Authors: Patricio Sturlese
—Tenéis razón —respondí con franqueza.
Miré el nervioso rostro del doctor y tuve claro que le quedaba algo más por decir ya que su lucha interna sobre si mencionarlo o no era evidente. Su rostro y sus ojos, como los de mis herejes cuando les interrogaba, así me lo decían.
—¿Queréis decirme algo más?
—Ese hombre es un convicto de la Corona —añadió de manera entrecortada.
—Bien, ahora os comprendo mejor. ¿Cómo lo supisteis?
—Un marino me lo confesó. En las bodegas corren muchos rumores y éste no escapó a sus oídos.
Miré un momento por la ventana. Allí estaba, una gran luna creciente, iluminando una noche límpida, mientras que dentro la atmósfera se tornaba cada vez más tormentosa.
—Tranquilizaos. Intentaré hablar por mi cuenta con el capitán Martínez. Tal vez él, siendo del ejército, me dé algunas respuestas.
—Hay algo más, Excelencia. Y, debo decíroslo, es lo que más me asusta.
—¿Qué sucede?
—El polizón habló de vos. —Inmediatamente mi rostro se petrificó—. Estaba delirando... Pronunciaba una y otra vez vuestro nombre...
Etxeberría tragó saliva enérgicamente y se rascó su afilada y rojiza nariz.
—¿Cómo es? ¿Qué aspecto tiene?
El miedo y los nervios iban haciendo presa en mí.
—Rubio. De cabellos largos, barba y bigote. De nariz recta y ojos verdes y penetrantes...
Era el sujeto que había visto hablando con el almirante en el fortín de Tenerife.
—Un vikingo —afirmó el médico—, parece un vikingo.
—¿Qué más dijo de mí?
—Me mostró un dibujo... Quiso que viese un dibujo que lleva con él.
—¿Qué era?
—Era parecido a un pentágono, con algo dentro, como una estrella de cinco puntas, pero no lo recuerdo bien, Excelencia...
Etxeberría bajó la cabeza turbado por el interrogatorio.
Me levanté de la cama y fui hasta el baúl que contenía los libros y papeles de la Inquisición que había traído conmigo. Cogí uno de los libros y busqué en sus páginas.
—Por favor, doctor, mirad aquí. Fijaos bien en todos estos dibujos de estrellas. ¿Está aquí la que os mostró el polizón?
Le estaba enseñando una página llena de símbolos diabólicos.
El médico se tomó su tiempo mientras mis ojos perseguían su índice por la página, impacientes. El dedo se detuvo.
—Ésta —señaló.
—Un pie de bruja... —dije—. ¿Estáis seguro?
—Sí, Excelencia. ¿Qué significa?
Un escalofrío había recorrido mi espalda. Una estrella de cinco puntas inscrita en una circunferencia. Era el pentagrama satánico, el pie de bruja celta, un símbolo antiquísimo que habían adoptado los adoradores del cuerpo humano y los demonólatras. Sin ser capaz de contestarle me quedé mirándolo fijamente y decidí despedirlo. Le agradecí infinitamente su visita y le pedí que estuviese en contacto permanente conmigo. También le pedí, por supuesto, una reserva absoluta sobre sus sospechas hasta que yo pudiera hablar con Martínez. Etxeberría parecía aliviado al poder compartir sus temores.
Cuando me quedé a solas cerré la puerta a cal y canto, también la ventana que permitía el ingreso de la brisa marina. Esa noche me fue imposible dormir. Alguien me acababa de enviar un mensaje, un desconocido acababa de entrar a formar parte de la complicada trama y sabía, al parecer, tanto como yo sabía. Llegué a pensar si el doctor no sería cómplice de toda esta cadena de sucesos, en la que, por boca de un tercero, la leyenda de los libros prohibidos había llegado directamente a mi camarote. El pentagrama era clara evidencia de que la brujería estaba en el barco. Y no tardó en actuar de nuevo.
Por la mañana, el griterío de los marinos se multiplicó por los pasillos con una noticia terrible: Ismael Álvarez Etxeberría había muerto. Sin ojos ni lengua, su cuerpo fue recogido de las apestosas aguas del pantoque. Igual que el cocinero, asesinado de manera atroz como parte de un mensaje diabólico.
Ese día me encerré en mi camarote. El peligro se escondía en cada rincón.
El día siguiente a Navidad había sido planificado como otro día festivo para los marinos de alto rango puesto que se quería agasajar al capitán Martínez por su cumpleaños. Pero los sucesos de la madrugada ensombrecieron la mañana con el pánico y el decaimiento generalizado de los ánimos ante el horroroso asesinato del doctor Alvarez Etxeberría, el segundo acontecido en la embarcación. Nadie era capaz de pensar en otra cosa que no fuera el cuerpo mutilado del médico. A pesar de lo ocurrido, y al final del día, el almirante Calvente logró reunimos para cenar pese a que ninguno deseábamos salir de nuestros camarotes, ni siquiera para comer. Un miedo cerval se había adueñado de los oscuros pasillos del galeón.
Moviéndose con destreza, cuatro sirvientes entraron al comedor de oficiales portando bandejas de plata con gran variedad de manjares procedentes de España y, en cuestión de minutos, estábamos servidos. Llené mi copa con vino y me obligué en silencio a saborear aquella comida deliciosa. Nadie deseaba mencionar el asesinato del médico, y unos y otros nos dedicamos a comentar asuntos banales para no estropearle la comida al agasajado.
—Debo reconocer que este jamón está a la altura de los mejores, incluso de los que he podido degustar en Parma —sentencié con franqueza.
—Me alegro de que sepáis apreciarlo —dijo al instante Calvente—. Los puercos de los que procede el jamón que degustáis han sido engordados al aire libre, con bellotas de las encinas más pobladas. No existe cocinero que pueda embellecerlos ni añadirles un sabor que supere el suyo propio. No todos los jamones son así en las tierras españolas. El que ahora probáis es de lo mejor que se encuentra, reservado para los oficiales.
—Tuve la oportunidad de recorrer España en varias ocasiones —expliqué— y pude observar la gran variedad de jamones que poseéis y que son exhibidos en los comercios. No entiendo mucho, pero creo que la curación de estos jamones, además de lo que pueda comer o no el cerdo, es su secreto mejor guardado.
—Pues sí, Excelencia. La temperatura y el tiempo que han de permanecer colgados antes de su degustación son la clave de su sabor. Y que vos los hayáis visto colgados en comercios y tenderetes de mercado se lo debemos a la Iglesia —añadió el capitán Martínez sonriendo con cierto misterio.
—¿Por qué lo decís? —pregunté intrigado.
—La tradición de colgar los jamones en las tiendas tiene una causa religiosa—continuó Martínez—. Por eso, en cierto aspecto, la Santa Iglesia ayuda a ventilarlos.
—¿Acaso hubo algún edicto oficial al respecto? —seguí preguntando.
—No, no lo hubo. —El capitán sonrió de nuevo—. Los comerciantes del siglo pasado, temerosos de los señores inquisidores, no quisieron ser sospechosos de judíos conversos y se propusieron demostrar que eran cristianos viejos. Si colgaban los jamones en sus comercios demostraban que les gustaba la carne que el judaismo les prohibía.
—Interesante... —concluí.
—En aquella época la gente lavaba la ropa y la tendía en sábado —añadió Martínez—. Y si alguien no tenía esa costumbre podía ser acusado por algún vecino de celebrar el Sabbat. El resultado fue que la gente se desvivía por demostrar que trabajaba ese día.
—Por suerte ya no quedan judíos en España y sí buenos jamones en su lugar —añadió Calvente de muy buen humor y después de vaciar su copa de un solo trago.
—Y yo, personalmente, brindo por eso —concluyó Martínez imitando al almirante.
Esta simple charla aparentemente culinaria había mencionado los excesos puristas de la Iglesia y, aunque nadie se atrevió a rozar el tema, nada había cambiado desde entonces, pues las leyes, los métodos y quienes los aplicábamos, nosotros los inquisidores, no sólo seguíamos siendo los mismos, sino que nuevos códigos nos habían endurecido. A finales del siglo XVI el control de la Iglesia católica de las creencias de sus fieles era absoluto.
A pesar de que todos los comensales desviaron hábilmente la conversación, después del afectuoso brindis en honor de Martínez, el almirante Calvente no pudo eludir por más tiempo la pregunta que a todos nosotros quitaba el sueño. Y fue el capellán Valerón Velasco quien, aprovechando un breve silencio, se atrevió por fin a formularla.
—Almirante, ¿se sabe algo del asesino? —preguntó bajando la vista.
Calvente se quedó mirándolo sin saber qué contestar y al fin dijo:
—Por el momento no hay nada en firme. Se está investigando.
—Es un hecho lamentable —siguió el capellán—. Creo que después de todo lo ocurrido ninguno nos sentimos a salvo en esta embarcación.
Calvente habló mirando fijamente al candelabro central de la mesa.
—Evidentemente, se trata del mismo asesino. El que mató al cocinero mató también al doctor Álvarez Etxeberría. Las dos víctimas han sido asesinadas y mutiladas de la misma manera.
—Espero por el bien de todos que lo encuentren lo más rápido posible —deseó el capitán Martínez—. El ánimo de mis soldados apenas se mantiene.
—Pero ¿cuáles son las razones del asesino? —pregunté.
—Eso es un misterio, Excelencia —respondió el almirante—. Nos sería de gran ayuda saber qué hizo el doctor antes de morir...
Giulio Battista Évola rompió inesperadamente su habitual silencio para interrumpir al almirante.
—Me crucé con el doctor a altas horas de la noche por el oscuro pasillo de nuestros camarotes; creo que se dirigía al lugar de donde yo venía pues no hay otro destino posible en esa dirección...
—¿Adonde suponéis que iba? —le interrumpió el capitán Martínez, al que las palabras del notario apenas dieron tiempo a mojarse los labios en su copa de vino.
Evola me miró fijamente sin responder. Yo no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Tomé la palabra para decir lo que sólo debía conocerse por mi boca.
—El doctor Álvarez Etxeberría estuvo en mi camarote la noche de su muerte —afirmé para asombro del resto—. Mi notario se lo encontró cuando salía de allí.
—¿Por qué no lo mencionasteis antes, Excelencia? —preguntó Martínez.
—En verdad es un tema del que pretendía hablar a solas con el almirante a su debido momento —mentí obligado por la presencia de Calvente, pues mi intención inicial había sido hablar con el capitán. De Évola me ocuparía más adelante—. Ya que se ha mencionado no me queda más remedio que confiarles a todos ustedes lo que el médico, pesaroso, me confesó aquella noche, buscando alguien con quien desahogar su conciencia.
Miré a Calvente pidiendo autorización y él no dudó en asentir con la cabeza. Necesitaba su permiso ya que él dirigía la investigación y lo que yo iba a revelar era de tal importancia que podía influir en su curso. Él supuso que los presentes eran merecedores de confianza.
—El doctor Etxeberría me confesó ayer por la noche en mi camarote que sospechaba de una persona, que, según él, se escondía bajo las bodegas, en un sitio maloliente e insalubre llamado...
—¿Pantoque...? —dijo el almirante, pues sabía perfectamente a qué me refería.
—Eso es, el pantoque.
—¿Es eso posible? —preguntó el capellán a Calvente.
El almirante no contestó con palabras, pero le devolvió un asentimiento de cabeza.
—Según Etxeberría —continué—, el sospechoso parece ser una persona desquiciada, de aspecto temible y armada. No pudo decirme nada más, pues después de tranquilizarle, le invité a que se retirara a descansar y le prometí que hoy hablaría con alguno de ustedes. Nunca supuse que pagaría con su vida... Tal vez, por un secreto mal guardado.
—Parece que tenemos un loco a bordo.... —suspiró Evola—. Quizá el mismo diablo...
Por un instante las miradas se cruzaron silenciosas, nadie se atrevió siquiera a romper el silencio que había impuesto ese pensamiento expresado en voz alta aunque la idea excediera de forma muy macabra todo raciocinio. Cuando el fantasma del miedo se alejó, retomamos la conversación.
—Dígame, Excelencia, ¿por qué el doctor os diría eso a vos y no directamente a alguno de nosotros? —dijo Martínez, aunque su pregunta se dirigía un poco a todos—. ¿No les parece ilógico?
—Él no confiaba en los oficiales por una sencilla razón... —dije mirando a Calvente y esperando que continuara con la explicación que, como bien sabía, no correspondía a ninguno más de los presentes.
Y así fue. El almirante no tardó en alzar su mano pidiendo la palabra para relatar, a su manera, una historia que rayaba en el deshonor y decía muy poco de su moral.
—Tanto el difunto doctor como su Excelencia se refieren a una persona que abordó nuestro barco en el puerto de Tenerife, un último pasajero civil, al que aseguré personalmente transporte hasta Cartagena de Indias previo pago de un aporte en favor de la Armada —afirmó con habilidad considerando la Armada su propio bolsillo—. Es un infortunio que os hayáis enterado, Excelencia, por boca del médico, pero ahora no queda más que clarificar la situación para tranquilidad de todos. La persona que viaja en el pantoque es un comerciante griego que no tiene otra intención que la de llegar al Nuevo Mundo sano y salvo, y sin crear problemas, pues es al último al que convienen. Es lógico que el doctor desconfiara de él al verlo en aquel sitio, sobre todo después del asesinato del cocinero. Sus sospechas, creo yo, son más producto del pánico que de la razón. También es lógico que el doctor, a sabiendas de que el pasajero era, por llamarlo de alguna manera, clandestino, no haya confiado en los oficiales para advertir de su presencia. ¿Voy muy descaminado, Excelencia?
—En absoluto, almirante. Así fue.
El capellán intervino rápidamente:
—Si sostenéis la inocencia del polizón, entonces, ¿quién es el que trae la muerte a este navío, almirante? Alguien tiene que ser responsable de los crímenes y no es un asesino común. Marca a sus víctimas con un ensañamiento claramente demoníaco. Creo que el médico sabía lo que decía... Y eso le costó la vida.
—Tenéis razón —afirmó Évola gesticulando con cara deforme—. El asesino está en el barco aunque no creo que demos con él. Nadie podrá contra ese ser, al que delata la bestial carnicería. Nadie lo hallará y nos acompañará hasta que cumpla su propósito.
—¿A quién os referís? —le preguntó Martínez no muy seguro de querer escuchar la respuesta.
—Al Maligno.
El almirante Calvente sabía muy bien lo que significa la muerte en un barco, sabía que cualquier hombre de mar, además de ser aventurero, es también extremadamente supersticioso. Él sabía que dilatar el asunto empeoraría el espíritu de su tripulación, afectaría a su eficiencia y hasta a la disciplina.