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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (30 page)

—¡¿Qué haces en mi camarote?! ¡¿Qué demonios quieres?! —conseguí gritar mientras saltaba del lecho hacia la otra punta del cuarto.

—¡Shhh...! ¡Silencio...! Sólo he venido por vos... —murmuró el vikingo.

Cogí uno de los candelabros y lo amenacé con él, mientras gritaba sin cesar con la esperanza de que la guardia prometida por el capitán Martínez estuviera cerca de mi puerta.

—¡No gritéis...! Ellos no os protegerán. ¡Dejad de gritar, por el amor de Dios! —insistió la tenebrosa figura.

—¡No te acerques...! Te golpearé si lo intentas.

Aunque me esforcé en demostrarlo, no pude esconder el miedo que fluía de mí como un torrente. Y él lo notaba.

—Tenemos que hablar... Más os vale no despertar a los demás... Es una conversación íntima entre vos y yo.

—¿Sobre qué?

—Sobre brujería... Sobre los libros...

—No tengo nada que hablar contigo —respondí—, no te conozco... Y no creo que esconderte en mi cuarto y aparecer en medio de la noche sea la mejor manera para conseguir que hablemos. ¡Eres quien creo, eres el asesino! —terminé gritando.

—Os equivocáis. Sólo he venido por vos. Dejad de gritar y hablad conmigo. Esconderme aquí era la única manera que tenía para hablar con vos sin que nadie nos vincule.

—¡Quieres matarme! ¡Como hiciste con los otros! —grité.

Cuando ya sólo le faltaban un par de pasos para alcanzarme, alguien golpeó a la puerta.

—Excelencia, ¿os encontráis bien? —se oyó en el pasillo.

—¡A mí la guardia! ¡Intentan matarme! —grité con todas mis fuerzas mientras, acorralado contra la esquina, veía cómo aquel hombre sacaba una daga de entre sus ropas.

—¡No debisteis alertar a los demás! —gritó—. ¡Estáis arruinándolo todo...!

La puerta se vino abajo y la guardia entró en la habitación. Aunque el intruso intentó alcanzar la ventana para escapar, fue reducido y desarmado. Le ataron las manos a la espalda y le obligaron a tumbarse boca abajo en el suelo.

—¿Estáis bien, Excelencia? —preguntó el cabo Llosa, muy alarmado.

El cabo había dado la orden de entrar y, ayudado por el resto de la guardia, pudo derribar la puerta y librarme de lo que parecía una muerte segura. Esa noche Andreu, en cierto modo, había actuado como mi ángel guardián.

—Sí, lo estoy —respondí agradecido.

—Oí vuestra voz desde el pasillo. Por un momento pensé que estabais mareado de nuevo, pero cuando escuché una segunda voz, y luego vuestros gritos... ¿Os ha herido?

—No, no tuvo tiempo —respondí sin poder ocultar mi excitación, ni mi olor a alcohol.

El almirante Calvente entró súbitamente por la puerta, pistola en mano. Su rostro delató que había sido arrebatado de un grato y profundo sueño. Detrás de él aparecieron Martínez y cinco soldados más, todos ellos con largos arcabuces. Por último, asomó Évola.

—¿Os encontráis bien, Excelencia? —exclamó preocupado el almirante, con las marcas de la almohada aún en su rostro.

—Sí, estoy bien, ahora estoy bien...

—Mirad esta daga, almirante —dijo Martínez levantando el arma del suelo—. Creo que nuestro amigo tenía intenciones siniestras.

El capitán revisó meticulosamente al detenido, cogió algunas de sus cosas y, agarrándolo por el pelo, le alzó la cabeza.

—¿Lo reconocéis? —preguntó el capitán a Calvente.

El almirante lo observó y luego murmuró:

—El polizón... Es él.

Un profundo silencio siguió a las palabras del almirante.

—El médico tenía razón —dijo Martínez—. Era el hombre del pantoque.

El napolitano se arrodilló y extrajo un pequeño papel de la camisa del intruso. Mostraba el esbozo de un pentagrama.

—Es un brujo —dijo Évola.

Martínez y los soldados se santiguaron.

—Por el amor de Dios... Llévenlo al calabozo —ordenó Calvente mientras guardaba el arma—. Mañana estudiaremos esto y todo se esclarecerá.

Tras el pavoroso suceso, ante mi puerta se instaló una guardia permanente. El polizón fue llevado a la bodega, con grilletes en manos y pies, muy lejos de mí y de sus oscuras intenciones. Al parecer, el asesino había dado un mal paso y ahora la tripulación podría descansar de nuevo, con tranquilidad.

Aunque no iba a durar demasiado.

Las brujas de Montpellier
Capítulo 33

Podría decir con total certeza que los festejos de fin de año nos trajeron más penurias que alegrías; y no lo digo por la celebración en sí, sino por el desafortunado encuentro entre oficiales de las diversas galeras. El caprichoso destino quiso que aquel día coincidiera con la llegada al punto de separación entre nuestros galeones y el resto de la flota de Indias. El almirante Calvente, después de ordenar echar anclas a escasas leguas de la isla de Trinidad, consideró oportuno realizar una reunión de oficiales para despedir a los que seguían rumbo a Cartagena de Indias y, de paso, celebrar el año entrante con la fraternidad de los marinos: un deseo bondadoso que causó un engorro casi irreparable a nuestra tripulación. Porque con cada oficial de las distintas embarcaciones dimos la bienvenida a una infinita cantidad de pulgas.

Veintitrés días más tarde de este suceso, puedo confesar que el infierno tomó forma de navío. Me rascaba sin parar y no paraba de contar ronchas en mis piernas, brazos y cabeza. Las pulgas se habían reproducido a placer en aquellas carabelas que llevaban bestias y, gracias al deseo de confraternización de Calvente, subieron a nuestro galeón de la manera más digna y allí siguieron aumentando con el calor, nuestro propio bestiario y nuestra noble sangre. A pesar de todo, el ánimo de la tripulación había mejorado notoriamente tras la detención de Nikos Xanthopoulos, griego y sobrino de un pintor errante apodado El Greco. Aunque sostuvo con tozudez su inocencia sobre los crímenes acontecidos, después de su reclusión, y para tranquilidad de todos, no se había producido ninguno más.

Pero el sosiego no tardó mucho en abandonarnos, pues además del ataque incesante de las pulgas, días atrás, mientras navegábamos en aguas brasileñas, cerca de la ciudad de Sao Paulo, un marinero enfermó de malaria y falleció lastimosamente a los pocos días. La idea de tener un malato a bordo nos aterrorizó a todos y obligó a tomar medidas drásticas: además del cadáver, costumbre habitual en el mar, se arrojaron al agua todas las pertenencias del difunto y se roció gran parte del navío con agua de rosas y fragancias supuestamente purificadoras.

La mañana del 23 de enero de 1598, y no en las mejores circunstancias, vi lo que podría describir como un mar negro, pero que no era tal, sino como me señaló Andreu, un río: el inmenso río Paraná, que se abría de horizonte a horizonte. Se acercaba, pues, el momento de abrir el tercer sobre. Durante la noche y gran parte del amanecer, una feroz tormenta había sacudido el
Santa Elena
. La vela mayor se había hecho jirones y el mástil de la menor estaba completamente astillado. El mar negro se había presentado de una forma poco cordial, agitando sus aguas oscuras como si hubiesen sido vomitadas por el mismo Neptuno. Los desperfectos nos obligaron a echar anclas y dedicar el resto del día a reparar los daños.

Sin duda aquél fue el día más aburrido del viaje, varados, con una persistente llovizna y la ausencia total de compañía de mi agrado. Por lo que sabía, el almirante Calvente estaba borracho y encerrado en su camarote esperando que pasase el fatídico tiempo de reparación. Martínez no se separaba del capellán, quien lo confesaba casi cada hora, para que si se contagiaba de la enfermedad estuviera en estado de gracia, digno de merecer un buen lugar en el Reino de los Cielos.

Durante el mediodía me negué rotundamente a asistir al almuerzo en el comedor, puesto que prefería no cargarme con más pulgas de las que ya tenía. Pero no perdí el tiempo: encargué una gran cantidad de aguardiente para sorpresa del mozo que me lo trajo. No bebí ni una gota sino que lo usé para lavar mi cabello y mi cuerpo, como un remedio desesperado para acabar con las pulgas. Después rocié el piso y las paredes, para además de con las molestas chupasangres terminar con cualquier portador de malaria. Sofocado por los vapores etílicos, me acurruqué en un rincón del lecho.

Habían pasado muchos días desde que leyera la carta de Anastasia y Xanthopoulos fuera confinado. Días en los que mi cabeza trabajó con ahínco para ordenar toda la información que, de una u otra manera, había obtenido sobre los libros y aquellos que los perseguían. Por un lado, el cardenal Iuliano me había encargado sonsacar a Gianmaria sobre el paradero del Necronomicón, pero sin mencionarme la existencia de un segundo libro hasta que yo no le confirmé que sabía dónde había ocultado el hereje el primer libro, y lo hizo sin darle demasiada importancia. Después, aquel papel de Isabella Spaziani me confirmó la existencia del segundo libro, el
Codex Esmeralda
, más pernicioso si cabe que el primero, pues era la llave que abría los conjuros malignos de aquél. El hallazgo, fruto del azar, no debió de ser del agrado de Roma, cuya intención hasta entonces había sido la de ocultarme su existencia. Y fue mi querido maestro, Piero Del Grande, el encargado no sólo de confirmarme la importancia de ambos libros, algo que yo ya había deducido de los pocos datos obtenidos del cardenal y de mi visita al archivo de la Inquisición, sino también mi bastardía y la existencia de una batalla a tres flancos para alcanzar los libros que la carta de Anastasia había esclarecido aún más. Una batalla que, a tenor de la revelación de Iuliano en la catedral de San Lorenzo, parecía tener ya un vencedor: el propio Iuliano. Lo que nadie sabía, ni siquiera yo hasta conocer el nombre auténtico de la bruja de Portovenere, era que mi vida estaba ligada a esos libros desde hacía tiempo de manera fortuita.

Muchos años atrás, diez para ser exacto, mi recién adquirido cargo de Inquisidor General me llevó a intervenir en un extraño caso. Un abad francés había solicitado los servicios del Santo Oficio. Comoquiera que en aquel tiempo las guerras de religión asolaban el reino francés y la mitad del territorio había sido tomada por los protestantes, la jurisdicción de la Iglesia de Roma era escasa, sobre todo en el sur, desde donde, precisamente, se recibiera la solicitud del abad: Montpellier, un bastión protestante poco aconsejable para los católicos. En enero de 1588, acompañado por mi notario y discípulo, Giovanni D'Orto, partí en un largo e incómodo viaje desde mi Liguria natal hasta Francia. Disfrazados de comerciantes para evitar los controles de los hugonotes, nombre por el que se conocía a los protestantes franceses, cruzamos la frontera a lomos de sendas mulas y conseguimos llegar a la majestuosa ciudad de Aviñón. Allí nos dirigimos al que fuera palacio de los Papas cismáticos, junto al Ródano. En aquel edificio, símbolo de la gloria de los Papas que durante más de sesenta años habían gobernado la Iglesia francesa al margen de Roma y de la gran influencia de los reyes de Francia sobre la Iglesia, nos esperaba el ya fallecido abad Vincent Lanvaux, encargado de recibir a aquellos comerciantes que escondían sus crucifijos y los distintivos de la Santa Inquisición bajo ropas seglares. Aviñón fue nuestro descanso y refugio, un enclave católico en aquel vasto reino convertido al protestantismo.

El abad Lanvaux nos ofreció todo lo necesario para recuperar nuestros exhaustos cuerpos del áspero y tortuoso viaje en mula y, cuando estuvimos algo repuestos, no esperó más para comunicarnos lo que debíamos saber para cumplir la tarea que nos había sido encomendada.

—No sabéis lo que me alegra que estéis por fin aquí —dijo Lanvaux.

Tenía un rostro afable y bien coloreadas sus mejillas y nariz, puede que por su afición al vino tinto, que no tardó en demostrar llenando tres vasos y dando al suyo un trago largo.

—Pensé que jamás llegaríamos —le confesé—. Los protestantes están por doquier y ya sabéis que no son muy «tolerantes» con los ministros de nuestra Iglesia.

—Dios es sabio y ha escuchado mis plegarias. Vos sois la respuesta, la prueba viviente de que el Señor todavía me escucha.

—Abad Lanvaux: si internarse en tierras protestantes ya es una absoluta locura aún lo parece más tener que llegar hasta el centro del dominio hugonote para investigar a un par de brujas...

Lanvaux me regaló una cálida sonrisa.

—No se trata sólo de un par de brujas...

—Bien, explicadnos entonces...

—Deberéis ir al sur de Montpellier, donde no vais a encontrar mucha ayuda, por no deciros ninguna, para investigar a una señora de apellido Tourat, madame Tourat, de quien se sospecha realiza ritos satánicos y hechizos que proceden de un libro, al parecer, extraordinario.

—Si los hechizos son reales, el libro ha de ser excelente. La mayoría de lo que el vulgo considera hechizos no son más que buenos trucos —añadí.

—Es por eso, mi querido hermano, por lo que habéis venido de Italia y no sólo para investigar a un par de brujas en tierra hostil. Ese libro es nuestro objetivo. Debéis traerlo a Aviñón junto con su dueña. Después convocaremos una sesión del tribunal e investigaremos a fondo sus artes.

—Entonces, ¿todo esto es por un libro? —dije algo sorprendido—. ¿Realmente es tan importante?

El abad apuró de un trago su copa antes de responder.

—Lo suficiente para que el Papa os ordenara venir en cuanto se lo hice saber. Nuestra Iglesia está tan interesada en este caso que parece incluso dispuesta a cometer locuras para conseguir lo que quiere. Ahora ya sabéis por qué estáis aquí.

Al día siguiente, aprovechando el atardecer, me despedí del abad Lanvaux prometiéndole un pronto regreso. Él me respondió que Dios deseaba que así sucediera y que nada podría vulnerar su deseo. Sus palabras líricas, providenciales, bondadosas y optimistas lograron que creyera que mis días serían iluminados y me infundieron una confianza que me ayudó a tranquilizarme en los momentos de tensión extrema que me quedaban por vivir. Con las primeras sombras de la noche, otra vez sobre el duro lomo de una mula, mi notario y yo partimos hacia la ciudad de la Gran Bruja, hacia Montpellier.

Desangrada, fatigada y empobrecida, primero por la larga guerra contra los ingleses y ahora por las guerras de religión entre protestantes y católicos, que tantas vidas se habían cobrado desde su inicio en la cruenta noche de San Bartolomé, los campos y lugares que atravesamos en nuestro viaje mostraban la devastación que las luchas continuas estaban causando en Francia. Al llegar a Montpellier decidimos alojarnos en las afueras de la ciudad para evitar exponernos a protestantes curiosos quienes, de encontrarnos, serían más peligrosos que alacranes en nuestras ropas. Y así, a cambio de unas pocas monedas, fuimos alojados en una modesta casa de campo.

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