Authors: Patricio Sturlese
No tardaría mucho en encontrar respuesta a todas esas preguntas. Tan sólo un día.
Llegamos al templo el 3 de enero por la tarde, sin que nadie advirtiera nuestra presencia, ayudados por el torrencial aguacero que asoló la jungla y que nos acompañó durante todo el día. Aquellas tierras me enseñaron que las lluvias podían fraguarse en un instante, de forma impredecible, sin ningún signo que las anunciara, como si el capricho de la naturaleza tuviera su ombligo en algún recodo de aquel cielo. El aguacero caía, rebotaba en las altas copas de los árboles y descendía hasta empapar los cientos de plantas, helechos y demás especies exóticas que yo no era capaz de reconocer. Y el suelo se convertía en un profundo lodazal. Repentinamente, la marcha se detuvo y el capitán Martínez se acercó a mi cabina.
—Excelencia, las puertas del templo se encuentran a la vista —me dijo desde su montura, esforzándose en hablarme a través de la ventanilla.
Estaba algo demacrado y tenía la capa empapada.
—¡Gracias al Cielo! Mi más cumplida enhorabuena. Tenía el mal presentimiento de que nos habíamos perdido. —Suspiré, pues después de varias horas de vagar por aquella selva, los fantasmas habían comenzado a torturarme lenta y fatalmente—. ¿A cuánta distancia estamos?
—A unos doscientos pasos, aunque la selva nos ampara —dijo el capitán, que era un buen estratega, puesto que el factor sorpresa era importante y jugaba a nuestro favor.
—Bien. Vayamos directos al templo. Que sus hombres lo cerquen y que no se distraigan. Nadie debe salir de él sin mi permiso.
—Así será, Excelencia. Prepararé a la tropa para el acercamiento. En breve estaréis pisando suelo seco y seguro, justo donde indicaba vuestro mapa y vuestras órdenes.
Espoleando su caballo, Martínez se alejó al galope. Como dijo, estábamos a punto de llegar. Mi corazón empezó a latir con la euforia de los momentos finales.
El templo formaba parte de un asentamiento en cuyo interior pude contemplar los comienzos de una precaria civilización. Construida con ladrillos de barro rojo, la iglesia era la estructura más imponente del conjunto y la que ocupaba su centro. El resto lo formaba una pequeña plaza alrededor de la que se situaban las chozas, todas ellas cubiertas con hojas. Cuando entramos en el recinto, algunas cabezas asomaron con cautela por las ventanas: eran los temidos guaraníes. La lluvia los mantenía dentro de su refugio, esperando, mientras nuestra presencia anunciaba aquello que habían temido durante años: la imposición de algo no deseado. Contemplaban nuestra llegada como jaguares, en silencio y preparados para el ataque. Y eso nos asustó más de lo que esperábamos.
Martínez ordenó la toma del templo. Ubicó a sus veinte mejores hombres en el pórtico, mientras que el resto vigilaba el entorno. Los soldados miraron de cerca a aquellos hijos de la selva, intimidándoles para que permanecieran donde estaban, sin entrometerse. Cuando todos sus hombres estuvieron emplazados, Martínez ordenó a los que portaban mi cabina que la posaran en el suelo. Diez ballesteros cubrieron mi descenso y me escoltaron hasta el templo. Pude sentir el pánico a mi alrededor: aquello no era un asentamiento cristiano, estaba lleno de nativos y aparentemente desierto de hombres blancos.
—Me quedaré aquí fuera —dijo Martínez sin poder ocultar su preocupación—. Estaré velando por el control de la plaza. Vos podéis disponer de vuestra guardia personal para hacer lo que tengáis que hacer.
En la fachada principal del templo me reuní con el notario y dispuse la entrada. Por delante de nosotros cinco soldados desenvainaron sus espadas y empujaron la robusta puerta. Íbamos a vivir algo inolvidable.
—¿Qué significa este atropello? ¿No sabéis que ésta es la Casa de Dios? —preguntó un padre alto y delgado, que antepuso su frágil humanidad a las espadas.
En ese instante ordené que las envainaran y, abriéndome paso entre los soldados, tomé la palabra. Aquel hombre tenía razón, aquélla era la Casa del Señor y la serenidad que allí se respiraba así lo indicaba. No era lugar para alzar las armas.
—No se trata de ningún atropello —respondí seco y cortante—. Hemos venido en nombre de la Santa Inquisición a tomar este edificio y todo el asentamiento.
El fraile me miró extrañado.
—¿La Santa Inquisición? Pero ¿qué ha de hacer la Inquisición en este lodazal?
Me bajé la capucha y examiné el interior de la iglesia antes de responder.
—Mi nombre es Angelo Demetrio DeGrasso, Inquisidor General de Liguria. A partir de este momento queda instalada en esta iglesia mi delegación. La utilizaremos para desarrollar las tareas inquisitoriales. Quedáis momentáneamente bajo arresto, vos y todos los religiosos que aquí se encuentran.
El hombre no salía de su asombro. Sólo fue capaz de fruncir el ceño y exclamar:
—¿Me vais a encerrar?
—¿Cómo os llamáis? —pregunté sin responder a su pregunta.
—Nuno Goncalves Dias Macedo —contestó.
—Portugués... —pensé en voz alta sabiendo ya que no era el hombre que buscaba.
—Sí, soy portugués, señor DeGrasso.
—Decidme, ¿hay alguien más con vos en el asentamiento, además de los nativos?
—Sí, dos hermanos más.
—¿Se encuentran aquí en estos momentos?
El portugués dudó por un momento si contestar o no, pero luego prosiguió.
—Sí, Excelencia.
—¿Dónde?
—Aquí, en la sacristía o en los dormitorios, no lo sé exactamente.
—¿Alguno de ellos tiene por nombre Giorgio Cario Tami? —seguí preguntando.
—Sí.
—¿Sí? —repetí, no tanto porque dudara, sino porque me parecía demasiado fácil que el hombre al que tenía que interrogar y detener estuviera allí, al alcance de mi mano.
—¡Dije sí, Excelencia! —desesperó el portugués—. El italiano, preguntáis por el italiano.
—¿Dónde está la sacristía?
—A vuestra derecha, tras aquella puerta —dijo el portugués señalando una puerta cercana al altar mayor.
Ordené a los soldados que me siguieran y me encaminé hacia la puerta pero cuando estaba llegando, ésta se abrió y de la sacristía salió otro padre.
—¿Qué sucede aquí? —gritó.
Su acento era inconfundiblemente sajón; no era el italiano. Dos soldados se dirigieron inmediatamente hacia él para apresarlo, y él no se resistió.
—¿Cómo os llamáis? —le pregunté.
—Padre Lawrence Killimet, jesuita. Y ahora, ¿podéis decirme qué significa todo este alboroto?
—¿Dónde está el padre italiano? —le pregunté.
—¿Giorgio...?
—Giorgio Cario Tami. ¿Está aquí?
—¿Quién lo busca? —preguntó el sajón con desconfianza.
Y encontró pronta respuesta.
—La Inquisición.
El padre Killimet miró al portugués y después señaló a una puerta que se hallaba en una de las naves laterales del templo.
—En su alcoba —musitó.
—Capitán Martínez: detened a estos hombres y habilitad alguna estancia adecuada para su confinamiento hasta nueva orden —dije antes de dirigirme hacia el lugar indicado por el padre Killimet.
Al final de un oscuro y húmedo pasillo, una puerta entreabierta nos invitó a pasar. Siguiendo a los guardias me abrí paso hacia el dormitorio. Encontré un sacerdote leyendo, de espaldas, y en penumbra, a la luz de una vela casi consumida. A diferencia de los otros dos, éste no preguntó quiénes éramos ni qué hacíamos; sólo se volvió hacia nosotros con una enorme paz interna y miró sin decir palabra al gentío que había invadido su habitación. Después se levantó y clavó su mirada en mí. Tami era delgado, con unas entradas profundas en su cabello y nariz aguileña. Sus ojos irradiaban espiritualidad. En ese momento tuve la clara sensación de que sabía quién era yo, pues antes de que pudiera decirle nada, soltó entre dientes:
—Ahora lo sé: el mal tiempo nos ha llegado desde Roma.
—Quedáis bajo arresto y permaneceréis incomunicado hasta que la Santa Inquisición lo decida —le dije, y mis palabras parecieron no importarle, aunque para hacer honor a la verdad, a mí también me sonaron huecas.
Me quedé mirando al sacerdote como si fuera parte de un botín de guerra. Giorgio Cario Tami pasó a mi lado después de que le ajustaran los grilletes en las manos y no lo volví a ver hasta el día siguiente, en su encierro y sin las comodidades elementales de todo ser humano. Una vez más, el mazo de la Iglesia había caído y en esta ocasión, según mi información, sobre la nuca de uno de los herejes más buscados.
Una vez detenidos los jesuitas y registradas a conciencia todas las estancias del asentamiento, los soldados se concentraron en el templo, que era el lugar señalado en la carta. No había rastro de los libros. La noche empezaba a caer, todos estábamos agotados por el largo viaje a pie. Era hora de comer algo e ir a descansar: el día siguiente nos iba a deparar sorpresas inquietantes. Antes de recogerme en la estancia habilitada para mí, avisé a Évola y a Martínez: iba a ser necesario interrogar a Tami y, como teníamos orden expresa de no convocar un tribunal, tendríamos que hacerlo de manera informal. Los libros debían aparecer.
Al día siguiente, después de un almuerzo que realizamos tarde, comenzó el interrogatorio. Decidí llevarlo a cabo en la celda donde estaba recluido, improvisada en una habitación vacía, oscura y fría situada en la misma zona donde los sacerdotes tenían sus dormitorios. En aquella zona estaba también encerrado Xanthopoulos. Una vez allí convoqué a Martínez para que presenciara la sesión. Por supuesto, también estaba Évola, que no había asistido al almuerzo y se excusó por llegar tarde. Tomaría nota de todo lo que iba a suceder, vigilándome para que no me extralimitara y preguntara más de lo debido.
Dentro de la habitación se había dispuesto una mesa cuya parte central estaba reservada para mí. A mi derecha se sentó el notario y a mi izquierda el capitán Martínez. Una guardia de cuatro soldados custodiaba a Tami. Ordené a Évola que comenzara con el preámbulo del interrogatorio.
—¿Nombre? —preguntó el napolitano al acusado.
—Giorgio Cario Tami —respondió el sacerdote, que se hallaba sentado en una silla enfrente de mí.
Évola anotó el nombre en el libro con su rebuscada y cuidada caligrafía y siguió:
—Siendo la tarde del primero de febrero del año 1598 de Nuestro Señor, se da comienzo al interrogatorio del sacerdote Giorgio Cario Tami, jesuita, por desviación de la fe. De aquí en adelante, las palabras del acusado serán tomadas como pruebas de su inocencia o culpabilidad. El Inquisidor General Angelo Demetrio DeGrasso es la persona encargada de realizar el interrogatorio. Sin más, como notario del Santo Oficio y con la facultad que ello me confiere, doy por asentado en el libro este interrogatorio.
Después del preámbulo comencé a preguntar con todas las armas que me habían dado mis muchos años de estudio, los manuales al uso y, sobre todo, la práctica, aquélla con la que convivía día a día en los últimos años de mi cruzada personal. Aunque el interrogatorio no sería una sesión de un tribunal de la Inquisición, íbamos a realizar la misma puesta en escena, dado que Tami desconocía la limitación que Roma me había impuesto.
—Hermano Tami, ¿podéis decirme el motivo por el que comparecéis ante nosotros? ¿Qué os ha llevado a esta situación? —dije y me quedé mirándole con la falta de expresión propia de un cadáver.
—No lo sé, Señoría —respondió abiertamente.
—¿No lo sabe...? Piense, por favor. ¿No se le ocurre nada por lo que haya de sincerarse con este tribunal?
—No, Señoría.
—¿Sabéis, padre Tami?, sé que me ocultáis algo...
—Sois libre de pensar lo que queráis, Excelencia DeGrasso. Pero por mucho que vos sospechéis, yo no llegaré a saber qué es lo que buscáis.
—Vuestro discurso es típico de los que tratan de esconder sus trapos sucios debajo de la lengua. Soy la persona a la cual jamás conseguiréis engañar con vuestras mentiras, la que nunca desviará su atención de vos, por lo que será mejor que os mostréis razonable y me digáis eso que espero oír.
Tami respiró hondo y luego dijo:
—Siento haceros perder el tiempo, Excelencia. Y mucho más siento que se me considere mentiroso, pues ninguna mentira ha salido de mi boca.
—Sigo sospechando que algo ocultáis y eso no os favorece, padre.
—Podéis sospechar de por vida; en verdad que no es de mi incumbencia.
Tami parecía empecinado en no hablar. Esto era una constante en los acusados que tenían cierta cultura, pues los analfabetos soltaban la lengua con sólo verme el crucifijo del pecho. Aunque para cada pez hay una carnada, y para cada hereje, una trampa.
—¿Habéis tenido anteriormente pleitos con la Inquisición?
—No.
—Entonces será por eso que no entendéis. Mientras permanezcáis bajo sospecha seréis un eterno confinado. Si no reparáis vuestra imagen ante mí, sólo podréis esperar una vida deplorable y sin la gracia de todo hombre libre en la Iglesia de Cristo.
—¿Queréis decir que si vos sospecháis de mí, yo he de desvivirme para convenceros de lo contrario?
—Así es, padre. Pero vuestro esfuerzo no será en vano, pues lo haréis por vos mismo y por vuestro honor. ¿Tenéis algo que decir ahora?
—¿Y si me niego? —preguntó Tami con los ojos encendidos.
—Nadie se niega por siempre; os lo digo con conocimiento de causa. Tarde o temprano hablaréis, de una forma u otra. Yo preferiría que lo hicieseis en primera instancia, puesto que la fuerza es sólo recurso para un diálogo roto y estéril, y digno de un sospechoso con ego desmedido, y no creo que sea vuestro caso. No permitáis que vuestras palabras os enreden en asuntos peores.
—Creo no tener problemas, no más de los que vos intentáis causarme, Excelencia.
Recibí con tranquilidad su acusación y luego respondí con el aplomo y seguridad dignos de un juez.
—Os noto reticente. Creo que estáis pidiendo a gritos un tiempo de encierro. Un mes, dos, o tal vez cuatro, el tiempo necesario para que olvidéis cómo es la luz y aflojéis la lengua. Tal vez no os hagáis una idea del horror al que podéis ser expuesto, padre Tami, por lo que prefiero tomar vuestra actitud hacia mí como ignorancia de vuestra precaria situación. Sed razonable, dejad que os ayude con vuestro problema.
—¡Pues decidme entonces cuál es mi problema! —exclamó desencajado.
Y ése fue el momento en el que, como todo buen pescador, lancé el anzuelo.