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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (49 page)

La llovizna se había transformado en una fuerte tormenta. La repentina luz de un relámpago iluminó mi entrada en la cámara mortuoria. En el panteón había seis nichos. Elegí el primero que había a mi izquierda, casi junto al suelo pues, al contrario que los demás, las telarañas que deberían cubrir la lápida habían sido limpiadas y en ella se podía leer perfectamente «Hermano Bruno Rossi, 1495-1560». Miré los bordes de la lápida, tomé aire y con la mano protegida por la falda del hábito, para evitar heridas y para amortiguar el ruido, le di un golpe seco que la hizo moverse. La retiré con cuidado y miré hacia el hueco oscuro. Ninguna luz facilitaba mi trabajo, pues habría señalado mi presencia, excepto los relámpagos que, de vez en cuando, iluminaban la estancia. Así que me santigüé e introduje mi brazo dentro del hueco. Con mi cara pegada a la pared podía oler el efluvio cargado de humedad y paños podridos que exhalaba la tumba. Busqué entre la tierra, las cenizas, los huesos y las telas que salieron al paso de mi mano hasta que di con un bulto reconocible y sonreí.

Allí estaban los libros, tal y como le había pedido a Tami. Tiré del bulto y el envoltorio de piel de foca apareció ante mis ojos a la luz de un nuevo relámpago, que iluminó no sólo los libros: una figura me observaba desde la entrada, quieta bajo la lluvia. El espanto me paralizó y no pude apartar mi vista de aquella sombra que, en el siguiente relámpago, se hizo más real. Un temible morador de los sepulcros. Tomé los libros y retrocedí al fondo del panteón mientras aquella sombra se acercaba a mí.

—No temáis, hermano DeGrasso... —dijo el desconocido.

Él sabía quién era yo sin verme, luego alguien le había informado de que pasaría por allí. Y sólo podía haber sido una persona, así que algo más tranquilo, pregunté:

—¿Quién sois? ¿Os conozco?

—Soy yo, mi prior. Soy el vicario Rivara —respondió aquella sombra.

Cuando conseguí tranquilizarme me di cuenta de que era su voz.

—¡Dios, Rivara! ¡Me habéis dado un susto de muerte! No sabéis lo que me alegro de veros, pero... ¿qué demonios hacéis vos aquí? —dije acercándome al monje y fundiéndome con él en un abrazo.

—Yo también me alegro de veros. No podéis haceros una idea de lo que os he echado en falta y lo que me ha apenado saber de vuestra desgracia... Pero no perdamos más tiempo. Os espero aquí desde hace una semana.

—Pero Rivara, sólo una persona sabía que en cuanto pudiera vendría hasta aquí...

Los ojos cristalinos de Gianluca se iluminaron con los relámpagos. Y permaneció muy serio al decir:

—Extra Ecclesia nulla salus, mi prior.

—¿Vos... ? —exclamé sorprendido.

—Hace quince días recibí la visita de un cofrade. Me dijo que había estado con vos en el viaje y que gracias a vos había conseguido los libros, que habíais accedido a formar parte de la
Corpus Carus
...

—¿Tami? —pregunté interrumpiéndolo—. ¿Fue Tami quien os visitó?

—No. Fue Xanthopoulos —dijo Rivara sin conseguir aliviar mi preocupación por la suerte del jesuita.

—¿Qué más os dijo?

—Que habíais ordenado esconder los libros aquí hasta que vos llegaseis y con el difunto padre Piero, al que Dios tenga en su gloria, decidierais dónde ocultarlos. Y que tenía que esperar vuestra llegada sólo para daros un mensaje. Dijo que la
Corpus
confía ciegamente en vos y que, desaparecido el padre Piero, os encomienda la custodia de los libros.

—¿Confía ciegamente? Pero ¡si apenas conozco a nadie! ¿Quiénes son ésos que confían en mí? ¡En verdad que quisiera conocerlos! —exclamé.

—Xanthopoulos confía en vos y para el resto de nosotros eso es suficiente. No desesperéis, nuestros superiores aparecerán en el momento oportuno. Creedme. Y ahora, sin más dilación, debéis aprovechar la noche para escabulliros. Huid con los libros y llevadlos luego a un punto de reunión seguro en el que se decidirá qué hacer con ellos.

—¿Y adonde he de ir?

—Tenéis que salir de Italia. Xanthopoulos dijo que encontraríais protección en la fortaleza del archiduque Mustaine de Chamonix, quien os mantendrá a salvo de la Inquisición.

—¿A Francia? ¿He de ir a Francia?

—Sí, mi prior.

—He oído hablar de ese archiduque de Chamonix... Supongo que también es un cofrade...

—Lo es. Desde que se fundó, la Corpus ha contado con la protección de la nobleza. Ellos son su brazo secular —dijo Rivara.

—Viviré entonces en Chamonix por un tiempo.

—Así es. Allí estaréis seguro. Contamos con algunos obispos franceses que no aceptarán que seáis entregado a la Inquisición. Estaréis muy cómodo.

—Decidme, Rivara, ¿está el jesuita Tami informado de todo esto... si es que salió con bien de nuestro accidentado viaje?

—No se le ha podido informar por ahora, está muy enfermo a consecuencia de la puñalada que recibió.

El silencio se adueñó de la cripta.

—Prior —continuó Rivara—, sabéis que siempre os he tenido un aprecio especial cuando erais inquisidor y en nada ha mermado ahora que sois prófugo. Vuestro destino es vivir y no desfallecer jamás. Nunca antes la
Corpus
había delegado tanta responsabilidad en alguien que no la conoce, quizá seáis el seguidor que Piero señaló hace años. Daos tiempo para conocernos y comprobaréis que no os habéis equivocado al sumaros a nuestras filas.

—Debo partir —susurré.

El vicario puso su mano en mi hombro.

—Prior, hay algo más que debéis saber antes de iros... —El vicario parecía tener dificultad para encontrar las palabras. Debía de ser algo muy grave—. Piero Del Grande me pidió que si a él le pasaba algo, fuera yo quien os contara toda la verdad sobre las circunstancias de vuestro nacimiento y sobre vuestro padre verdadero, a pesar de las consecuencias que ello pudiera tener...

—¿Quién es, Rivara? —le interrumpí, implorando—. Decidme de una vez quién es. Desde que conocí mi bastardía no he dejado de pensar en ello, incluso llegué a creer que podía ser el mismo Piero...

El vicario estaba nervioso. Cerró los ojos y tomó aire antes de responder:

—Vuestro verdadero apellido es... Iuliano. Sois hijo del cardenal...

Mis rodillas flojearon y tuve que buscar apoyo en la pared. La sangre se negó a afluir a mi rostro y me torné lívido como un fantasma, uno más de los que había en aquel cementerio. Rivara continuó.

—El cardenal frecuentó y enamoró a una campesina en sucesivas visitas a nuestra ciudad. Ella engendró un hijo ilegítimo e indeseado por el cardenal de Volterra, pues no entraba en sus planes ser defenestrado por tal motivo. Su carrera prometía y aquel niño podía detenerla. Cuando Iuliano tuvo conocimiento del embarazo de la campesina, ella estaba a punto de parir. Ordenó matar a la mujer, con el hijo aún en su vientre. Ella era vuestra madre, y el niño, vos, mi prior. Los hombres del cardenal encontraron a la mujer poco después del alumbramiento, mas ella ya había acudido al padre Piero para que os escondiera en la seguridad de San Fruttuoso. Del Grande conocía bien a vuestra madre pues era a ella a quien le compraba las aceitunas para fabricar sus aceites. Vuestra madre no se libró de la muerte, pero se ocupó de que su bienamado hijo creciera en buenas manos... Los hombres del cardenal buscaron al neonato por todas partes y cuando llegaron a las puertas de la abadía a preguntar si alguien les había entregado un recién nacido, el padre Piero no lo negó: en vuestro lugar les entregó un niño muerto...

—Es suficiente... —balbuceé alzando la mano para que dejara de hablar—. ¿Quién más sabe esto?

El vicario tardó en contestar.

—Muy pocos...

—¿El cardenal? ¿Lo sabe el cardenal? —pregunté con urgencia.

—Sí.

—¿Cómo?

—El cardenal Iuliano es una persona muy desconfiada. Siempre halló cierto aire familiar en vos además de la similitud de vuestros temperamentos, y el hecho de que Piero os cobijara férreamente bajo su ala acrecentó sus sospechas.

—Jamás habría podido ni siquiera imaginar que el cardenal es mi padre...

—Creo que habréis notado, mi prior, que en los últimos tiempos el cardenal está intentando acercarse a vos...

—¡Su hija! —exclamé consternado interrumpiendo al vicario—. Anastasia... Ella... Ella...

Yo estaba completamente desencajado al pensar en nuestro encuentro, en su proposición de matrimonio. No podía creerlo...

—Sois hermanos de padre, sí —dijo el vicario—. Por vuestras venas corre casi la misma sangre.

—¿Y ella... lo sabe?

—¿Vos qué suponéis? —dijo el vicario en vez de asentir, pero con un tono que no dejaba lugar a dudas.

—Rivara... No quiero que me contéis más.

—Ya no hay nada más que debáis saber. Continuad vuestro camino y jamás reneguéis de la verdad, pues es seguro que el maestro Piero tenía buenas razones para revelárosla. Pensad en lo diferente que habría sido vuestra vida si él se hubiera llevado a la tumba su secreto. Habríais mirado a los ojos de Iuliano sin saber que era vuestro padre, peor aún, el asesino de vuestra madre. ¿Querríais haber vivido vuestra vida sin saber? Llevad esta verdad con vos, como un último regalo de Piero.

Escondí los libros bajo la capa y me dirigí hacia la puerta. Una vez allí me volví hacia Rivara. Él me preguntó:

—¿Dónde pasaréis la noche?

Me encogí de hombros y sonreí. Un relámpago me iluminó medio rostro.

—No lo sé, tal vez me oculte en algún bosque.

—No os desviéis de vuestro rumbo. Alguien os estará esperando en Chamonix. Que Dios os acompañe.

—Espero que vuestras palabras sean escuchadas —dije como despedida para después desaparecer en la oscuridad de aquella noche lluviosa.

Cabalgué sin rumbo fijo pues aún no había decidido qué haría. Tenía dos opciones: o Chamonix o Florencia. La Inquisición bien sabía que yo, aunque me hubiera escapado, tenía que tomar una decisión. Giulio Battista Évola estaría tranquilo y a la espera de mi reaparición. Yo tenía lo que ellos buscaban y ellos lo que yo más quería.

Detuve el caballo en el interior de un bosque de robles, junto al mar, y decidí. Iuliano me había robado la vida y Piero Del Grande, el único que se había preocupado siempre por mí, a pesar de cometer el error de alejarme de él y de los capuchinos para que sirviera a los intereses de la
Corpus Carus
, estaba muerto. Yo no cometería el mismo error. Mi único amor, mi única fidelidad ahora que él ya no estaba era Raffaella. Nadie salvo Dios; ninguna lucha por el poder me alejaría de ella; la defensa de ninguna facción haría que yo traicionase mis sentimientos. Sólo podemos justificarnos ante Dios por el amor, sólo de eso tenemos que responder. Traicionarlo por razones bastardas es traicionarlo a Él. Pensé en Cristo, en Cristo Redentor y lleno de amor. Y pensé en Piero: «El Vicario de Cristo es lo que dicta nuestra espontánea y primera conciencia». Mi primera y espontánea conciencia sería el fiel de la balanza de mi decisión.

Capítulo 58

Decidí entrar por los jardines traseros, sigiloso como un ladrón. El edificio estaba rodeado por la penumbra, apenas iluminado por unas pocas lámparas, pero si no era cuidadoso, mi sombra podía proyectarse sobre los muros y alguien podía verla. La guardia permanecía ante la entrada principal y no parecían tener intención de moverse. Para ellos era una noche como tantas otras.

Me moví rápido entre los arbustos y me apoyé en el muro de la fachada trasera. Miré hacia arriba, buscando la segunda planta: era allí donde debía llegar. Me quité la capa, la escondí bajo uno de los arbustos y ajusté el envoltorio de los libros a mi cintura antes de comenzar a trepar, como podía, sujetando pies y manos en las junturas de los sillares. El viaje de regreso en el barco había sido un suplicio, pero aferrado a aquella pared, trepando por ella con una agilidad impensable en mí, agradecí el ejercicio que había hecho y que había tonificado y fortalecido mi cuerpo. Alcancé el balcón de la primera planta. Miré hacia abajo para comprobar que todo seguía en calma: nadie parecía haberse dado cuenta de mi presencia. Tomé aire y continué, de la misma manera, hasta el siguiente balcón, mi destino.

El segundo tramo del ascenso era más complicado que el primero, de manera que cuando mis manos se aferraron al poyete, a duras penas conseguí alzar mi cuerpo para sobrepasar la baranda y caer al otro lado, sobre el suelo de la balconada. Allí estuve tendido un rato, recuperando el resuello, con las manos sobre el envoltorio que contenía los libros. Después me incorporé y me dirigí hacia la ventana que permanecía abierta.

Entré en la habitación sin hacer ruido. Me moví despacio hacia la cama y miré a la dama que dormía plácidamente. Me senté con cuidado sobre el lecho y le tapé con delicadeza la boca, apoyando mi cara contra la suya.

—¡No grites, Anastasia! ¡Soy yo, Angelo!

Anastasia me miraba entre espantada y sorprendida. Yo sentía cómo su corazón palpitaba en su cuello. Cuando asintió por haber reconocido mi voz, la solté.

—No puedo mantenerte en silencio para siempre. Si quieres llamar a la guardia, puedes hacerlo.

—¿Qué demonios haces aquí? —susurró Anastasia entrecortadamente, recuperándose aún del susto.

—Digamos que estoy en Florencia cuando debería estar camino de Francia. ¿Llamarás a la guardia?

—No —dijo mirando hacia la puerta.

—Anastasia, he venido a entregarte los libros que busca tu padre. Deberás dárselos a Giulio Battista Évola para que cumpla con nuestro trato. Por extraño que pueda parecerte y en contra de lo que me dijiste, yo confío en él —le dije mientras desataba el envoltorio de mi cintura y lo dejaba sobre el escritorio—. Aquí dentro están el Necronomicón y el
Codex Esmeralda,
los libros que la Iglesia ha reclamado con tanto celo. Ya no tendrán que buscar más.

—¿Has vuelto para esto? ¿Vas a cambiar los libros por esa joven? ¿Y tu vida? ¡Te buscarán, te perseguirán! ¡No creas que por no entregar los libros personalmente evitarás la condena de la Inquisición! ¿Y para esto te he liberado? ¿Sabes cuánto vale tu cabeza en Florencia? —exclamó Anastasia saltando del lecho, muy airada.

—Te estoy muy agradecido... Ya sé que mis problemas no acaban aquí, mas sí los de Raffaella. Évola es un hombre de palabra y cumplirá con su parte del trato. Yo empezaré a sufrir una vida de fugitivo. No padezcas: tengo quien me proteja.

Anastasia suspiró y miró al suelo.

—Bien. Está todo dicho. Tienes un corazón magnífico aunque eres rematadamente estúpido.

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