Authors: Patricio Sturlese
—Puede que sea un brujo, pero es humano —aseguré.
—¡Por Dios, si intentó asesinaros! ¿Y pensáis que no tiene nada que ver con la muerte del capellán? —exclamó Martínez, desesperado.
—Es posible que tenga un cómplice. Estoy seguro de que Xanthopoulos no asesinó al padre Valerón.
—Eso empeora las cosas —musitó Martínez, bajando la cabeza.
—Y si tiene un cómplice, por fuerza ha de ser otro brujo —afirmé en un susurro—, que nos acechará en nuestro camino en tierra.
—Reforzaré vuestra custodia, Excelencia —aseguró Martínez.
—Confío plenamente en vos, Martínez. Pero ¿y Xanthopoulos? ¿Quién se encargará de él cuando partamos? —pregunté.
—Desembarcará con nosotros —afirmó el capitán sabiendo que no iba a gustarme su respuesta—. Tenemos que llevarlo para entregarlo a las autoridades civiles en Asunción. ¡Dios mío! El almirante Calvente no desea tenerlo en el barco ni por todo el oro del mundo. Bastantes problemas le ha causado ya el maldito polizón.
—¿Y cuál será el informe del almirante sobre las muertes? —quise saber.
—Xanthopoulos es el culpable y será juzgado en Asunción.
—¿Y el capellán? —pregunté extrañado, pues no se podía acusar al polizón de esa muerte.
—También se le inculpa de la muerte del padre Valerón. El informe debe cerrarse, Excelencia —afirmó Martínez, aunque no parecía muy de acuerdo con el procedimiento.
—Capitán Martínez... Tengo que pediros un favor —le dije con la confianza que el largo viaje había hecho posible entre nosotros.
—Pedid lo que sea, Excelencia —respondió el capitán tan solícito como siempre.
—Tratad en lo posible de mantener a Xanthopoulos fuera de mi vista y, sobre todo, rodeadlo de la máxima seguridad. ¿Podréis hacerlo?
—Dadlo por hecho. No notaréis su presencia en nuestro viaje por tierra. Mis soldados lo alejarán de vos.
—Sois muy amable, capitán, y os lo agradezco. Por cierto, ¿sabéis cuánto tardaremos en llegar al lugar que señala este mapa?
Le tendí el mapa al capitán, que no tardó en extenderlo sobre el escritorio. Martínez miró con atención y con el índice siguió el recorrido marcado en el papel. La cartografía solía pecar de imprecisa, sobre todo la de aquellas tierras recién descubiertas, pero yo esperaba que los cartógrafos del Vaticano se hubieran esmerado y su precisión hubiera igualado a su curiosidad por estas tierras de los confines del mundo.
—Un día o dos, no podría precisarlo —calculó el capitán.
—¿Tanto tiempo? ¿Y a pie?
—Tal vez más, Excelencia. Nunca había visto selvas tan pobladas como éstas, llevo días observando la tupida vegetación que se aprecia en las orillas. Las plantas lo cubren todo y seguro que nos dificultan el paso arruinando mis pronósticos más optimistas.
—Bien. Espero que después de este viaje tanto vos como yo podamos tomarnos unos días de asueto —dije intentando quitarle hierro a la conversación.
—Ojalá, daría un dedo de la mano derecha por estar un día en mis tierras de Benajarafe.
Miré al capitán y pensé para mis adentros, deseando que mi conciencia fuera sorda, que yo daría la mano por una hora con Raffaella.
—¿Excelencia? —me preguntó Martínez con suavidad, sacándome de mi ensoñación.
—Benajarafe —dije al instante aparentando lucidez—. ¿Dónde queda?
—A pocas leguas de Málaga, en la costa andaluza. Un lugar muy hermoso, os lo aseguro.
—Me alegro por vos, sois un hombre afortunado. Por cierto, si alguna vez visito España, no descartaré acercarme a Benajarafe —dije con una cálida sonrisa.
—Será un honor para mí recibiros en mi casa —dijo Martínez haciendo gala de su exquisita educación.
Después, y siempre escoltados por la guardia que me había asignado el capitán, caminamos hacia proa, rumbo al comedor, para celebrar la última cena a bordo junto al almirante Calvente y sus oficiales. La mañana siguiente sería distinta; por fin pisaríamos tierra firme, una tierra que por lo visto era rojiza como el bronce y sugerente como una insinuación.
El desembarco se realizó con la primera claridad del día, rápidamente y con renovado espíritu de trabajo. Después de dos meses de encierro en el galeón, de los que cabía exceptuar las pocas horas que habíamos descansado en las islas Canarias, los ánimos parecían estar entregados en una suerte de resignación en la que la tierra parecía olvidada, arrancada de nuestras mentes por la monótona extensión de agua, el viento constante y el horizonte vacío. Los soldados ansiaban sobremanera caminar libremente por los prados, algo trivial para otros, pero un tesoro para un prisionero del mar que necesita recuperar sus recuerdos. En cierta forma, las vidas de todos cambiarían en tierra, pues los soldados de Martínez, que lejos de ser marineros no tenían sus costumbres, ya no estarían obligados a dormir sobre hamacas, ni a sufrir por las pulgas. Estar en tierra era un regalo, algo preciado, que cada uno disfrutaba a su antojo y descubría con ojos de recién llegado.
Martínez galopó por la playa a lomos de un cartujano negro, con una espléndida coraza que le cubría pecho y brazos, y un sable con empuñadura de oro. Su capa ondeaba al ritmo del caballo y cuando se separaba de la coraza, dejaba ver a la espalda del capitán dos largas pistolas con culatas ornamentadas. Sólo le faltaba una daga oculta en la bota para ser el hombre mejor pertrechado que yo había visto en mi vida. Con él había descendido del barco una dotación de sus mejores hombres, armados con mosquetes. Lentamente, hollamos el nuevo suelo. Y, poco a poco, fuimos encontrando lo que la selva nos iba a deparar.
Pronto supimos que la tierra y sus encantos habían sido una ilusión, una esperanza que había durado poco porque, simplemente, habíamos cambiado un encierro por otro, un hastío por otro peor. Las pulgas ya no me hacían sufrir, ahora eran los mosquitos, tan grandes como pájaros y tan osados como vampiros, que se acercaban a nosotros a cientos. También me molestaba el persistente y rancio olor de las cabalgaduras, su estiércol y su orín. Eso sin contar con la asfixiante temperatura, que calentaba el aire hasta hacerlo prácticamente irrespirable. No había bebida que no pareciese sopa, el agua era espesa; los licores, fermentos; los vinos, caldos. Todo era sudor, sudor y un paisaje muy poco seductor, pues en medio de la jungla se repetía un árbol tras otro, tan atractivos al cabo de un rato como granos de arroz en una cazuela.
Sabía muy poco de esta tierra y menos aún de los parajes lindantes. De vez en cuando advertíamos la presencia de los nativos, que salían de entre el follaje para lanzar sus flechas a todo lo que se movía y no tenía su color de piel. Algunos soldados comentaban que había tribus que lo devoraban todo, incluidas las armaduras. Todo aquello no eran más que fanfarronadas de taberna contadas por los que al regresar a Europa querían captar durante algunas horas la atención de borrachos y prostitutas.
Desde que el dominico fray Bartolomé de las Casas denunciara los abusos que se estaban cometiendo contra los indios desde el inicio de la conquista del Nuevo Mundo, cada vez que se fundaba una nueva ciudad y se organizaba el gobierno de los territorios lindantes, la Iglesia disponía el envío de sacerdotes que evangelizaran, y también protegieran, a los indígenas. Yo sabía que los franciscanos habían llegado a aquellas tierras un año después de que se fundara Asunción en 1537, y habían establecido, en la llamada provincia de Guaira, unos asentamientos en los que enseñaban religión católica, agricultura, artesanía y pequeñas industrias a los guaraníes. Y además, algunos, como Luis Bolaños, no sólo habían aprendido a hablar la lengua de aquellos hombres, sino escrito un catecismo en guaraní. ¡Qué distinta la labor de aquellos hombres a la de la Inquisición!
El capitán Martínez mantenía un grupo de soldados de avanzada constituido por diez hombres, mientras que otros quince escoltaban a la compañía, formada por nosotros y otros veinte soldados, cuatro de ellos destinados a custodiar al prisionero. Así pues, cuando creía haber abandonado el infierno del navío, lo cierto es que sólo había ganado un paseo por el jardín del purgatorio.
Al caer la noche todo se complicó. Durante la hora que siguió al ocaso una cabra había muerto. Se desplomó, agotadas sus fuerzas por los mosquitos, exhalando un último y quejumbroso aliento. Después, Martínez me informó de que debíamos apagar todas las luces —teas, lámparas de aceite, faroles— para no atraer a los malditos insectos y de que tendríamos que aprovechar sólo la luz de la luna, pues al parecer ni las armaduras soportaban sus terribles embates. Además, estaban los jaguares que se acercarían por la noche para intentar conseguir comida fácil, algún español exquisito engordado con jamón y buen vino.
El capitán no tardó mucho en acercarse a mi carruaje para comunicarme que tendría que abandonarlo, pues no podía seguir adelante por su volumen y el poco espacio que dejaba la selva para su paso. Así que le quitaron el eje y las ruedas, soltaron a los caballos y, amarrando a la cabina dos largas vigas, improvisaron un palanquín que ocho soldados transportarían a hombros. Seguramente para los esforzados soldados españoles, el inquisidor y sus baúles eran los primeros candidatos para dejar olvidados entre el follaje, pero ninguno de sus rostros delató tal pensamiento. Évola había decidido realizar el viaje a lomos de una mula, tapado de pies a cabeza con su hábito benedictino que le protegía de los voraces mosquitos y le hacía deshidratarse en espesos sudores.
Siguiendo los consejos del capitán, cerré las cortinas de la cabina y me cercioré de que ningún destello de luz escapase al exterior. Encendí luego una lámpara de aceite y descansé la espalda con un suspiro, que nació en mi pecho y murió en mi boca con resignación.
El último lacre me había abierto los ojos. La realidad se asemejaba mucho a la carta de Anastasia. Desde el principio presentí una conspiración, ésa que Piero Del Grande mencionó por primera vez y que Anastasia corroboraba en su escrito. Era hora de saber qué decía mi maestro. Ya estaba en tierras del Virreinato y podía leer su carta. Busqué en uno de los baúles y la tomé. Me había causado tanta intriga como los sobres lacrados de la Inquisición, pero esperaba que fuera menos enigmática. Antes de abrirla me serví las últimas gotas de cristalina grappa, di un trago lento y corté la solapa del sobre:
Génova, 30 de noviembre del año 1597 de Nuestro Señor.
Querido, apreciado y siempre muy amado discípulo mío:
Después de mi confesión, aquélla que guardé, aquélla que silencié y reservé sólo para cuando tu formación se hallase completa, no en galardones de nuestra Iglesia, sino en enseñanza del espíritu, ésa que sólo el ojo del maestro percibe, aún tengo otro asunto que debes conocer.
Digo y manifiesto que tu formación es completa y que tu vocación debe dedicarse a un único fin: servirnos a nosotros, la Corpus Carus, que existimos como una gran masonería oculta en el seno de la Iglesia.
Cumplí con mi labor en cuanto pude, educándote, guiándote y protegiéndote. Di rienda suelta a tu vocación de justicia, permitiendo incluso que abandonaras mi ala y entregándote a los dominicos. Sé que el vínculo entre nosotros jamás se debilitó lo más mínimo, a pesar de los largos períodos que pasamos sin vernos en los últimos años.
Porque mi amor te llevó al equívoco y destruyó todo lo que te había enseñado: este día en que decidí hablarte de tus orígenes, una verdad que me había quitado el sueño durante años y que fue la causa de que no nos viéramos tan a menudo como ambos habríamos deseado. Una verdad pospuesta desde el mismo día en que entraste en el monasterio envuelto en la mortaja de tu madre. Pero ahora que sabes la verdad, revelada por mi boca y sufrida por mi corazón, te exhorto a que cumplas la misión para la que estás predestinado: el servicio de Nuestro Salvador Jesús, de su Iglesia y de nuestra Corpus Carus, que hoy a gritos pide tu ayuda.
Bajé lentamente la carta y contemplé atónito la llama de la lámpara. ¿Qué clase de proposición era aquélla? ¿Acaso mi maestro había enloquecido?
La Corpus Carus necesita que te entregues y veles por ella, por tus cofrades, aunque no sepas quiénes son y aún no tengas noticias de ellos. Y este viaje que llegará a su mitad cuando leas esta carta es parte de tu misión. Por eso insistí personalmente en que embarcaras. De igual forma que las negras nubes de la tormenta asoman en tus días, la claridad de la Corpus te ayudará a meditar y buscar con esperanza esos retazos de cielo azul que se abren cuando descarga la lluvia.
Súbitamente recordé la carta de Anastasia, la trama de conspiraciones alrededor de mi persona que ella mencionaba, y sus recomendaciones para que fuera cauto.
Recuerda siempre un nuevo pensamiento que debes sumar a los que ya posees y que no es contrario a ellos, sino multiplicador de tu fe y tu propia estimación. Un Caballero de la Fe, que forma parte de la Corpus, nunca debe alejarse del lema: «El Vicario de Cristo es lo que dicta nuestra espontánea y primera conciencia». Sin negar al Sumo Pontífice nuestra obediencia, nuestra primera premisa es que Cristo está en nuestro corazón y toda determinación que de él salga estará ungida por Su gracia. Cada decisión que tome un Caballero de la Fe está forjada en el Espíritu y templada en la unidad de nuestra Hermandad.
Querido Angelo, no estarás solo. De ahora en menos tiempo del que podría parecerte razonable, heredarás un cargo que no esperabas. Hallarás hermanos de la Corpus Carus que se presentarán oportunamente en tu viaje, y se darán a conocer pronunciando nuestro lema: Extra Ecclesia nulla salus.
Y bajo orden expresa mía, un hermano velará por ti durante todo el viaje pero no sabrás quién es hasta que lo crea oportuno.
Esperando volver a verte, te envío un cálido saludo y un deseo inmenso de paz.
Tuyo en Jesús,
Padre PIERO DEL GRANDE
Doblé la carta rápido como un rayo, luego me asomé entre las cortinas, un instante, para mirar hacia la selva iluminada en luz de luna, buscando.
—¿Un hermano estará velando por mí en el camino? —me pregunté—. Pero ¡si un brujo casi me mata en el galeón!
Volví a mirar el final de la carta:
Extra Ecclesia nulla salus
, «fuera de la Iglesia no hay salvación». Ésas eran las palabras que había de pronunciar cualquiera que quisiera darse a conocer como miembro de la
Corpus Carus
. Guardé la carta en el fondo falso del baúl que llevaba mis pertenencias, y luego medité, medité cuanto pude, mas todo se me volvían preguntas sin respuesta: Piero Del Grande quería que yo estuviera allí, quería que actuara en nombre de la
Corpus Carus
, incluso me anunciaba que heredaría un cargo... ¿Cuál era mi misión? ¿Cuánto debía esperar para saberlo? Y ese cargo que iba a heredar... Mis sentimientos eran confusos, pero en cierta manera aquella carta me había aligerado del peso de la soledad. Si había emprendido finalmente aquel viaje a lo desconocido no fue por lealtad a la Inquisición o al Papa: fue por Dios, por su Iglesia y por la insistencia de Piero Del Grande. Y nunca, en todos estos días largos, tediosos y llenos de peligros insospechados, había estado sólo: mis dos maestros estaban conmigo.