Authors: Patricio Sturlese
A duras penas conseguí encontrar en uno de mis baúles la botella de grappa que me había regalado Tommaso D'Alema. Regresé al lecho consiguiendo, de milagro, no caer. La botella era mi último recurso, la medicina que, según creía, aplacaría mi mal. Bebí el líquido a grandes tragos y dejé que el licor ardiera en mi estómago, cual lava en plena erupción, hasta el punto de hacerme llorar. Aquella medicina en la que había depositado todas mis esperanzas sólo agravó el mareo.
A la novena hora de viaje, después de golpear insistentemente mi puerta sin obtener respuesta, un joven suboficial entró en mi camarote. Allí estaba yo, tendido en la cama, amarillo y demacrado, exhalando el suficiente olor a alcohol para que cualquiera me considerara un borracho empedernido. Y aunque quise levantarme reuniendo todas mis fuerzas, no lo conseguí. Un charco de vómito junto a la cama le dio una tranquilizadora respuesta. El inquisidor era un hombre temible, mas únicamente en tierra...
Desperté en una gran bodega, sin ropa, envuelto en varias mantas. Observé a un hombre que sostenía un frasco de sales bajo mi nariz. Me sonreía. A su lado estaban el suboficial que me había rescatado y un soldado.
—¿Os encontráis mejor? —preguntó el médico.
Mis ojos apenas parpadearon.
—¿Qué ha pasado? —musité.
El médico frunció el ceño.
—¿Os encontráis mejor? —repitió.
Yo le miré mientras regresaba al mundo de los vivos.
—Creo que sí... —respondí en mi precario español—. ¿Qué ha sucedido?
—Mal de marineros... Sólo un mareo.
—¿Dónde estamos?
Mi vista recorrió el lugar.
—En una de las bodegas del Santa Elena. Aquí el movimiento es menor. Me he tomado la libertad de desnudaros; vuestras ropas estaban muy manchadas. Si nos indicáis dónde tenéis ropas limpias, y nos dais vuestro permiso para traerlas, sería conveniente que os vistierais, pues aunque estáis bien abrigado, no me gustaría que, por el destemple del mareo, cogierais frío.
—No será necesario —respondí—. Me encuentro mejor. Creo que podré ir a vestirme a mi camarote.
En una decisión muy acertada, el suboficial me había traído desde mi camarote hasta este sitio oscuro, un lugar por debajo de la línea de flotación.
—Descansad. Cuando os sintáis con fuerzas podréis regresar a vuestro camarote —dijo el médico. Yo sonreí sin saber qué hacer o decir, pero el médico se me adelantó—. No os preocupéis. Esto suele sucederle a muchas personas, incluso a los marinos más curtidos durante las primeras horas en el mar —mintió—. He pedido que os trajeran una hogaza de pan para que llenarais vuestro estómago. Eso evitará que vuestros líquidos estomacales se muevan.
Seguro ya de que me recuperaría, el médico se marchó a continuar con sus cometidos dejándome en compañía del suboficial y del soldado, no sin antes prometerme que regresaría en una hora para interesarse por mi estado. Fue el suboficial el que, midiendo sus palabras, rompió el silencio.
—Pensé que os moríais.
—Os aseguro que creía estar ya muerto. Nunca más viajaré en barco...
—No es culpa vuestra, Excelencia. Hace un día horrible, el viento sopla con fuerza contra babor y levanta un gran oleaje. Hoy no es una buena jornada para ninguno de los que estamos en el barco.
—¿Cómo os llamáis? —pregunté mientras tomaba asiento en el lecho improvisado en el que me encontraba, un baúl de cedro.
—Llosa, cabo Llosa, Excelencia —contestó el joven marino.
—¿Tu nombre? —decidí tutearlo al verlo tan rígido.
—Andreu.
—¿Andreu? No creo haberlo oído antes.
—Soy catalán, Excelencia. En mi tierra soy Andreu.
—¿Qué edad tienes, Andreu?
—Diecisiete años, Excelencia.
—Bien, veo que tu vida acaba de empezar... Ahora hazme un favor.
—¿Qué deseáis? —dijo con gran disposición.
—Alcánzame la hogaza y dile al almirante que estaré con él en cuanto recupere las fuerzas.
—Yo fui a vuestro camarote esta mañana para convidaros de su parte a cenar, él no imaginaba que estabais descompuesto. Aún podéis asistir.
—¿Esta mañana...? Pero ¿qué hora es?
—Las seis. Pronto anochecerá. El almirante Calvente ordenó la cena para las ocho. Si deseáis, puedo acompañaros.
Sin saberlo, había pasado el día entero extraviado en mis mareos, ausente de la vida y sin ninguna noción de la hora que me ayudara a recordar algún momento preciso de mi corta estancia a bordo.
—Por cierto —dijo Andreu—, si os sirve de consuelo, en el comedor de oficiales se aprecian menos los vaivenes del barco que en vuestro camarote.
—Creo que podré ir. Dile al almirante que estaré allí a las ocho. Asistiré a la cena como se había previsto.
—Le informaré al instante, Excelencia. Entretanto, vos seguid descansando. Os hará bien.
—Lo haré. Muchas gracias por todo.
Minutos más tarde, en ausencia de los españoles, me sentí muy cansado y rápidamente caí presa del sueño. La bodega, aunque sucia, me resultaba bastante acogedora.
Cuando desperté, mis ojos encontraron, nuevamente, una figura humana. Esta vez no se trataba del médico. El horror que me causó aquella imagen me hizo soltar un grito sordo, que nació en mi pecho y ascendió a mi boca con aliento frío. Aquel hombre de baja estatura y rostro parcialmente desfigurado estaba a los pies de mi lecho improvisado. Me miraba fijamente y en silencio. No sé cuánto tiempo llevaba allí pero estaba seguro de que debía de haber estado observándome un buen rato.
—No quería asustaros, Excelencia —dijo en italiano.
Rápidamente tomé asiento en el gran baúl recubierto de frazadas que me había servido de lecho y busqué al soldado que habían dejado conmigo. Allí estaba. Todo parecía en orden.
—No nos han presentado —continuó diciendo el encapuchado—. Supe que os hallabais en la bodega y decidí presentarme antes de que acudamos a la cena.
Seguramente no era el mejor momento, ni el mejor lugar para presentaciones. Mas así sucedió. Me levanté para saludar debidamente al recién llegado. El corazón aún me latía con fuerza.
—Excelencia, mi nombre es Giulio Battista Evola.
—¿Sois del sur? —pregunté seguro de la respuesta pues su acento le delataba.
—Napolitano —confirmó al instante—, de Castellammare di Stabia.
—Encantado de conocerle. Yo soy Angelo Demetrio DeGrasso —dije sonriéndole—, Inquisidor General de Liguria. ¿Y vos? ¿A qué os dedicáis?
—Soy... vuestro notario —dijo—. No tuve oportunidad de presentarme en el muelle y decidí hacerlo durante el viaje.
Le miré un segundo, pensativo. Algo en él me resultaba familiar, puede que su apellido.
—¿Es posible que nos hayamos visto antes?
—No lo creo. Quizá la fama de mi trabajo en el Vaticano y en el Reino de Napóles haya propagado mi nombre por los pasillos de Roma.
—¿A qué os dedicáis?
—Embalsamador.
—He oído vuestro nombre en el Vaticano —respondí asociando inmediatamente su apellido con su oficio.
La Iglesia había prohibido este tipo de rito que sus más altos cargos y los miembros de las familias aristocráticas seguían requiriendo, y que pagaban muy bien. Su labor era procurar que el cadáver se conservara en buen estado durante los largos funerales, que podían durar semanas enteras. Évola conocía pues la anatomía humana a la perfección y los arcaicos secretos de su oficio, casi herético, aunque aceptado por el silencio de los cadáveres y el beneplácito de los poderosos.
—Dejemos eso de lado —continuó Évola—, he venido a ponerme a vuestra disposición.
—¿Os han notificado los pormenores de la comisión? —pregunté secamente pues me costaba mucho esfuerzo tratar con soltura a aquel desconocido.
—No.
—¿Quién os escogió para esta tarea?
—El cardenal Iuliano, personalmente.
Évola bajó su capucha descubriendo totalmente su rostro. A pesar de la penumbra, pude apreciar una cara cruel, horrible y bestial. No podía quitar mis ojos de ella, nadie habría podido. El napolitano carecía de una ceja y ocultaba su ojo izquierdo tras un parche mientras que su piel, en casi la mitad de su rostro, se fruncía y plegaba en grotescas formaciones. Aquel engendro de la naturaleza no parecía un hijo de Dios...
—No es fácil acostumbrarse a mi rostro —dijo al ver mi expresión de asombro.
—Disculpadme, no pretendía ofenderos —dije avergonzado mientras bajaba inmediatamente la mirada.
—No os disculpéis. No es culpa vuestra: sé muy bien lo que significa este rostro repugnante y lo que produce descubrirlo.
Estuve tentado de preguntarle qué le había sucedido, pero pude controlar los excesos de mi curiosidad y me mantuve en silencio. Fue él quien satisfizo mi interés aunque muy brevemente.
—Es obra de Dios. Él sabrá por qué marcó mi cara y por qué debo explicar mi aspecto cada vez que me descubro. Éstos son asuntos que nada tienen que ver con la labor que nos ha traído hasta aquí. ¿Cenaréis con nosotros? —preguntó cambiando rápidamente de tema.
—Sí, creo estar ya recuperado.
—Esta mañana comencé a asentar en el libro los primeros sucesos de nuestra comisión. De ahora en adelante tomaré nota de cuanto ocurra, no sólo de las labores de su oficio, sino también de la vida cotidiana de la travesía, por orden explícita del Santo Oficio. ¿Me vais a necesitar durante el viaje?
—No, creo que no tendré que requerir de vuestros servicios —contesté con intención.
Quería averiguar cuánto sabía de nuestra misión.
—¿Estáis seguro?
Levanté la cabeza y le miré con sorpresa.
—¿Qué habéis dicho?
—Digo que si estáis realmente seguro de que no me necesitaréis durante el viaje —repitió Évola con insolencia.
—Estoy seguro.
Évola sonrió como si me hubiera cogido en una falta grave. Estaba claro que me había mentido y sabía cuál había de ser su trabajo.
—Las cartas lacradas, Excelencia. ¿No debéis llamarme para la apertura de cada una de ellas?
Me quedé mirándolo en silencio. Sus preguntas no habían sido más que una trampa para ponerme a prueba, lo mismo que mis respuestas. Nos estábamos midiendo y era evidente que no nos gustábamos.
—Creía que no sabíais nada de esta comisión... ¿Quién os habló de los lacres? —pregunté en voz baja.
—El Superior General. El cardenal Iuliano.
—Muy bien, hermano Évola: sólo intentaba asegurarme de que erais la persona que Iuliano me ha enviado. Claro que necesitaré de vos para la apertura de los lacres.
Salí al paso con esta afirmación que pareció convencer al notario.
—Bien, estaré aguardando el momento. Ahora no os robo más tiempo. Os veré en la cena —dijo Évola dando por concluida la conversación y alejándose hacia la escalera de subida a los camarotes. Pero se detuvo a los pocos pasos, giró sobre sus talones y me miró en la distancia, con su único ojo, para decirme con malicia—: Por cierto, ¿creéis que debo consignar en el libro que habéis intentado ocultarme los lacres?
Aunque las palabras del notario bailaban sobre la línea del respeto debido, me ayudaron a confirmar lo que ya sospechaba: Évola era un peligroso perro de presa de la Iglesia, de la Inquisición. Ni yo le respondí ni él esperó mi respuesta, pues nada más hubo pronunciado la última palabra se alejó escalera arriba. Sólo le dirigí una mirada tan intencionada como había sido su insinuación.
Para terminar aquella larga, e inolvidable por espantosa, primera jornada a bordo, pude por fin, y sin muchos impedimentos físicos, asistir a la cena ofrecida por el almirante de la armada y por el capitán del Santa Elena. Al volver a mi camarote para asearme y vestirme me di cuenta de que las cartas de Anastasia y Del Piero, que había guardado en mi hábito, ya no estaban en mi poder. Le preguntaría al doctor qué habían hecho con mi ropa manchada y si había recogido él las cartas. La posibilidad de haberlas extraviado me llenaba de desasosiego.
Entré en el comedor de oficiales acompañado por el médico de a bordo, quien, cumpliendo su palabra, momentos antes me había efectuado una segunda visita en mi camarote. Cuando llegamos, los presentes se pusieron en pie y fue el almirante el primero en saludar.
—Bienvenido, Excelencia. Todos deseamos que estéis ya repuesto —dijo con voz de trueno.
León Calvente vestía un uniforme impecable, de seda, bordado en hilo de oro y con una reluciente botonadura de bronce. El cuello estaba adornado y casi estrangulado por terciopelo blanco bordado, mientras que una gruesa cadena de oro sostenía el pesado medallón que llevaba sobre el pecho. El distinguido almirante me indicó inmediatamente con la mano que tomara asiento y, una vez lo hube hecho, él mismo se encargó de presentarme al resto de la mesa.
—A vuestra derecha —señaló—, el capitán de la infantería española, don Guillermo Pablo Martínez, que se encargará, junto a su tropa, de protegeros en tierra firme. No es la primera vez que el capitán se encarga de tal menester, pues ha realizado misiones parecidas para la Inquisición española.
El capitán Martínez sonrió cordialmente mostrando tanto su hospitalidad como una dentadura amarilleada por el tabaco. También vestía el uniforme de gala. El almirante siguió con las presentaciones:
—El padre Francisco Valerón Velasco, a quien agradezco mucho su presencia a bordo. Es nuestro capellán. Él se ocupará de nuestras almas y de que podamos cumplir con nuestras obligaciones religiosas durante el largo tiempo de la travesía. Y a su lado se encuentra nuestro médico, Ismael Álvarez Etxeberría, quien imagino no necesita presentación. Y al resto de los presentes ya los conoce.
—Sí, no sé si por desgracia o por fortuna, nos conocimos esta tarde —dije sonriendo hacia el médico.
Él había atendido con paciencia y pericia mi postración. A su lado se encontraba Évola y a él se refería el almirante con «el resto de los presentes». Lógicamente no me iba a presentar a mi propio notario, quien, no obstante, era tan desconocido para mí como los demás.
El almirante, sabiendo que yo era un hombre de tierra adentro y un analfabeto en navegación, antes de comenzar la cena me explicó las características del barco y algunos pormenores de la travesía.
—Excelencia, quisiera poner en vuestro conocimiento, para vuestra tranquilidad, algunos datos sobre este navío y algunos detalles sobre el viaje que realizaremos.
—No sabéis cuánto os lo agradezco, almirante —respondí—. En materia naval todo se me vuelven dudas.