Authors: Patricio Sturlese
Calvente sonrió con la caballerosidad digna de un oficial de la Corona y luego prosiguió:
—Primero, me gustaría tranquilizaros sobre la solidez del barco. El Santa Elena es un galeón muy seguro; a mi parecer, uno de los más avanzados de la Armada española. Si hubierais podido apreciar la proa del galeón, cosa que os impidió la niebla, habríais observado el emblema de la antigua corona catalano-aragonesa con el que fue bautizado...
—Perdonad, almirante, y eso ¿qué significa? —interrumpí sin saber adonde quería ir a parar el almirante.
—Significa que ese emblema se colocó allí para lucirlo, no para enviarlo bajo el agua. Con ello lo que quiero deciros es que, por mucho oleaje que sacuda su casco y su velamen, este galeón no se hundirá. Eso sí, el balanceo, y con él los mareos que habéis sufrido, es inevitable.
—Ha sido horrible, os lo aseguro —confesé.
El almirante sonrió.
—Cuando entremos en un mar realmente encrespado, y espero que Dios no lo permita, los movimientos de hoy os parecerán los de una cuna.
—Espero que Dios os escuche y no lo permita —exclamó el capitán de infantería Martínez, revelando compartir conmigo el deseo de estabilidad para el barco.
El almirante continuó:
—Hoy tuvimos viento favorable y avanzamos a un promedio de ocho nudos. Calculo que, en siete u ocho días, estaremos en las islas Canarias, donde recogeremos alimentos y nos uniremos al viaje previsto para la flota de las Indias Occidentales. De ahí en adelante nuestra velocidad disminuirá...
—Perdonad de nuevo, almirante, pero ¿no sería conveniente realizar el viaje en el menor tiempo posible?
Mi deseo de tocar tierra era más que evidente.
—Sí, Excelencia, pero no podrá ser. Tenemos que permanecer en formación con el resto de las naves para protegerlas de los piratas...
—Ingleses... —masculló Martínez.
—Así es —afirmó Calvente—. Son más peligrosos que las tormentas.
—Oportunistas —calificó Martínez—. Gustan de la guerra sucia, pues esconden sus banderas y roban nuestros barcos. Y después ofrecen riquezas que no son suyas a su reina, a cambio de una parte del botín, de su indulgencia y de cargos políticos. Les aborrezco...
—Y con vos, el mundo entero —afirmó Calvente—. Incluso las ratas merecen más respeto.
Todos se miraron y asintieron con la cabeza. La reputación de los ingleses no difería mucho de la de los musulmanes infieles. El almirante León Calvente continuó.
—Debemos cruzar el océano dando protección a la flota hasta Cartagena de Indias. Si los vientos y las corrientes nos son favorables, tras dejar las Canarias, nos aguardan una veintena de días para cruzar el Atlántico y separarnos de ellos en el mar Caribe.
—Interminable... —suspiré en un hilo de voz.
—¿Interminable? No, Su Excelencia, aún no he acabado —bromeó Calvente al oír mi suspiro—. Pues desde el mar Caribe aún faltan unas 1.350 millas hasta la desembocadura del oscuro río Paraná y, luego, otras 220 río arriba hasta llegar a nuestro destino: Asunción.
—¿Podríais traducirlo a medidas terrestres? —pregunté casi sin atreverme pues no estaba seguro de querer escuchar la respuesta y saber lo que realmente me esperaba.
—Seguro. Son unas... 580 leguas, aproximadamente.
—Parece demasiado... ¿Cuánto tiempo deberíamos navegar para cubrir ese trayecto?
Calvente frunció el ceño concentrado en sus cálculos.
—Digamos que debemos sumarle a lo dicho unos... veinte días. Pero tened en cuenta que estos cálculos son ideales y que en ellos no caben los contratiempos...
Mi rostro reflejó rápidamente la amargura. Delante de mí me saludaba el fantasma de casi dos meses a bordo, y sólo contando con el viaje de ida. El médico intercedió al instante.
—Excelencia —dijo en tono agradable—, ya encontraréis distracciones, no os preocupéis. El tiempo pasará tan deprisa que ni lo notaréis.
Conocía de antemano que el viaje al Nuevo Mundo era largo, pero saber que tenía que pasar medio año casi por completo dentro de un barco me resultó muy duro de digerir. Mi mano buscó, dentro de mi ropa, casi inconscientemente, la medalla de Raffaella para aferrarse a ella antes de responder:
—Puede que sí.
Intenté sonreír, pero sólo me salió una mueca forzada.
—Pensé que la Tierra era más pequeña —intenté bromear.
Calvente me observó con una mirada transparente y sincera. Luego habló sin tapujos.
—Excelencia, nos dirigimos al fin del mundo. Creo que no tenéis ni la más mínima noción de lo lejos que vamos. En mis largos años de marino jamás vi tierras tan lejanas, solitarias y peligrosas. Será un viaje duro, tanto para nuestros cuerpos como para nuestros espíritus.
—Será una experiencia inolvidable, ya veréis —intentó consolarme el médico de nuevo.
—Seguro —le respondí con ironía—. De eso ya no me cabe ninguna duda.
—Es mi deber, Excelencia, informaros de todo esto —dijo el almirante sonriendo—; ahora hemos de pasar a cuestiones más agradables. —Y levantándose para alzar su copa, continuó—. Propongo un brindis de bienvenida por nuestro ilustre pasaje.
Calvente levantó la copa de vino y nos contagió un poco de su buen humor. Todos le imitamos; todos menos uno: Giulio Battista Évola. El napolitano permaneció sentado con una obstinación irrespetuosa. Nadie dijo nada, sólo volaron hacia él algunas miradas, que, rápidamente, se diluyeron en la atmósfera festiva del comedor.
La noche siguió su curso. La conversación derivó hacia temas generales y no muy comprometidos. Hubo dos asuntos que se esquivaron especialmente en esa primera cena: Felipe II, rey de España, y Clemente VIII, Sumo Pontífice de Roma. Nadie quería quedarse a merced de sus palabras delante de un inquisidor.
En la cena degustamos una variedad de cabracho con muchas espinas, difícil de limpiar y de masticar, pero exquisito al paladar. Esa noche sellamos una suerte de principio de camaradería, pues todos los presentes teníamos algo en común: cargos respetables, responsabilidades honrosas y un encargo que, irremediablemente, nos uniría por un largo tiempo.
Hubo dos cosas en aquella agradable cena que se clavaron en mi garganta como espinas: el médico no había visto ni guardado las cartas de mi maestro y de Anastasia, y Evola había permanecido en silencio toda la velada. Su cara desfigurada le daba una nefasta ventaja, a él no se le podía leer el pensamiento en la expresión. Esa noche, mis espinas tuvieron rostro.
Había pensado —y con razón— que después de casi diez días de navegación nos detendríamos en tierra lo necesario para devolver el color original a nuestros rostros. Claro que ya tenía idea de los apretados tiempos a los que estábamos sometidos: sólo tocaríamos puerto durante unas pocas horas. Cuando supe la brevedad de nuestra estancia, dudé si bajar del galeón, pues aquella miel apenas puesta en mis labios agravaría mi situación y la remataría con intensidad doble cuando volviera a embarcar. Pero tras el largo, balanceante y obligado enclaustramiento a bordo, tener tierra a nuestra disposición y no bajar era como poner un vaso de licor ante un ebrio y pretender que no lo tomara. Y así fue. No pude resistirme, y en contra de lo que mi espíritu me dictaba, bajé a tierra aquel 9 de diciembre y allí me mantuve hasta el último minuto disponible.
Algo noté de particular en esta primera escala y fue el repentino cambio de clima. Un cálido viento primaveral soplaba en el puerto, tan alejado del duro y helado invierno que acababa de dejar en el norte de Italia. Las ráfagas eran espaciadas y tranquilas, al contrario que la vida del puerto, tan caótica y bulliciosa como en todos los que conocía. Por suerte, el almirante me había invitado a pasar el corto tiempo de espera en la guarnición naval, una exquisita fortaleza hispanoárabe en la bocana del puerto donde había suficiente vino, uvas y albaricoques frescos para endulzar cualquier amargura, incluso la más severa y perniciosa.
Sentado en una amplia galería que daba a los pequeños jardines de la guarnición, y mientras degustaba una generosa copa de vino, pude observar algo en la actividad de los oficiales que me llamó la atención. En los jardines, el almirante Calvente hablaba nervioso con un marinero local y se le veía impaciente.
—Se ve que no todo es paz esta mañana —le dije al cabo Llosa, asignado a mi servicio, mientras le señalaba al almirante Calvente con un gesto de mi cabeza.
—Es normal, y más aún en este puerto.
El joven cabo permanecía a la distancia justa para no tenerle que gritar; si quería hacerle alguna pregunta, no podría escucharme con facilidad. Así que, para su sorpresa, le pedí que se sentara conmigo.
—Adelante —dije animosamente, señalándole una silla libre—, acompáñame.
—Excelencia, no quisiera ser irrespetuoso ni tampoco castigado por mis superiores.
—Siéntate —insistí—, y no te preocupes por tus superiores. Yo me encargo de eso. Es mi deseo que te sientes conmigo.
Andreu sonrió algo nervioso pero, delicadamente, y sin quitar la vista de mis ojos, se sentó a un lado.
—Os lo agradezco —musitó algo avergonzado.
—Es lo menos que puedo hacer por ti. Si no me hubieses sacado de aquel camarote, ahora sería alimento de los peces.
Tomé una rodaja de albaricoque y la mordí lentamente mientras mi atención seguía los movimientos del almirante y el marinero en el jardín. Ofrecí un vaso de vino a Andreu.
—¿Sabes qué está sucediendo? —le pregunté al joven.
—Están negociando —dijo seco y conciso.
—Negociando... ¿Qué es lo que puede negociar aquí un almirante de la Armada?
—Un lugar en el barco.
—¿Necesitamos más tripulación? —pregunté sorprendido.
—No, os hablo de polizones.
—Polizones... —pensé en voz alta antes de que Andreu continuara.
—Son personas que deciden ir al Nuevo Mundo, arreglan una buena suma, y listo. Los galeones los llevan en sus bodegas.
—Supongo que es más barato que viajar legalmente —afirmé.
—Pues no, es mucho más caro. Pero el viaje es más seguro —respondió el cabo para mi mayor sorpresa.
—No creo que sea inseguro viajar en la flota, pues los cañones de los galeones siempre la protegen.
—No entiende, Excelencia. Estos polizones son, en su mayoría, prófugos de la Corona, perseguidos por la ley; y su seguridad radica en comprar un cómodo y seguro viaje consentido por la capitanía del navío.
Me quedé mirando al cabo mientras una tibia sonrisa se me fue dibujando en el rostro. Luego eché una pequeña carcajada. Andreu me miraba atónito.
—Veo que los españoles no son muy distintos de los italianos —dije aún sonriendo—. Donde hay necesidades y dinero, habrá siempre algún negocio a la medida, adaptado a la horma de cualquier zapato. ¿Cuánto cobra el almirante por un polizón?
—Puede que diez... Quince, veinte, o incluso treinta ducados. O su equivalente en escudos genoveses de oro. Todo depende de cuan hábil sea como negociador el que paga.
Nuevamente sonreí.
—Por favor, Excelencia. No digáis a nadie que yo os he contado esto —me pidió el joven—, pues no quisiera el resentimiento de mis superiores.
—No debes preocuparte, sé proteger muy bien a las almas nobles. Será un secreto bien guardado. Por cierto... No cuentes a los oficiales que te he permitido beber vino durante la guardia.
El cabo Llosa, que mantenía tímidamente el vaso en su mano, lo dejó inmediatamente sobre la mesa, sonrojándose.
—No lo haré, podéis estar seguro.
Me puse de pie y observé al almirante cerrar la operación, luego se retiró. El polizón tomó un petate del suelo y se lo colgó del hombro. Era un sujeto alto y corpulento. Se volvió en la distancia como si supiera que yo estaba allí y me estuviera buscando. Era un rubio de cabellos largos, barba y bigote. Bien parecía... Un vikingo. Que paseó sus ojos por la galería y los detuvo sobre mí.
El puerto de Santa Cruz de Tenerife desapareció rápidamente en el horizonte. El clima primaveral, en cambio, persistió hasta última hora de la tarde, coloreando el cielo del ocaso con un rojo rabioso. El agónico disco solar pareció ser engullido por el mar, lentamente, como si en el confín de las aguas algún calamar gigante lo forzase a desaparecer arrastrado por sus tentáculos. Nuevamente habíamos llegado al océano profundo, pero esta vez, como parte de una asombrosa y descomunal formación de navíos. Al salir del puerto nuestro galeón había ocupado el lugar de nave almiranta mientras que el otro galeón que nos había acompañado desde Genova, el Catalina Niña, pasó a ser la nave capitana. Seis galeones más se distribuyeron por los flancos de la flota, compuesta por 35 carabelas cargadas con todo lo necesario para abastecer a los virreinatos del Nuevo Mundo.
Era el primer día que podía salir a cubierta, después de haber pasado los tormentosos días que nos llevó atravesar el Mediterráneo encerrado entre mi camarote y la bodega. Disfruté de la brisa que revolvía mis cabellos y agitaba mi hábito mientras reflexionaba sobre el viaje. Pensé en los avances técnicos que lo permitían, en el humanismo que proclamaba al hombre como centro de la Creación, en el arte del Renacimiento que había conseguido plasmar la filosofía humanista en maravillosas esculturas capaces de animar el mármol dotándole de una vida sin igual, en pinturas que aleccionaban al hombre convirtiendo en imágenes sus pensamientos, en una arquitectura cada vez más cerca de reproducir el magnífico templo de Salomón. El hombre había demostrado estar preparado para comprender la vida y para acercarse a Dios a través del arte.
Por su parte, la ciencia daba sus frutos al servicio de los reinos, creando enormes navíos capaces de unir mundos muy distantes gracias a instrumentos cada vez más precisos que determinaban su curso según las estrellas, y mapas y cartas de navegación cada vez más completos, que simplificaban una tarea otrora imposible. Los avances de la ciencia, como la perfección de la representación del cuerpo en las artes, eran fruto de ese humanismo que proponía conocer al hombre, ese hombre que, a pesar de los cambios, seguiría siendo el mismo. Porque aunque quise imaginarme, dentro de cuatrocientos, quizá de quinientos años, al que sería heredero del buen fermento, no pude dejar de recordar que cuando tuvimos un garrote lo usamos contra nuestro prójimo, y eso mismo seguimos haciendo cuando tuvimos espadas... Ahora la pólvora domina los campos de batallas y los soldados mueren a cientos en sus horribles explosiones. Los avances en el conocimiento no han hecho sino perfeccionar las artes de la guerra. ¿Cuál será entonces el hombre del milenio? ¿El manso o el terrible...? Eso sólo Dios lo sabe. A mí, después de presenciar tanto horror, tanto lamento, tantas guerras y tanto sufrimiento, me gustaría pensar que el hombre del mañana aprenderá de nosotros y será manso. Pues tal y como aprendió a perfeccionar el mármol y el lienzo, llegará un momento en que aprenderá de la historia.