Authors: Patricio Sturlese
—Será sólo cuestión de días que lo hallemos. No puede esconderse para siempre —dijo el almirante con firmeza, intentando dar por concluida la conversación—. De todas formas, mantendré bajo custodia al pasajero del pantoque.
La cena terminó con las mismas dudas con que había empezado. Martínez, encargado de protegerme, me prometió para esa misma noche una guardia de los suyos en la zona de mi camarote y el de mi notario.
Aquella noche, en mi camarote y encerrado con llave, no pude conciliar el sueño. Intenté dormir, apagué el candelabro, me acomodé en el lecho caliente, tenía todo lo necesario para relajarme y dormir, pero no era capaz de pegar ojo. Incluso pensé en salir de allí y dar un paseo por cubierta, ¡una verdadera locura...! Las ganas de salir se fueron tan deprisa como llegaron con sólo pensar que un asesino deambulaba por el galeón. Y, además, el comportamiento de Évola, acusándome delante de todos de manera tan ambigua que incluso yo podría haber parecido el asesino. Decidí acudir a la botella de
grappa
, que tan medicinal me estaba resultando en aquel largo viaje. Me acomodé sobre la cama con la botella, dejando que mi vista se perdiera por la habitación en penumbra y la detuve sobre los baúles. Mis cosas, la razón del viaje, los engaños, Raffaella, las cartas de mi maestro y de Anastasia, que había perdido tras mi accidentado primer día de viaje. Debían de haberse caído en algún lugar cuando me desvistieron para quitarme las ropas manchadas por el vómito antes de trasladarme a la bodega. Las había buscado sin éxito cuando me devolvieron las ropas limpias, las había olvidado, de manera intermitente, tras los asesinatos, pero ahora, después de varios tragos largos había vuelto a mí su recuerdo. Apoyé la botella en el suelo, encendí el candelabro y decidí, un poco ebrio ya, remover los baúles y el resto del escaso mobiliario de mi camarote para intentar encontrar las cartas. Ayudado por esa clase de percepción que da el alcohol, vi cómo, bajo uno de los baúles, una línea blanca muy leve sobresalía entre el entablado del suelo. Allí estaban. Las cartas. Se habían deslizado entre dos tablas. Las recogí, riendo, lleno de alegría, besé la de Piero y la puse a buen recaudo en el baúl donde guardaba mis libros. No la volvería a perder hasta que llegase el momento de abrirla una vez en tierras del Virreinato.
Tomé la de Anastasia, acerqué el sobre a la luz, rompí el lacre y extraje el contenido. Acomodé la almohada para poder leer y, dando otro largo trago de la botella, me dispuse a hacerlo:
Angelo, es para ti y pensando en ti todo lo que aquí escribo. Espero que lo guardes como las palabras de una dama, y no simplemente como las de la hija de tu superior. Lee con confianza y acéptame.
Percibí instantáneamente el aroma penetrante del perfume en el papel, que, a pesar del largo cautiverio, afloraba en deliciosa fragancia llegando a mi nariz como un grato aliento. Anastasia empleaba una prosa informal, había abandonado el protocolo por un tuteo espontáneo y fresco, tan halagador como sospechoso. Anastasia, la pretendida sobrina del cardenal, era la joya de la antigua familia Iuliano. No sólo era una dama de la aristocracia florentina, sino un arma diplomática que el cardenal usaba en interés de su familia y, a decir de muchas bocas, gratamente efectiva, pues tanto su discurso como su porte eran capaces de enamorar a las mismísimas estatuas de los dioses griegos que atesoraban los
Uffizi
.
Genova, 30 de noviembre de 1597
Debo decirte que es extraña la fuerza que me impulsa a escribir esta carta y me obliga a abandonar las formalidades. Te pido que perdones mi osadía y este tono inusual y en exceso confidente, y lo tomes como lo que es: la única forma espontánea de dirigirse a ti que encuentra esta alma inquieta.
Es noche cerrada. Escribo con la única comodidad de un candelabro y un escritorio ajeno, en la nunciatura apostólica de Genova, donde me han alojado después del auto de fe. Y de conocerte.
Recordé aquel día y el deleite que entre tanto dolor, angustia y misterio resultó para mí su esbelta figura. Recordé, no sin vergüenza, la mirada que dirigí a su pecho firme, que ella enseñaba generosamente, el exquisito equilibrio de sus brazos y de sus hombros delgados. Y aquellos ojos verdegris, cambiantes como un eclipse, con el destello de una esmeralda ante una llama. Bebí otro trago de
grappa
y dejé que ardiera en mi garganta mientras impulsaba unos pensamientos desbocados.
Sería un regalo divino tener en mi lecho a Anastasia, ¡claro que sí! Poder sentir y descubrir su cuerpo había de ser una experiencia sublime... Rozar y capturar sus senos abundantes, refugio de los más nobles y depravados deseos... Sus caderas... ¡Quién podría resistirse a los embates caprichosos de la hija del cardenal! ¡Quién no dejaría fluir su alma en un torrente de satisfacción dentro de su vientre, si luego, en definitiva, podría hallar la paz en su rostro inmaculado! A diferencia de lo que sucede con cualquier prostituta, ¿quién querría que ella abandonara el lecho después del coito? No. Retenerla allí para apreciarla, acariciándola, como hacen los maestros joyeros con las gemas más preciadas...
Por un instante, Raffaella D'Alema se hizo presente en mis pensamientos. La pequeña y hermosa romana apareció para darme un mensaje claro: mi corazón ya tenía dueña. ¡Claro que sí! Busqué en mi cuello la cadena y deslicé mis dedos hasta la medalla de la Virgen que Raffaella me había dado en el puerto. La observé a la luz y medité. ¿Acaso Dios no podría regalarme a ambas? ¿Sería demasiado pedir? ¿Cómo sería tener a Raffaella y Anastasia en un mismo lecho...? Besarlas y poseerlas, que ellas se acariciaran ante mis ojos, disfrutar de sus cuerpos, tan distintos, admirarlas como a reliquias del placer más absoluto. ¡Así debería ser el Paraíso...! Pero ¡demonios! Ésta no sería una petición para el Padre Celestial, sino más bien un deseo sólo confesable al mismísimo Satanás. A cientos de leguas de Italia, en mitad del océano, en cierta forma, la carta de Anastasia había logrado enervar todos mis sentidos. No por mi pericia en el arte de la navegación, sino por mi deseo incontenible de una mujer, comenzaba a parecerme a un marino.
Muy alejada de mis fantasías de disfrutar de Anastasia y Raffaella, aquella carta no era, por supuesto, una invitación a compartir lecho sino algo mucho más propio a su condición de miembro de la familia Iuliano. El resto de la carta dio un vuelco a mis pensamientos libidinosos y a mi corazón.
El porqué de mi interés hacia ti debe quedar forzosamente postergado a un segundo plano, pues ahora no es menester averiguarlo, y menos aún entenderlo.
Mi padre desconoce por completo la existencia de estas líneas, por lo que te suplico encarecidamente que nunca salgan de ti: serían vistas como una traición. Es un intento desesperado, un impulso que no he podido resistir. Es mi deber advertirte de una confabulación contra tu persona y de una trampa que lentamente se quiere cerrar sobre tus días... No puedo contemplar esto en silencio por más tiempo...
¿Una confabulación, una trampa contra mí? ¿De qué hablaba Anastasia? Seguí leyendo con atención:
En los últimos tiempos, mientras acompañaba a mi padre a diversos banquetes, tanto en Roma, como en Florencia, Milán y Venecia, pude saber de un asunto que no dejó de mencionar en ninguna de las reuniones que tuvo con sus pares. Se trataba de un grave problema teológico, una disputa que mantiene a la Iglesia en suspenso en espera de resolución. Un conflicto entre dominicos y jesuitas, que según mi parecer es una cortina de humo sobre asuntos más complejos y secretos.
En una visita que hicimos al reino de Napóles, noté que las conversaciones eran diferentes de las anteriores. En ningún momento se habló de disensiones en el seno de la Iglesia, ni por la ya mencionada disputa ni por las luchas habituales entre cardenales por repartirse el poder en el Vaticano. Gracias a un amigo de la familia, que no puede resistirse a mis encantos, pude enterarme de todos los rumores que mantienen en vilo a obispos, arzobispos y demás representantes de la Iglesia en las repúblicas, ducados y reinos de Italia. Giuseppe Arsenio, el hombre que nos presentó y a quien ya conocías, dispuesto siempre a pagar mi amor con todo lo que yo le pida, fue quien me contó lo que a continuación encontrarás.
Según Arsenio, mi padre es el encargado de encontrar unos libros prohibidos que han demostrado ser muy peligrosos para nuestra fe cristiana. Estos ejemplares son portadores de un mensaje cifrado y oscuro, potencialmente destructivo de los dogmas de fe y el orden eclesiástico. Sé que tú has sido comisionado para realizar esta tarea, una elección hecha a conciencia puesto que eres uno de los inquisidores más respetados de Italia. Pero también sé que no conoces el verdadero alcance de tu tarea, que aún no sabes qué pieza representas en esta partida de ajedrez. Ni tú ni los que te han elegido.
Arsenio, quien con sólo poner mis labios cerca de los suyos o dejarle oler el perfume de mis pechos podría llegar a delatar hasta a sus amos, los Médicis, pues su deseo de poseer a la hija del cardenal más poderoso de Roma le nubla el entendimiento y con él toda discreción, me hizo una revelación aún más grave. Y te aseguro que es tan cierta como el estrépito que provoca mi aliento en los latidos de su corazón.
En una ocasión, en la seguridad de la fortaleza de Basso, tras los cerrojos más seguros de Florencia, Arsenio percibió un murmullo detrás de una puerta. El astrólogo papal, un monje llamado Darko, estaba advirtiendo a alguien de la existencia de una masonería, la Corpus Carus, y de una Sociedad Secreta de Brujos que también iba tras los libros.
Detuve mis ojos en esas líneas. Aferré el manuscrito con ambas manos y releí los últimos párrafos. Anastasia unía en su carta las piezas sueltas que a mí tanto me había costado juntar y corroboraba la información que yo ya tenía.
La Corpus Carus, aunque católica, es perseguida por mi padre por tener estrechos vínculos con los gobernantes españoles, sus actuales rivales políticos. Ésta fue la causa del silencio de mi padre en Nápoles, puesto que es gobernada por un virrey español. La disputa es clara: tanto en materia dogmática como política, la Corpus —constituida en su mayoría por jesuitas asilados en España— es un escollo porque su objetivo es evitar que las familias florentinas, como la de los Médicis, pretendan perpetuarse en la silla de San Pedro. Precisamente por eso la Corpus cuenta con el favor de Felipe II, pues sus intereses coinciden con los del monarca, que quiere contrarrestar el poder del rey francés al que están atados políticamente los florentinos.
Así que la lucha por la fe verdadera, la pureza doctrinal... ¿se reducían, a fin de cuentas, a una complicada pelea por el poder político en el seno de la Iglesia? No podía ser, no podía ser que Piero Del Grande no fuera nada más que un instrumento al servicio del rey español. Continué leyendo:
Está claro que la Corpus pretende alcanzar los libros antes que Roma tan sólo para extorsionar a la curia y evitar así una cacería masiva de sus miembros. Una acción que es llevada a cabo desde Italia por el capuchino Del Grande, tu maestro y miembro destacado de la Corpus Carus.
Por otro lado, la Sociedad Secreta de los Brujos quiere los libros para poner en práctica su contenido nefasto y destructivo. Ésta parece ser una sociedad muy antigua, y aunque diezmada por nuestra Santa Inquisición, aún opera bajo la dirección de un Gran Maestro que se escabulle como una anguila, un sujeto sin rostro ni identidad, a quien nadie conoce pero que actúa a diario. Podría ser cualquiera de los que nos rodean mas no revelará su identidad hasta que complete su cometido.
Me pareció oír un leve crujido en mi camarote. Observé la penumbra y no pude apreciar nada. Debían de ser simplemente ratas en busca de comida. Así que bajé la vista hacia la carta y continué leyendo:
Así es, Angelo: la Iglesia, la Corpus y los brujos andan detrás de lo que tú has ido a buscar, cada uno con su interés, y todos observándote, tratando de seducirte e incluso de eliminarte. Donde estés, estarán la muerte y el engaño, pero también la verdad, envuelta en el barro de la traición. Nadie podrá ayudarte. Creo que el misterio de esos libros es demasiado profundo. Es difícil imaginar qué contienen para haber conseguido recabar la atención de los más poderosos. Pero además, recuerda: una trampa se cierne sobre ti.
Paz y amor para ti, Angelo, siempre tuya en sentimiento.
ANASTASIA IULIANO
Otro leve rechinar de la madera distrajo mi atención. Casi imperceptible y dentro del camarote. Bajé la carta lentamente asomando mi nariz por encima de la hoja, eché un vistazo general y luego me incorporé sobre la almohada. Aunque la lámpara estaba encendida, la llama, casi agotada, no facilitaba más que un pobre y poco profundo contraste amarillento, casi nada, como la luz de las luciérnagas encerradas en cristal.
Un nuevo sonido emergió de la oscuridad. Salía del rincón del camarote opuesto a la cama, junto a la puerta. Esta vez la madera chilló generosamente bajo una clara e inequívoca pisada. Un espanto desbordante, que se manifestó como un frío entumecedor y un sudor incontrolable, me paralizó. Había distinguido, con gran esfuerzo, una sombra. Una sombra que se acercaba.
Un rostro demoníaco, de proporciones humanas y mirada turbada, apareció ante mis ojos. Tal cual la había descrito el médico, aquella persona, de ojos desequilibrados y barba rubia, se acercaba hacia la cama. Todo aquello de que nos creemos capaces en una situación como aquélla, los gestos grandilocuentes, la valentía de la que uno puede hacer gala después, en una taberna de puerto, se transformaron en un encogerse, en un gesticular desmedido, sin palabra alguna, sin grito alguno, con la lengua anudada y seca, y el cuerpo descontrolado por el temblor...
—¿Quién eres? —conseguí balbucear.
El hombre siguió su lenta e inexorable marcha hacia mí, sin una palabra, sin un solo gesto. De repente, una mueca horrible, algo parecido a una sonrisa que no lo era, floreció en su cara y sus ojos parecieron inyectarse con finos hilos rojos de pasión. Pasión por la sangre, por la muerte...
—¿Quién eres? —repetí con espanto.
—Importa poco quién sea —masculló el desconocido extendiendo su palma abierta hacia mí.