Authors: Patricio Sturlese
—Perdón, no era mi intención molestar —dijo con su voz delicada.
Aparté a Raffaella hacia un costado, intentando resguardarla. Puede que la espesa niebla le hubiera impedido ver el beso, no lo sabía con seguridad. De todas formas no quería exponerla a los ojos de los demás, menos aún a los de la hija de mi superior, hasta que hubiera decidido si renunciaba a mis votos y a mi cargo. Conteniendo todo lo que podía mi sorpresa al verla allí, no dejé de señalarle lo impropio de su presencia en el puerto.
—Por supuesto que no molestáis, pero no conviene a dama tan distinguida andar sola por un lugar como éste a hora tan temprana.
—No creáis que os estoy persiguiendo, ni tampoco que tengo por costumbre pasear por los puertos de madrugada. Quería veros antes de que partierais. Tengo asuntos urgentes que tratar con vos —respondió inmóvil, manteniéndose a una distancia prudencial.
Mi asombro era mayúsculo. Anastasia Iuliano allí, en el puerto, sin escolta y reclamando mi atención. Anastasia Iuliano, conocedora de mi partida... ¿y de qué más?
—Acercaos y decidme de qué se trata... Ya no dispongo de mucho tiempo, mi barco va a zarpar —dije mirándola a sus ojos esmeralda.
Ella observó discretamente a Raffaella y me dijo:
—Me gustaría hablaros a solas...
Oportunamente, y gracias a Dios, el vicario Rivara irrumpió en la escena. Había terminado su labor y descendido del galeón para retirarse.
—Mi prior, todo está listo. Los registros de embarque están firmados, os hemos preparado el camarote y acomodado vuestras pertenencias. El almirante os espera para zarpar.
—Gracias, mi fiel Rivara. Quedo en manos del destino. Cuidad, como siempre lo hacéis, de mis asuntos, y cuidad de ella.
Y señalando a Raffaella se la encomendé, apelando a nuestro mutuo afecto.
El vicario esbozó una tímida sonrisa.
—Lo dejáis todo en buenas manos, tenedlo por seguro. —Rivara extrajo un sobre de su hábito y lo extendió hacia mí—. Ayer por la noche me dejaron esta carta para vos, pidiendo que os la diera en mano y antes de vuestra partida. Está firmada por el padre Piero Del Grande.
Miré de soslayo a Anastasia e intenté ser lo más neutro posible al contestar:
—Gracias, vicario, por vuestra eficiencia.
—Me dijeron también que, sobre todo, no debéis abrirla hasta llegar a las tierras del Virreinato.
—Entonces así lo haré.
Otro sobre más con un contenido misterioso y con instrucciones que retrasaban su apertura. Y ya eran cuatro...
—Cuidaos mucho —recomendó el vicario—, y sabed que hablo por boca de todos los hermanos que no han podido venir a despediros.
Yo sabía que era cierto, pues desde el cocinero mayor hasta el portero, desde el despensero hasta el delgado campanero, todos compartían con Rivara la nostalgia de la despedida, ésa que cosecha sólo el que ha sembrado cariño durante muchos años.
—Id tranquilo. He regresado intacto de todas mis cruzadas y esta vez no será distinto.
Rivara tomó delicadamente a la joven D'Alema por los hombros y se dispuso a marcharse. Un carruaje les aguardaba.
—Esperaré —me susurró Raffaella acercándose lo suficiente para que sólo yo la oyera—. Esperaré en Roma a que vengas a buscarme. Te esperaré. Por siempre.
Como estábamos en presencia de varias personas, besé a la niña en la frente y le contesté quedamente al oído: «El verano me traerá contigo y ya no habrá nada que nos separe». Luego la estreché en un breve y emotivo abrazo. Las despedidas nunca fueron de mi agrado, pero ésta era diferente, no era una más en la agenda del nómada, pues en ella estaba la promesa del reencuentro, uno especial, ése que yo esperaría como un niño y disfrutaría como un adulto, imaginándolo. El vicario y Raffaella se alejaron de mi vista perdiéndose en la niebla.
Me volví hacia Anastasia. En su rostro no había emoción alguna, me contemplaba como una estatua de mármol. No se había inmutado ante la despedida. ¿Qué se traía entre manos? Su presencia allí era un verdadero misterio.
—No pensé que tendríais tanta compañía... Una mañana gris y fría, un horario intempestivo. Todo parece conjugarse para hacer triste la partida.
Anastasia tenía un delicioso acento toscano y en su manera de hablar se distinguía perfectamente que era una dama instruida.
—Podría haber tenido más compañía, pero soy una persona discreta, me conformo con poco —dije bromeando.
—¿Una feligresa? —se interesó Anastasia por Raffaella.
—Una amiga —rectifiqué.
—Veo que os aprecia, ha estado muy afectuosa con vos —siguió comentando Anastasia.
Su interés por Raffaella era excesivo, quizá había visto algo...
—¿Acaso es eso malo?
—¡No...! Por favor, no malinterpretéis mis palabras. Creo que habla bien de vos, ¿no os parece?
Me quedé mirándola en silencio, detenidamente, luego continué:
—¿Qué es lo que buscáis en esta desapacible mañana, señorita Iuliano?
—Podéis llamarme Anastasia —dijo al instante—. No lo sé, no estoy muy segura...
—Os voy a ayudar: sabiendo de dónde provenís y conociendo a vuestros amigos estoy seguro de que vuestra presencia se debe a asuntos políticos, y si es así, perdéis vuestro tiempo.
—Me ofendéis —dijo parca.
Su mirada y su actitud se habían endurecido, su ánimo inicial pareció tambalearse.
—Siendo vos la sobrina del cardenal Iuliano, ¿pretendéis que os tome por una amiga que ha venido a despedirme en una mañana horrible? No me conocéis.
—¿De verdad creéis que vengo a tratar de política con vos?
Anastasia enfadada era aún más bella y no pude por menos que admirarla.
—¿Qué esperaríais vos en mi lugar? —pregunté—. Yo espero algún soborno, algún favor para un noble que necesita de la Inquisición y envía en su lugar a una hermosa dama.
—Os confundís. No soy... —intentó explicarse, pero la interrumpí.
—No, sois vos quien quiere confundirme —rectifiqué—. Os presentáis como un espectro entre la niebla y pretendéis que no sospeche. No reconocéis la cara del soborno como yo lo hago; vos no oís sus puños golpear a mi puerta... ¿Acaso no sabéis que este mundo gira y que su motor son las conspiraciones?
Ella bajó la vista y recapacitó.
—Bien, creo que tenéis parte de razón. No he escogido la mejor manera ni el mejor momento para presentarme ante vos. Disculpadme. —La dama de blanco alzó lentamente su rostro para mirarme a los ojos—. No tenía idea de que solieran intentar sobornaros...
—Soy juez. Y hay muchos que quieren utilizar a la Inquisición contra sus propios enemigos. No puedo confiar fácilmente en desconocidos.
—De verdad que no he venido a hablar de política con vos, podéis estar tranquilo.
—Disculpad entonces la dureza de mis palabras y la ofensa que pudiera haber en ellas —dije amistosamente—, pero no podía entender de otra manera vuestra sorpresiva visita.
—¿Sabéis una cosa? Suelo ser blanco habitual del prejuicio por ser quien soy.
—Lo siento, de verdad... Aceptad de nuevo mis disculpas.
—Como sin duda sabéis, aunque es una verdad que todos fingen no conocer, Vincenzo Iuliano no es mi tío, sino mi padre. —La miré admirado por su arrojo y ella continuó sin esperar respuesta—. Os daréis cuenta, pues, del estrecho vínculo que me une al poder y me comprenderéis mejor. Por ser la hija del cardenal Iuliano, vivo respirando política, vivo desconfiando de las personas a las que él llama amigos. Crecí rodeada de pactos y conveniencias. Yo no lo elegí, nací en la casa equivocada. Sueño con no tener que aclarar mis verdaderas intenciones cada vez que me acerco a alguien y no estoy dispuesta a esperar el día en que me señalen a mi futuro esposo sólo para sellar otro pacto más de la política familiar.
—Supongo que no habrá noble europeo que se resista a incorporaros a su sangre. ¿Acaso no es un buen futuro heredar alguna fortaleza y pasar vuestros días entre sedas?
—¿Creéis que es un futuro envidiable? Sólo pensar en ello me enferma —respondió con una llama de furor en sus ojos que daba crédito a sus palabras.
—No reneguéis de vuestra situación —aconsejé con una dura y casi insolente sonrisa—. Sabed que hay mucha gente con una vida muchísimo peor que la vuestra. Hay gente que come desperdicios, que hurga entre las sobras de los banquetes y carga con pesos en la espalda, sólo para pasar un día más, sólo por otro corto día. Eso sí es una desdicha, no lo vuestro. Vos tenéis una posición privilegiada, no maldigáis vuestra suerte.
—¿Por qué me habláis de esa forma? —preguntó Anastasia, a la que mis palabras habían contrariado.
—¿Os atreveríais a escuchar la respuesta?
—Adelante, decid lo que tengáis que decir —dijo orgullosa.
—Porque creo que sólo sois una señorita caprichosa, que filosofa protegida por la niebla y nunca ha tenido que trabajar bajo el sol inclemente. Espero que mi sinceridad no os ofenda.
—Señor De Grasso, vos me subestimáis —dijo Anastasia, prueba evidente de que la había ofendido.
—Puede que me equivoque; si así sucediera, no tardaré en retractarme de lo dicho.
—No hace mucho que nos conocemos y ya me dedicáis palabras envenenadas que rayan peligrosamente con la falta de respeto.
—Anastasia, os pido de nuevo disculpas, pero dejadme deciros que esta conversación me resulta muy extraña. Vos me resultáis extraña.
Había algo en ella, no sé qué era, que me llevaba a querer hablarle y a escucharla. Si me hubiera consultado antes de venir, no me habría negado a atenderla.
—¿Entonces? —preguntó ella alzando las cejas.
—Aunque me parecéis una dama muy interesante, tanto por lo que sois como por vuestra historia familiar, sigo sin entender vuestra presencia aquí...
—Quería veros. Sólo eso. ¿Acaso os disgusta que una dama se os acerque?
—No, no me disgusta. —Me esforcé por mirar en la niebla—. ¿Quién os acompañó hasta aquí? ¿Vuestro padre? ¿Os ha dicho él que yo partía de viaje? No es algo que sepa mucha gente y me extraña, por la naturaleza del viaje, que vos estéis informada.
—Nadie me acompaña, he venido sola. Vine sin la guardia de mi padre —respondió Anastasia eludiendo mis preguntas y corroborando así que, si no se lo había dicho su padre, era una buena espía...
—Además de caprichosa, sois temeraria —añadí con una sonrisa.
—Lo tomaré como un cumplido, como una muestra de que no tenéis tan mal concepto de mí —dijo la joven recuperando el buen humor con el que se había acercado a mí.
—¿Sabéis, Anastasia?, tenéis algo en la mirada que intento comprender, como si vuestros ojos ocultaran una confidencia que deseáis hacerme. ¿Me equivoco?
—Sois muy perspicaz y mucho más atento con una dama que cualquier miembro de la nobleza italiana.
—Creo que nunca podréis ocultarme nada si mantenéis los ojos abiertos. El brillo de las esmeraldas es hermoso, pero transparente para cualquier buen observador.
Ella sonrió.
—Debéis saber que, con los hombres, suelo ser siempre dueña de la situación. Confío en mi belleza y sé dosificar con inteligencia la seducción. No es este el juego que quiero jugar con vos. De hecho, no quiero jugar con vos.
—No me equivoco pues al leer vuestros ojos —dije—. Decidme por fin a qué habéis venido, Anastasia.
La joven buscó en su pequeño bolso de mano y sacó una carta que me entregó con mano temblorosa.
—Anastasia —dije tomando el sobre, sorprendido—, ¿qué se esconde detrás de todo esto? Ayer aparecisteis por primera vez en mi vida y hoy, después de esta conversación y de esta carta enigmática, estoy seguro de que nuestro encuentro no ha sido fortuito.
—Pensad lo que queráis, señor De Grasso. Sólo prometedme que leeréis la carta y que creeréis en las palabras que contiene —contestó Anastasia.
En sus ojos y en su tono de voz se adivinaba cierta preocupación contenida.
—La leeré, os lo prometo, y creeré lo que diga en ella. —Miré detenidamente sus ojos y escuché su respiración, demasiado agitada para proceder de una desconocida que despide a un desconocido. Su actitud, peligrosamente amorosa, me confundió y tuve que preguntarle sin pudor por sus intenciones—. Vuestra actitud, Anastasia, es engañosa... ¿No pretenderéis seducirme...?
Si era lo que quería, en cierto modo lo estaba consiguiendo, aunque he de reconocer que no necesitaba esforzarse mucho pues su belleza era un arma cargada.
La hija del cardenal no contestó, no tan rápido como supuse, no tan rápido como lo habría hecho alguien inocente de toda culpa.
—Leedme, por favor —dijo en un suspiro—. Y no me creáis loca por lo que voy a deciros: aunque no os conozco, os admiro y, sí, de algún modo deseo teneros cerca de mí. Algo malo puede sucederos —añadió misteriosa—, algo que por nada del mundo deseo que os pase. Sólo quiero preveniros. No desconfiéis de mí, os lo suplico.
Guardé el sobre con delicadeza bajo mis ropas, junto a la carta del padre Piero que momentos antes me había entregado el vicario Rivara.
—Así lo haré, Anastasia —le dije.
Un joven soldado español apareció entre la niebla y me advirtió quedamente que la nave estaba a punto de partir y que tenía que embarcar sin más dilación. Miré a Anastasia sabiendo que nuestro tiempo había acabado. No sabía si despedirme de ella besándole la mano como indicaba el protocolo o con un beso en la mejilla que mostrara mi confianza hacia ella y sellara una conversación llena de confidencias. Pero mientras lo pensaba, ella se adelantó simplificando las cosas. Me tomó de los hombros y depositó un delicado beso en una de mis mejillas. Su fragancia bloqueó mis pensamientos y su piel se deslizó como seda contra la mía, un hechizo al que era difícil resistirse.
—Que Dios os acompañe —murmuró.
—Os agradezco mucho la visita, Anastasia, porque ahora sé que procede directamente de vuestro corazón. Que Dios os acompañe también a vos.
La dama de blanco, que había venido con la bruma, desapareció suavemente en ella sin dejar rastro, como un fantasma. A diferencia de Raffaella, ella era más madura; debía de llevarle por lo menos cinco años. Como Raffaella, entró en mis días rápida como una flecha, dejándome sólo la capacidad para analizar la herida, pero sin poder hacer nada para controlar la hemorragia de sensaciones que había producido.
Nos adentramos a toda vela en el azul profundo del Mediterráneo. El vaivén del galeón no tardó mucho en empezar a causarme molestias. Aunque había pasado largas horas en mar abierto, con lo que mis pronósticos sobre el viaje habían sido optimistas, no conseguía acostumbrarme al constante balanceo del navío. Al principio, intenté no darle importancia, pero pronto se convirtió en un martirio para mi cansado cuerpo y a la cuarta hora de viaje mi único consuelo era aferrarme a la almohada intentando contener el vómito que, con amargas flemas de bilis, ascendía constantemente a mi garganta. Era evidente que yo era un hombre de tierra, no un lobo de mar.