pues yo había olvidado que ya no teníamos capellán. Salí de la situación con una inspiración súbita que fue muy dolorosa para Évola.
—Que la celebre alguno de los jesuitas, el que quiera hacerlo.
—Excelencia... ¿vais a dejar que celebre la Santa Misa cualquiera de los jesuitas que ahora están encerrados? ¿Qué pensarán los soldados españoles? ¿Vais a dejar en manos de posibles herejes la consagración del Cuerpo y la Sangre de Cristo?
Évola estaba enfadado, asombrado, dolido. Estupefacto.
—Dejaos de peros y haced lo que os he ordenado. Lo demás no son sino consideraciones carentes de sentido —respondí, y bajé la vista regresando a mis asuntos.
Con aquel gesto fácil de interpretar daba por terminada la conversación. Y Évola así lo entendió.
—Como ordenéis, Excelencia.
Después de estas frías palabras, el notario se apresuró a abandonar la habitación. Al llegar a la puerta se detuvo para hacer una última pregunta o decir una última palabra, pero me adelanté y no le dejé hablar.
—Comprended que soy un juez y que no han de importarme las consideraciones que los soldados españoles puedan hacer sobre mis decisiones. Mi oficio es la justicia, no el prejuicio. Y sabed, además, que estáis acabando con la poca paciencia que me queda.
Giulio Battista Évola me miró antes de repetir aquel gesto tan característico suyo, el de acariciarse la cicatriz de la cara lentamente. Y después sonrió, con una sonrisa de insatisfacción que prometía males mayores, antes de cerrar la puerta sin dirigirme la palabra. Esa noche, sin duda, encendí la leña de mi propia hoguera.
Aquél viaje se había convertido en un punto de inflexión en mi vida y en mi carrera, en el episodio más importante de mi existencia, de la pasada y de la por venir. Lejos de casa, algo habitual en mi trabajo, y de los afectos recién adquiridos, estaba sólo y tenía que tomar una decisión de la que dependería mi futuro y el de todos aquellos que habían depositado su confianza en mí. Por supuesto, yo no iba a dedicar aquel día a estudiar el caso de Tami, como le había asegurado a Évola, sino a reflexionar sobre mí y sobre todo lo que me había pasado.
El futuro era incierto ahora que mi camino, recto hasta entonces, se había bifurcado y vuelto a bifurcar en varias direcciones, todas ellas posibles. Había cumplido las órdenes de Iuliano de forma impecable, nada se me podía reprochar: tenía en mi poder los libros prohibidos y con ellos la gloria necesaria para ascender en la carrera eclesiástica, algo que hasta entonces era prioritario para mí. Adquirir poder. Aumentarlo. Pero allí estaba Tami, representante de otra realidad, invitándome a entrar en ella. Aquel sacerdote me recordaba a mí mismo hacía años: la vehemencia que ponía en las cosas del espíritu, mi entrega a la defensa de la fe a través de mi entrega a los demás. Era el camino de Piero Del Grande, aquél que me obligaron a abandonar, para el que fui educado. Y ahora, cansado de tantas intrigas, el discurso honesto, sincero y sencillo de aquel sacerdote «hereje» me llegaba al corazón. Actuar como él me pedía era renunciar a mi cargo. Ambos caminos eran irreconciliables, y una vez hubiera decidido internarme en uno de ellos, no habría marcha atrás. O yo no era capaz de ver la posibilidad de retroceder. Deseaba evadirme, tomar el camino de la renuncia total, pues me conducía directamente, sin apenas recorrido, a Raffaella, mi niña querida.