Authors: Patricio Sturlese
—No dejaremos a la bruja sin castigo. —Alcé mi dedo con el anillo de Cristo y llené mi voz de arrojo mientras un nuevo rayo iluminaba mi rostro—. Quiero que se prepare una estaca más, quiero que traigan el cuerpo de la bruja y lo lleven a la plaza. Nadie se puede jactar de haber burlado al Gran Inquisidor De Grasso.
Rivara frunció el ceño.
—¿Deseáis quemarla en el estado en que se encuentra?
—La quemaré muerta. Será buen ejemplo para quienes decidan blasfemar sobre las enseñanzas de la Iglesia.
—Su cuerpo comenzará a descomponerse si la retiramos del frío —advirtió.
—No os preocupéis. El fuego purificará toda pestilencia.
—Como vos dispongáis, mi prior.
Volví a observar a Rivara, que, desde que yo le había pedido que escribiera aquella carta, había acercado un asiento al escritorio y no dejaba de utilizar la pluma registrando mis órdenes.
—¿Qué os sugiere la frase «con silencio de monje y pies de chivo»? —pregunté al vicario, pues me interesaba conocer el alcance de su comprensión.
—Un traidor, Excelencia.
—¿Puedo confiar en vos? —repetí ante su atinada respuesta.
El vicario no se extrañó ante mi pregunta.
—No hagáis caso de mi interpretación, sólo de vuestra intuición, mi prior —respondió Rivara mientras la luz de las velas se reflejaba en sus ojos.
Cogí el escrito de la bruja y lo acerqué lentamente a mi nariz. Sentí el aroma póstumo de su pecado. Y mi rostro se transformó.
Antes de regresar a mi aposento ordené al vicario que por la mañana llamase al juez de bienes confiscados y a su secretario para que realizaran el inventarío de las propiedades que la Iglesia confiscaría a familiares y cómplices de Isabella. Esa noche, nuevamente, me costó conciliar el sueño, turbado por un torbellino de ideas y sentimientos encontrados. Dos reencuentros, que deseaba con igual fervor, pero de naturaleza muy diferente, se habían producido esa noche: Raffaella, con el amor que avivaba en mí, e Isabella, la maldita bruja que tanto daño me causó en mis inicios como inquisidor. Y ese segundo libro, que, sin saberlo, yo ya había perseguido una vez... A ello se unían mis dudas sobre el papel de Iuliano en esta compleja obra. La noche anterior había afirmado que Gianmaria era el último de los brujos. ¿Por qué me había mentido?
La noche fue realmente infernal. La tormenta se detuvo al llegar el alba y yo no había podido dormir. Necesitaba encontrar paz y en aquel momento, y en aquellas circunstancias, sólo Raffaella me la daba. Decidí enviar a buscarla para proponerle un paseo por las dependencias de la abadía. Así nuestra despedida no sería tan brusca. Llegó acompañada por mi fiel Rivara, quien había ocultado su figura bajo un grueso hábito. Nos encontramos en el claustro viejo, que mostraba sólo una pequeña porción del cielo azul matutino pero deleitaba ampliamente la vista con sus paños decorados con capiteles románicos bellamente ornamentados. Mi intención era disfrutar al máximo de su presencia pues muy pronto iba a perderla.
El vicario se retiró en cuanto nos dejó a solas. El claustro viejo tenía dos pisos de altura, y en el segundo mostraba vistosos vitrales decorados con santos y antiguos prelados de la Iglesia. Era un lugar magnífico para un encuentro extraordinario. Cuando retiré parcialmente la capucha del rostro de la joven, pude ver su cara expectante y la poderosa energía que irradiaban sus ojos. Posé mi mano en una de sus mejillas, sonrosadas y tibias, un cordial beso en la otra, y respiré su aliento como un exquisito perfume.
Su figura era realmente extraña, una joven vestida de monje en un convento lleno de hombres y en mitad de un invierno muy crudo. Por un instante deseé recorrer su cuerpo con mis manos por encima de la tela. Raffaella, sin querer, jugaba continuamente con impulsos que me eran difícilmente controlables pues surgían de mi naturaleza masculina. Yo intentaba aplacarlos recurriendo a las Sagradas Escrituras, en las que siempre encontraba consejos adecuados para mis dilemas espirituales, y también para las afecciones de la carne. Jesús mismo tuvo tentaciones y habló claramente sobre ellas: «Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te vale entrar en la Vida con un solo ojo que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehena del fuego». Yo también tenía que apartarlas de mí. Mis pensamientos se interrumpieron de repente pues la joven rompió el silencio y me encantó con su voz.
—¿Y bien...? ¿Acaso tus ojos quieren decirme algo?
Ella se vio sorprendida por mi silenciosa y prolongada mirada.
—Perdona, ¿te molesta...? Es que no acostumbro ver caras como la tuya. Déjame disfrutar mientras la tenga.
—¿Qué dirías si pudieses tener lo que anhelas?
—No diría nada, sólo sería feliz. ¿Quién no lo sería?
Raffaella paseó su mirada por el claustro y sonrió con regocijo.
—Este lugar es muy bello... Espero que me lo enseñes.
—Así es, te lo prometí en otro tiempo. Y antes de que partas me gustaría que lo visitaras.
—Será un placer —dijo con entusiasmo mientras comenzaba a caminar a mi lado.
El convento había sido construido sobre una antigua fortaleza datada a finales del 900 y donada a la Iglesia en tiempos de la primera cruzada. Elevado en un altozano, de cara al mar, fue excavado sobre la roca. Sus partes más antiguas lucían un estilo románico muy primitivo al que el paso del tiempo y las necesidades de los religiosos que lo habían habitado fueron añadiendo alas y estancias más adecuadas a su uso. Dos grandes torres vigilaban la costa. Eran tiempos violentos, de constantes invasiones que cesaron con la protección otorgada por los reinos cristianos y la custodia de los ejércitos pontificios. Ahora era un lugar de retiro espiritual. De su antigua función guerrera sólo conservaba la cárcel del Santo Oficio. Además de la valiosa decoración de claustros, iglesia, capillas y estancias, lo más interesante se encontraba en el calefactorio, el refectorio, la cocina y el edificio de los conversos, con los huertos de los que obteníamos parte de nuestros alimentos.
Mientras le explicaba la historia del convento, Raffaella paseaba a mi lado, como si regresáramos del altar el día de nuestras nupcias. Prestaba gran atención a mis palabras y, como una princesa explorando su reino, indagaba con interés sobre todo aquello que escapaba a su comprensión.
—¿Qué es esa larga fila de gente que se encuentra en el pórtico lateral?
La joven detuvo la marcha y miró en la distancia.
—Son campesinos. Vienen a traernos todo lo que necesitamos y que no nos dan nuestros establos, corrales y huertos. Tenemos grandes gallineros de donde sacamos cientos de huevos a diario y carne de pollo para las celebraciones. Tenemos vacas y cabras que nos proporcionan leche para elaborar nuestros exquisitos quesos, mantequillas, cremas. También tenemos cerdos, que entre noviembre y diciembre nos proporcionan salami, jamón y los diversos embutidos que consumimos durante todo el año. Pero necesitamos carne, aceite, fardos de heno para alimentar a las bestias, un suplemento de verduras y fruta, y un sinfín de cosas más que ellos nos brindan.
—Parece una pequeña ciudad.
—Lo es. Aquí no hay tiendas en las esquinas como en Roma, debes recorrer leguas para conseguir lo que quieres.
—Los campesinos ¿vienen durante todo el día?
—No, sólo por la mañana y antes del mediodía.
—Parecen muy pobres... —juzgó Raffaella.
—Lo son... Desgraciadamente hay muchos en este mundo. Ellos subsisten gracias al convento —respondí faltando a la verdad, pues aquellos campesinos procedían del dominio del monasterio, eran sus siervos.
La joven me miró con inocencia y frunció el entrecejo antes de hablar.
—Ángelo... La Iglesia es muy rica, ¿no?
Tardé en contestar, pero esta vez fui claro.
—Sí, lo es. Aunque no siempre estén llenas sus arcas.
Ella continuó preguntando, sólo por curiosidad y sin ningún ánimo de ofender:
—Si Jesús volviera a la tierra, ¿dónde crees que lo encontrarías: en esa fila de campesinos o en un banquete dentro del convento?
Otra vez me había arrinconado con sus reflexiones sencillas y me obligaba a pensar para responderle con la verdad de mi corazón, tal y como la sentía, sin justificaciones complejas que ella no entendería. Posé una mano en su hombro y lentamente levanté la otra para señalar a los pobres que portaban piezas de carne y asnos cargados de hortalizas.
—Allí... Él estaría de ese lado. Estoy seguro —murmuré.
Raffaella sonrió incapaz de contener su alegría.
—Eres una persona honesta —exclamó con un brillo especial en sus ojos—. ¿Sabes...? Creo que Jesús debe de estar muy contento contigo, porque eres un buen maestro.
No le respondí con palabras, le sonreí y la invité a continuar el paseo hasta la despensa, el huerto y los corrales.
—¿Te encargas de supervisar todas estas actividades? —dijo la joven al ver la extensión de aquella zona.
—Claro que no. El responsable es uno de los hermanos y ha de rendir cuentas al abad. Yo sólo dispongo de autoridad en lo que respecta a la Inquisición. Si tuviera que ocuparme de los asuntos del convento, no tendría la claridad mental que necesito para ejercer mi oficio y no puedo darme el lujo de equivocarme, pues un error de interpretación sería irreparable en muchos casos.
Raffaella se detuvo y me miró directamente a los ojos.
—¿A qué hora debo partir?
—Enseguida —respondí resignado.
—Es una lástima... —Suspiró.
—Lo es, créeme que lo es. Agradezco mucho tu presencia y tu manera sencilla de ver las cosas. Es un descanso para mi alma.
—No queda mucho tiempo. Tenemos que despedirnos y dejar en manos del destino la posibilidad de otra visita. ¿Crees que me olvidarás con el tiempo?
—No lo creo, Raffaella —dije mientras retiraba la incómoda capucha de su cabeza—. El tiempo, según mi filosofía, sólo madura los sentimientos, no los apaga en el silencio.
—Si sintieses amor te darías cuenta de lo doloroso que es separar lo que, sin ninguna obligación, se ha unido.
—¿Qué te hace pensar que no siento amor?
—Yo jamás me alejaría de lo que amo. ¿Y tú?
—Yo no me alejo de mi Dios. De la misma forma que tú no quieres hacerlo de mí —contesté.
Mis palabras iban más destinadas a mí mismo que a convencerla de mi devoción a Dios. Intentaba encontrar la fuerza necesaria para resistir la tentación.
Raffaella me miró con dulzura juvenil, con una pureza y vocación de mujer madura que muy pocas veces había observado en el rostro de una joven de su edad.
—Volvamos cuando tú consideres que he de subir al carruaje.
Bajé la vista y medité. Ella estaba sometida a mi decisión, estaba entregada al fracaso y, sin aspavientos, parecía tomar su destino con grandeza y valentía, como siempre supe que lo haría.
—Bien —dije sin pensar más, como si recitara el papel que el destino me había adjudicado en aquel drama—. Regresemos pues.
Raffaella comenzó a caminar pero se detuvo porque yo no la seguía.
—¿Tengo que volver sola? —preguntó con un fino hilo de voz.
El muro de protección que había construido con tanto tesón durante años se vino, repentinamente, abajo, derribado por una figura femenina que se alejaba. Desnudando mi alma, como si mi vida dependiera de su respuesta, me acerqué, me puse frente a ella, muy cerca, y pregunté:
—¿Sigues pensando que soy una buena persona?
—Sí.
—¿Crees que lo seguiré siendo a pesar de lo que suceda?
La muchacha me miró sin entender.
—¿Qué intentas decir...?
Mis labios se apoyaron sobre los suyos y la besé. Raffaella se sorprendió al principio pero luego se entregó al abrazo. Aquel beso partió mi vida en dos. Sus labios tiernos, que me enseñaron tanto y prendieron la llama en mi corazón, colocaron mis principios al borde del precipicio. No pensé, sólo la besé con pasión. Los únicos testigos de aquel acto indigno del Gran Inquisidor De Grasso fueron los animales que estaban recluidos en los corrales.
Nuevamente la noche había caído sobre el convento, acompañada por una tímida luna nueva, vientos fríos y aullidos de lobos famélicos. No era prudente salir a aquellas horas, pues los merodeadores salían a los caminos en busca de alimento fácil poniendo en peligro a todo el que se aventurara a caminar a campo abierto. Y si bien el riesgo era evidente fuera de los muros, aquella noche para mí el enemigo había atravesado las recias paredes y llegado hasta el mismo corazón del convento.
Después de besar a Raffaella decidí postergar su salida. Fue una sorpresa para ella y para el vicario, que tuvo que ocuparse de preparar de nuevo los aposentos de la joven y avisar a la escolta de que no habría, por ahora, ningún viaje. Rivara fue sincero conmigo y me transmitió su preocupación por tener a Raffaella en nuestra casa por más tiempo: los comentarios no tardarían en recorrer todos los pasillos y enturbiarían mi, hasta entonces, intachable reputación. Tenía razón, lo sé, pero yo también tenía las mías. Necesitaba perderme por el camino que se me acababa de mostrar, dispuesto a desvelar el misterio del amor de una vez y sin medias tintas.
A diferencia de la noche anterior, fue ella quien vino invitada a mi alcoba. Raffaella estaba muy hermosa, con un vestido de terciopelo bordado y con el pelo recogido nuevamente en un rodete sobre la nuca. Observaba la habitación y seguía con complacencia mis movimientos mientras yo atizaba la chimenea y preparaba una mesita con dulces, frutos secos y miel.
—Estar aquí es un lujo —dijo la joven D'Alema— si pensamos en el frío que hace fuera... El fuego, la mesa con los dulces... Y todo el tiempo del mundo para emplearlo en lo que queramos...
Recorrí la escasa distancia que nos separaba y acerqué dos sillas a la mesa. Le pedí con un gesto de la mano que tomara asiento y me acomodé en una silla frente a ella.
—Me alegro de que te encuentres cómoda —dije mientras cogía de la mesa un par de almendras—. Y además estás preciosa, es muy hermoso tu vestido.
—Desde que salí de Roma deseé con toda mi alma que pudieses apreciarlo y que de verdad te gustara: es el único que tengo tan elegante. —Raffaella miró con ojos humildes los pliegues del terciopelo—. Es un regalo de mi padre; sé que le costó demasiado dinero, pero supo demostrar con su gesto todo lo que me ama.