Authors: Patricio Sturlese
—¿Van a matarme? —murmuré.
Aquel hombre se tomó su tiempo en contestar. Parecía disfrutar con el pánico ajeno.
—No son esas mis órdenes, a menos que intentéis escapar. Esto es una sala de baño, tenéis media hora para asearos a fondo, ¿habéis entendido?
—¿Qué significa esto? ¿Por qué queréis que me bañe? —respondí sorprendido.
—Tenéis media hora —repitió, y sin más explicaciones caminó hacia la puerta y se retiró.
Miré a mi alrededor, observé el techo y el mobiliario y sí, era una sala de baño. El pánico me había cegado. Pero ¿qué demonios hacía yo en un baño? Me encogí de hombros y suspiré. Al fin y al cabo un baño no sólo no me vendría mal sino que, en mis circunstancias, era un regalo para mi castigado cuerpo.
Me desvestí e introduje en una bañera de agua caliente, que me colmó de una sensación cercana al éxtasis. No sabía si Dios había escuchado mis plegarias o si, en realidad, aquello era un sueño causado por la privación... ¿Por qué no? Aunque mis guardianes en poco se parecían a ángeles benévolos... Sólo la mitad superior de mi rostro estaba fuera del agua. La penumbra de la sala, el silencio, la paz interior que sentía y mi abrupta llegada a aquel remanso de sosiego me llevaron a pensar si no estaría muerto, si Évola no habría concluido nuestra entrevista asesinándome como a los otros... Sentí un empujón y allí estaba otra vez, mi ángel con su espada.
—Os dije que tomarais un baño, no que os durmierais —exclamó enfadado.
—¿Estoy muerto? —balbuceé mientras despertaba.
—Todavía no. Vamos, es hora de irnos.
Me sequé y me vestí con las ropas limpias que habían traído mis guardianes. Caminamos por el edificio hacia no sé dónde. No pregunté. Me limité a seguirles.
Si aquel momento en el baño me había parecido la antesala de mi llegada al Paraíso, lo que me esperaba era el Paraíso mismo. Mis nuevos custodios me llevaron a una habitación y cerraron las puertas a mis espaldas. La estancia estaba iluminada por una gran cantidad de velas color escarlata y aromatizada con incienso. Sobre una hermosa mesa de mármol un cuenco de plata acogía diversas frutas que parecían recién traídas del huerto y un jarrón de cristal mostraba un exquisito ramillete de lirios y rosas blancas. A la izquierda se veía una ventana abierta a la noche y bajo ella un singular escritorio de taracea, con un excepcional recado de oro y piedras preciosas. Más allá del escritorio y al fondo de la habitación, un regio lecho completaba el mobiliario. Y en ese lecho, sentada, mirándome atenta, había una dama.
Anastasia Iuliano se levantó y caminó hacia mí, su pecho se mecía debajo de la seda al compás de cada pisada. Aquella noche sus ojos habían tomado un tono grisáceo, furtivo, que completaba aquel rostro casi perfecto. La hija del cardenal Iuliano era una trampa dulce y efectiva para un hombre. Era ella quien derribaba a sus presas con su extraordinaria belleza, quien despedazaba sus corazones con sólo el encanto de su cuerpo. Anastasia se detuvo y me miró.
—Maestro DeGrasso: no sabéis lo que me satisface volver a veros.
—Lo mismo digo, pero pensé que habíamos decidido prescindir del protocolo, Anastasia. Llámame Angelo —le dije cortés sin poder ocultar mi preocupación por aquel misterioso encuentro.
Ella lo notó y me preguntó:
—¿Qué sucede? ¿Qué te preocupa?
—No comprendo nada, Anastasia. Hace una hora estaba encerrado en una sucia y fría mazmorra y ahora estoy aquí, limpio y en tu presencia. ¿Qué está sucediendo? ¿Quiénes son los hombres que me trajeron?
Anastasia esbozó una leve sonrisa y respondió a mis preguntas.
—Son miembros de mi guardia personal. El resto no tiene sentido explicarlo. Me complace haber mejorado tu vida en menos de una hora. Y nada de esto tiene que ver con mi padre o con la Inquisición. Estás aquí por orden expresa mía.
—¿Dónde estamos?
—En la nunciatura.
Observé detenidamente la esmeralda que pendía de su cuello y brillaba entre sus senos en destellos de diferentes tonalidades, una invitación a penetrar bajo las ropas de aquella hermosa mujer.
—Leí tu carta —dije desplazando mis ojos de la esmeralda a su rostro—. ¿Por qué me advertiste de las conspiraciones?
—Tengo mis razones —respondió Anastasia sin querer desvelarlas.
—Tu preocupación por mí me resulta extraña, Anastasia. Es excesiva. ¿No será todo una trampa más entre todas las que me han tendido? Incluso ahora sigues intentando ayudarme...
Anastasia no dijo nada. Se acercó a la fruta, cogió una pera y me la dio.
—Toma, debes de estar hambriento.
Por supuesto, acertaba. No había comido gran cosa desde mi encierro en Roma, pues la dieta impuesta por Iuliano seguía vigente. Sostuve la pera en mis manos y cerré los ojos. De repente, mi reacción fue la de un loco.
—¡Ya está bien! —dije soltando la fruta y agarrando a Anastasia por las muñecas—. ¿Qué pretendes de mí?
—¿Te has vuelto loco, Angelo? —exclamó Anastasia—. ¡Suéltame, me haces daño!
—Apareces en mi vida caprichosamente, corriendo riesgos por un desconocido. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué te acercaste a mí? ¿Por qué te comportas como mi protectora? ¿Qué oscuras razones me han traído a tu alcoba? ¿Sólo la preocupación de una católica modelo de virtud? ¡Jamás te creería si afirmaras tal cosa! ¡Dime la verdad, sólo la verdad! —le dije sin aflojar la presión sobre sus brazos.
—¡Angelo, mírame a los ojos! —exclamó Anastasia entre lágrimas—. En ellos están todas las respuestas a tus preguntas. ¿Te dicen ellos que miento? No me importa lo que pienses de mí mientras confíes, pues soy lo único que tienes. Di, ¿de quién más te puedes fiar? ¿De Évola? ¿De Woljzowicz?
La miré a los ojos y no había mentira en ellos, había amor y desesperación y devoción. Aflojé mis dedos y ella terminó de soltarse.
—Anastasia, te creo, pero ¿qué hago aquí? ¿Quién eres tú?
—Quería mostrarte una salida a tus problemas, aquí, a mi lado, en Florencia. Para que puedas elegir. —La hija de Iuliano continuó sin prisa mientras yo la escuchaba con toda mi atención—. Estoy al tanto del trato que te ha propuesto la Inquisición y te aseguro que, aunque les digas lo que quieren, no escaparás a la hoguera. Te utilizarán para sus propósitos embaucándote con promesas que no van a cumplir y cuando les hayas dado lo que buscan, te quemarán vivo.
—¿Y a Raffaella?
—A Raffaella también, por supuesto —respondió sin dudar un segundo.
—¿Y por qué estás tan segura?
—Lo he escuchado de boca de mi padre —afirmó la joven.
—Entonces... —musité desesperado— no tengo salida. No tenemos salida.
—Al parecer Évola dio en el clavo —afirmó Anastasia. Yo no respondí, por lo que ella continuó—. Ha llegado hasta lo más profundo de tu corazón. ¡Pobre Angelo y pobre Raffaella!
El nombre de mi amor en labios de Anastasia me produjo una extraña sensación.
—¿La conoces?
Anastasia negó suavemente con la cabeza.
—No, no la conozco pero supongo que es la muchacha que vi contigo en el puerto de Genova, cuando acudí a despedirte y os descubrí amparados por la bruma. Me pareció que os besabais... —Ante mi silencio, Anastasia continuó—. ¿Qué es lo que os une, Angelo? Ha de ser algo parecido al amor, si no el amor mismo, puesto que estás dispuesto a perecer a cambio de que ella viva.
—Cualquiera haría lo mismo...
—No, no cualquiera. Tú estás enamorado, tu reacción es la de un enamorado, tu perdición es la de un enamorado —afirmó Anastasia con vehemencia.
—Y si así fuera... ¿Qué te importa?
Anastasia bajó la cabeza.
—Nada... Es hermoso ver cuánto es capaz de soportar un hombre por seguir los dictados de su corazón. No te juzgo por lo que sientes. Angelo, sólo quiero que sepas que aún te queda un recurso para burlar a la muerte...
Las palabras de Anastasia sonaron como música celestial en mis oídos, aunque de verdad que no podía comprender cuál era esa salida. Anastasia continuó.
—Cásate conmigo.
Me quedé mirándola absolutamente perplejo. Anastasia se había vuelto loca, no sé si de amor o de desesperación o de qué. Me había hecho una proposición a la que no le hallaba ningún sentido. No pude pronunciar palabra y ante mi silencio ella continuó explicándose.
—Angelo, no me mires así. Es lo único que puede detener a mi padre. Jamás podría matar a mi esposo, nunca lo haría. Debería respetarte por otras razones... pero no está dispuesto a hacerlo. Créeme, es la única salida...
—No puedo, Anastasia, no puedo —dije mientras caminaba por la habitación en busca de palabras—. ¿Qué le sucederá a Raffaella? ¿Puedes garantizarme su salvación?
—Raffaella no podrá evitar que se cumpla su destino, Angelo, y no sabes cuánto lo lamento.
—Es una locura... Es una locura... —balbuceé lleno de dudas.
—Todo está preparado —continuó Anastasia al ver en mí un asomo de duda— para celebrar la boda en dos días. Primero tu renuncia al hábito, después la celebración. Y entonces nadie podrá evitar tu excarcelación. Viviremos en un palacio que tenemos los Iuliano en Volterra, una verdadera fortaleza. Con criados, tierras, viñedos y una hermosa biblioteca para que sigas estudiando...
—¿De qué me estás hablando? ¿De amor? —le dije deteniéndome frente a ella.
—No te equivoques —dijo mirándome fijamente—. Sólo serás mi esposo para salvar tu pellejo. Nunca deberás tocarme ni mucho menos pretender que te caliente el lecho...
—Ya lo imaginaba, no creo que quieras a un religioso para esos menesteres —respondí con todo el sarcasmo del que era capaz.
Me sentía acorralado y ataqué a la única persona que estaba en condiciones de ayudarme y quería hacerlo, aunque la forma que había elegido me pareciera tan descabellada. Anastasia recibió el insulto sin inmutarse pero una pena profunda enturbió sus ojos.
—Eres el único hombre al que le he permitido gritarme y hacerme daño. No me insultes también, Angelo...
—¡Basta...! Olvídalo, es imposible. No conseguiré burlar a la Inquisición con un casamiento... ¡Por el amor de Dios, soy un religioso! —exclamé en mi desesperación mientras los ojos de Anastasia se llenaban de lágrimas.
—Sin embargo, renunciarías a tus votos por Raffaella... Yo lo sé —musitó la joven.
—¿Qué has dicho?
—Angelo, piénsalo bien: no quieres casarte conmigo, que quiero salvarte, porque has de renunciar a tus votos, pero para estar con Raffaella tendrás que hacer lo mismo, y ella no te ayudará...
—Por ella lo haría... Por ti ¡no! —le contesté en un arranque de rabia—. Le daré a Évola lo que quiere, él cumplirá su promesa y liberará a Raffaella, y yo podré descansar tranquilo. Puedes pedirle a cualquier otro que se case contigo, yo le cedo alegremente mi puesto de amo y señor de tu fortaleza de Volterra. Prefiero mi celda y a Raffaella a salvo.
—Eres obstinado y maleducado —murmuró Anastasia, casi rendida.
—Y tú una mujer caprichosa y consentida, que no soporta perder ante una jovencita...
No pude seguir, pues la mano de Anastasia se estrelló en mi mejilla en una sonora bofetada que hizo que mi rostro enrojeciera.
—Cuida tus palabras, Angelo —me amenazó Anastasia.
La cogí por el cabello sujetándoselo fuertemente en la nuca, sin brusquedad, para no dañarla, pero con firmeza. Acerqué su cara a la mía para que mis labios casi rozaran los suyos mientras le hablaba.
—No juegues conmigo —le aconsejé en voz baja—. Eres la primera y la última mujer que me golpea. Lo tomaré como una caricia mal dada y mal recibida, pues si lo considero como lo que es, el placer que pareces buscar en mí se transformará en dolor. Conozco métodos muy severos para educar a las princesas...
Los ojos de Anastasia me miraban, felinos y obstinados, con ganas de atacarme, conteniéndose por no se sabe qué extraño sentimiento de lealtad. Era tan hermosa...
—Vete —exclamó—. Vuelve a tu celda. No has comprendido todo lo que arriesgo al tenerte aquí. Ni el destino que he elegido sólo para que tú sigas respirando. Eres un necio, un ingrato... ¡No entiendes nada...! Vete... ¡Vete! ¡Ya no quiero saber nada de ti! —terminó gritando entre lágrimas.
La solté y ella corrió hacia el lecho y allí se derrumbó en sollozos.
Poco después estaba de nuevo en mi húmeda pocilga, lleno de orgullo y maldiciendo el día en que Dios me hizo tan obcecado. Entonces no sabía bien qué era lo que había rechazado... No tardé en enterarme. Estúpido pretencioso que se creía inmortal y lleno de nobleza...
Aquella misma noche mi puerta chirrió de nuevo para dar paso otra vez a la guardia personal de Anastasia. Fui arrastrado por los pasillos hasta un oscuro y maloliente recinto. Me arrojaron contra el suelo, cubierto de paja y excrementos. Era un establo. Allí esperé ese puñal que había de atravesarme el vientre, pero lo que recibí no fue un tajo sino un caballo, una faltriquera con dinero y una salida franca para abandonar Florencia antes de que amaneciera. Anastasia, a pesar de todo y para mi sorpresa, había decidido liberarme.
—¿Saben lo que les sucederá cuando la Inquisición sepa que escapé delante de sus narices?
El guardia que estaba asegurando mi montura respondió.
—La señorita Iuliano va a tener muchos problemas... Puede que la detengan, puede que la juzguen, quién sabe... Nosotros cumplimos sus órdenes. No perdáis tiempo e idos cuanto antes. Cada cual recibirá lo que se merece...
Me subí al caballo, el guardia palmeó una de sus ancas y el animal salió al galope hacia la calle, camino de la libertad. Sin la información que querían de mí, no había trato y Raffaella estaría a salvo: la necesitaban como valor de cambio. No tenía más que esperar. Lo que me preocupaba ahora era saber si los libros habían llegado a San Fruttuoso, así que decidí que mi destino sería Genova, y en Genova la morada de mi antiguo maestro y aquel panteón junto a la tumba sin nombre. Mientras galopaba, mi pensamiento se detuvo en los libros, envueltos en desgracias, conspiraciones y muerte.
Llegué al pequeño cementerio de la abadía con las sombras de la tarde de aquel 16 de octubre, sin que nadie advirtiera mi presencia. Caminé bajo una suave e insistente llovizna por los caminos del eterno descanso hasta la tumba sin nombre. Aún mantenía vivos los recuerdos de mi última visita a aquel lugar, dulces porque estuve con mi querido maestro, amargos por las confidencias que me había hecho. Allí estaba el lugar que conocía tan bien, el centro de todas mis preocupaciones, la lápida que abrigaba los restos de mi madre, siempre ausente y a la que clamé, en busca de consuelo, arrodillado y con mi frente sobre la fría piedra. La lluvia que corría por mi rostro se fundía con mis lágrimas. Era como el hijo pródigo que regresaba después de tanto tiempo, arruinado y desgarrado, el hijo prohibido que la condenó a muerte, al que no pudo poner nombre, ese que arrancaron de su cuna y al que sentenciaron a la soledad eterna del huérfano. Pasé las manos por mi cara para secar lluvia y lágrimas, y las miré, aquellas manos blancas y delicadas, hijas de una violación aberrante. Mi único consuelo era haber sabido por Piero Del Grande que mi madre me había amado. Aquel amor sencillo, de una mujer humilde por su hijo bastardo, estaba escrito en aquella piedra, aunque no pudieran leerlo otros ojos que no fueran los míos. Sentí que desde su sepulcro silencioso, me cobijaba y me protegía. Me levanté y miré hacia el costado del sepulcro, al panteón de los padres capuchinos. Allí me esperaban mis asuntos y allí me dirigí.