Authors: Patricio Sturlese
—¡Salud! —exclamó Calvente mientras levantaba su vaso—. ¡Y feliz Nochebuena!
Después de un rato y algunas copas bajo el firmamento estrellado, Calvente me dijo:
—Excelencia, ¿recordáis que me preguntasteis por el
Circulus aequinoctialis
? Debíais saber cuándo estaríamos cerca de él, y que yo bromeé sobre el sometimiento de todos nosotros a la burocracia.
—Sí, almirante, lo recuerdo perfectamente: es un dato muy importante para mí. ¿Es que estamos cerca?
El almirante entrecerró los ojos y bebió otro trago de licor. A continuación me dio una explicación prolija que yo no necesitaba pero en la que podía demostrarme sus conocimientos, así que le escuché con paciencia.
—Viajamos a un promedio de seis nudos —pensó en voz alta—, estamos a quince días de Tenerife... Por lo que... Podría deciros que hemos recorrido unas 600 millas... Eso quiere decir, Excelencia, que hemos atravesado hace días el
Trópicus cancri,
y, por lo tanto, puedo aseguraros que, aunque no estemos en una línea divisoria exacta, estamos navegando ya en las cercanías del
Circulus
.
—Perfecto. Vuestra pericia es indiscutible, almirante —le dije agradeciéndole la información.
—¿Es una notificación importante? —preguntó el almirante con repentino interés.
—Así lo creo.
—Podéis estar tranquilo: cumpliréis correctamente las órdenes que os han dado. Éste es el momento.
De esta forma culminamos la noche de festejos, y por ello supe que había llegado la hora de romper el segundo lacre. El día de Navidad se tornó largo y festivo. Antes del despunte del sol, celebramos otra misa, la de la aurora. Y cuando finalizó el día, una última celebración vespertina: la misa de Navidad. Y después de cada misa, los licores... Yo volví a llevarme, en cada ocasión, mi pequeña botella de
grappa
.
Esa misma noche, después de la cena de Navidad, el notario acudió puntualmente a mi camarote. Giulio Battista Évola, nada más cerrar la puerta, mostró su sorpresa.
—¿Me mandasteis llamar, Excelencia?
—Sí —respondí ya sentado ante el escritorio.
Évola se había percatado de que el envoltorio de cuero que contenía los sobres lacrados estaba sobre la mesa.
—Veo que pretendéis abrir el segundo sobre —dijo el notario mirando hacia el envoltorio.
—Así es. Por eso estáis aquí. Es el colofón perfecto para una Navidad especial, ¿no creéis?
—Cierto, aunque haberla pasado en alta mar ya supone un gran cambio en mis hábitos. ¿Estáis seguro de que es el momento adecuado? —continuó Évola, mirándome receloso.
—Hablé con el almirante sobre nuestra posición y su respuesta fue clara. Estamos donde debemos para poder proceder a la apertura del segundo sello.
—Entonces, será correcto —siguió Évola.
Mi alusión al almirante parecía haberle tranquilizado. Estaba claro que mi palabra seguía sin bastarle y así se lo hice saber.
—Veo que habéis dudado de mi palabra.
Évola sonrió.
—Excelencia, ni vos ni yo tenemos conocimientos suficientes de cartografía, y sería arriesgado suponer que sabemos a ciencia cierta que ahora nos encontramos en el punto que indican las instrucciones. He podido comprobar que Vuestra Excelencia ha hecho un buen trabajo al requerir la información al almirante. Sus palabras nos dan la seguridad que necesitamos.
Miré al notario mientras defendía su conducta. Si bien ya me había informado de su naturaleza desconfiada, no conseguía acostumbrarme a ella. Desde luego, era un gran defensor de sus actos y un burócrata excelente, y seguro que por eso había sido el elegido de Roma. No quise rumiar más el asunto.
—¿Estáis, pues, en condiciones de comenzar con el protocolo?
—Lo estoy —respondió tomando asiento, papel y pluma.
—Lacre de san Mateo —dije mientras alzaba mi brazo para mostrarle claramente el sello del envoltorio con el ángel que simboliza al evangelista.
—Correcto —certificó Évola.
Procedí al corte del lacre con un fino estilete de mi propiedad y del interior extraje un papel que acerqué al candelabro para poder leer:
Roma, 15 de noviembre del año 1597 de Nuestro Señor
Carta segunda, lacre de san Mateo.
Hermano DeGrasso: estando ya a medio camino de vuestro lugar de destino, os será necesario conocer algunos pormenores de la comisión. Por favor, leed atentamente este segundo manuscrito.
Después de largos años de seguimiento y tras intensivos estudios realizados sobre las evidencias obtenidas gracias al trabajo de numerosos inquisidores en las últimas décadas, hemos podido localizar el paradero de dos obras prohibidas de gran importancia, que desde el Medievo circulan de mano en mano en ciertos círculos demonólatras. La existencia de estas obras amenaza severamente con la posibilidad de nuevos brotes heréticos, y no sólo en Europa, sino también en el Nuevo Mundo.
Ha llegado a nuestros oídos una información altamente fidedigna sobre el paradero de estos libros proscritos, que ya no se encuentran donde suponíamos, sino ocultos en lugar seguro fuera de Europa, no lejos de la ciudad de Asunción, su destino.
Vuestra tarea, que a nuestro parecer es la más importante que cualquier Inquisidor General podría querer sumar a su haber, es terminar con los años de investigación y siglos de preocupación de nuestra Iglesia haciéndoos cargo de dichos libros, que deberéis confiscar a quien o quienes los poseyeren, y bajo la jurisdicción del Tribunal del Santo Oficio, dictar la inmediata deportación a Roma de las obras y de sus poseedores.
Tanto yo como Su Santidad Clemente VIII hemos depositado toda nuestra confianza en vos, valioso inquisidor al servicio de nuestra Santa Iglesia, y rezamos para que podáis concluir vuestra tarea de manera satisfactoria.
Siempre vuestro en Jesús,
Cardenal VINCENZO IULIANO,
Superior General del Santo Oficio
Al concluir la lectura levanté la vista y la dirigí directamente al rostro inexpresivo del notario que, acariciándose la barbilla con insistencia, era incapaz de formular palabra.
—Interesante... —dijo al cabo de un rato.
—Amenaza con serlo —respondí martirizado por mis sospechas.
Quería, trasladando a Évola la obligación de hablar, ganar tiempo para serenar mis agitados pensamientos.
—Excelencia, teníais razón. Sabíais muy bien lo que decíais cuando pronosticasteis que íbamos detrás de algo importante.
—Lo presentí, hermano. Y sí, tenemos la fortuna de estar encargados de una alta tarea, aunque pueda ser más compleja de lo que esperábamos.
—Parece que perseguimos el rastro de literatura muy antigua —dijo Évola.
—Del Medievo, según parece —dije a mi vez—. Copias recientes, posiblemente.
—¿Sospecháis de alguna en especial? —preguntó el napolitano, seguro de que yo tenía información que no le daba.
Me quedé mirándole mientras intentaba ordenar mis pensamientos. Claro que sospechaba, y mucho. Las palabras de Piero Del Grande y, aún más, la falta de preocupación de Iuliano cuando en nuestra larga conversación en la catedral le dije que habíamos perdido el libro empezaban a cobrar sentido.
—Excelencia... ¿Sospecháis de alguna obra en especial? —repitió el notario impaciente al ver que yo no respondía.
—No —le mentí.
Nada más irse Évola, me senté en la cama y contemplé la llama del candelabro en busca de concentración. Tenía que recapitular y ordenar en mi mente toda la información que poseía, que había ido apareciendo como una chispa y se propagaba ahora como una llama. Me vi peligrosamente tentado de romper el tercer lacre en ese mismo instante, sin el notario y sin ser el momento señalado. Pero un resto de lucidez me frenó justo a tiempo.
Los libros estaban adquiriendo un sentido nuevo. Por la fecha de los sobres, Iuliano sabía el paradero del Necronomicón, y quizá del
Codex
, antes de encargarme su búsqueda. ¿Qué sentido tenía? Dos libros, los libros, era lo que me esperaba en Asunción. ¿Y si detrás de toda esta complicada maniobra estaba la desconfianza del cardenal Iuliano, que parecía haber concebido tanto el interrogatorio de Gianmaria como el viaje como pruebas de fidelidad? Tenía justos motivos para sospechar que yo era miembro de la Corpus Carus por ser el discípulo predilecto de Piero Del Grande. Sí. Y ¿por qué no?: también era posible una hipotética vinculación con la Sociedad Secreta de los Brujos... Pero algo me decía que Iuliano sabía más, algo más, y que el tercer lacre me ayudaría a comprenderlo. Por eso lo sujeté, temblando de ira, e introduje mis dedos por debajo de la solapa con la intención de romperlo. Mis ojos estaban fijos en él, mis manos sudaban. Quería abrirlo, pero no podía. Lancé el sobre lejos de mí y suspiré. Necesitaba algo que me ayudara a pasar el trance, así que alargué la mano hacia la botella de
grappa
, le quité el tapón y bebí un generoso trago que, en vez de calmar mi ira, la encendió aún más.
¡Había sido una estupidez!, una estupidez desmedida todo este plan organizado desde las oficinas del Santo Oficio, ¿para qué? Sin duda, para secarme el cerebro, de Europa a América, para volverme loco, para tentarme, para ponerme a prueba. Pues ¿qué otro sentido podía tener? ¿Por qué no me lo notificaron todo de una vez? ¿Quién era ese notario que me asignaron caprichosamente, de palabras acidas y rostro diabólico? ¿Quién lo puso en mi camino y para qué? ¿Qué mente retorcida auspiciaba este laberinto de incertidumbres y cuál era su objetivo? No tenía respuestas, pero las obtendría. Me levanté de la cama y me dirigí hacia la puerta, el lugar hasta donde el sobre, en alas de mi ira, había volado, con la intención de devolverlo al envoltorio común y tranquilizarme. ¡Cuánta falta me hacían las cartas de mi maestro y de Anastasia! Tal vez ellas me habrían ayudado a comprender aquel absurdo viaje. Y cuando estaba agachado recogiéndolo, unos golpes en la puerta me sobresaltaron.
Fueron tres golpes secos y pausados. A pesar de la hora intempestiva, alguien que quería hablar conmigo estaba al otro lado de la puerta. Escondí el sobre bajo el hábito y puse el oído en la puerta sin intención de abrirla. Distinguí una voz que hablaba a la madera.
—Excelencia... Maestro DeGrasso... ¿Dormís? —Se detuvo un momento al no obtener respuesta y después siguió hablando—. Perdonad la hora, sólo os molestaré un instante. Soy el doctor Ismael Álvarez Etxeberría.
Entreabrí la puerta inspeccionando el pasillo oscuro. Allí fuera, lámpara en mano, efectivamente, se encontraba el doctor.
—Adelante, entrad.
—Permiso... —dijo cuando le abrí paso—. Disculpadme, espero no haberos despertado.
—Descuidad, no podía conciliar el sueño —respondí mientras le ofrecía una silla.
Aproveché el momento para encender otro candelabro que iluminara un poco más la estancia.
—Se os ve demacrado —dijo al instante Etxeberría.
Al aumentar la luz pudo apreciar la palidez de mi rostro.
—Esta noche no está siendo fácil para mí, doctor.
—¿Demasiada bebida? —preguntó sonriendo.
Era evidente que mi aliento me delataba.
—No, no se trata de eso. Ojalá lo fuese, ojalá se me pasara todo con un simple trago.
Mi respuesta, y la preocupación implícita en ella y en mi rostro, le obligó a formular una pregunta amable aunque indiscreta:
—¿Qué os preocupa? ¿Puedo ayudaros?
—Es algo personal. Os lo agradezco, pero esta vez no hay nada que podáis hacer por mí.
—¿Seguro...?
Me quedé mirándolo de tal forma que borré todas sus dudas. Prefirió pasar directamente al asunto que le había llevado hasta mi camarote.
—Sólo quería haceros un comentario... Como bien sabéis, la seguridad dentro del barco podría calificarse, siendo benévolo, de «escasa». —El médico aludía al crimen del cocinero, aún pendiente de esclarecimiento—. Y de eso, precisamente, quería hablaros...
El médico hizo una pausa esperando mi respuesta, ante lo que me encogí de hombros.
—¡Hablad, hombre de Dios! No os quedéis como esperando mi aprobación. Creo que estamos de acuerdo en que una muerte no es algo que pueda tomarse a la ligera.
—Bien... Supongo que os preguntaréis por qué he venido precisamente ahora y no en otro momento...
El doctor seguía sin encontrar palabras.
—Adelante, os escucho —repetí con calma.
—Es un asunto que no podría tratar con nadie más que con vos, Excelencia. Sois el único en quien puedo confiar —dijo el doctor antes de continuar hablando en voz muy baja, como si las paredes del camarote tuviesen oídos—. Esta tarde me enviaron a un sitio bajo cubierta llamado el pantoque, situado precisamente en el último subsuelo de bodegas... Un lugar apestoso. Allí tuve que curar a una persona que tenía una herida infectada en uno de sus puños, algo no muy grave, pero sí llamativo. —El doctor se pasó la mano por los cabellos para tomarse un tiempo y ordenar sus pensamientos; estaba nervioso—. Lo alarmante no era su herida, Excelencia, sino que ésta parecía mantenerse infectada por no tener aire fresco y sol para una buena cicatrización.
—¿Qué intentáis decir? —pregunté con atención.
—Digo que el lugar donde se encuentra ese hombre es tétrico. Convive con el hedor insoportable que produce un gran charco de orines, agua de mar y lavazas. Y por el aspecto de su herida, deduzco que esta persona lleva allí, sin moverse, varios días. Sospechoso, ¿no...? Y más si tenemos en cuenta que no forma parte de la tripulación.
—¿Adonde queréis ir a parar? —pregunté impaciente.
—Es... un polizón —dijo el médico bajando aún más la voz, si es que eso era posible.
—Un polizón... ¿Y bien?
—Me han dicho que su apellido es Xanthopoulos, y os confieso que tiene un aspecto temible, una mirada cruel y desquiciada. Según mis cálculos su herida lleva supurando unos quince días, el tiempo que ha transcurrido desde el asesinato. Es sospechoso, en verdad es un hombre sospechoso... Soy médico, Excelencia, no creo equivocarme. Además, entre sus ropas asomaba un mango, tal vez de un puñal. Estoy seguro de que va armado.
—Perdonad, Etxeberría, pero si estáis tan seguro de vuestras suposiciones, ¿por qué no se las confiáis al almirante? —dije al fin, pues el médico me había convencido.
—Porque el polizón pagó sin duda una fuerte suma por su pasaje, y precisamente al almirante. ¿Acaso no me creéis cuando os digo que vos sois el único en quien puedo confiar? Ese hombre es parte de un negocio y yo sólo tengo sospechas.