Authors: Patricio Sturlese
Una luz se hizo en mi interior cuando le oí acusarme de aquella manera. Las palabras de Piero Del Grande sonaron nítidas como si él mismo estuviera allí pronunciándolas: «Iuliano no se fía de ti, te vigila». ¡Y pensar que delante de mi maestro había defendido al cardenal...!
—Comprendo... —respondí.
Por fin sabía a qué atenerme y cómo llevar la conversación de la manera menos perjudicial para mí y para Del Grande.
—Bien... Entonces hablemos de lo que, en realidad, nos interesa.
—Cardenal Iuliano: no creo que mis inquietudes sean de vuestro interés. Entonces, ¿de qué más puedo hablaros?
Me defendí atacando, esperando que fuera él quien confesara antes que yo todo lo que sabía.
—Habéis visitado a vuestro viejo maestro, habéis charlado durante largo rato, le habéis comentado asuntos que sólo competen a la Inquisición, le habéis planteado vuestras dudas y contado vuestras pesquisas. ¡No seréis capaz de negarlo! ¿Pensáis que asuntos tan graves pueden considerarse como privados y airearlos cuando os parezca bien y a quien os venga en gana? ¡Los asuntos del Santo Oficio no pueden ventilarse con cualquiera!
La ira de Iuliano crecía como en el exterior, en un instante, crecería la noche.
—Sí, visité al capuchino. Aunque vos suponéis demasiadas cosas. Desconfiáis, no sé cuál es la causa, de mi honradez y pisoteáis mi cargo.
—Hermano De Grasso —masculló Iuliano como un volcán a punto de entrar en erupción—, ¿me tomáis por estúpido? ¿Negáis que habéis traicionado nuestra confianza?
—Yo no soy desleal —respondí intentando mantener la calma.
—Titubeáis en vuestras creencias y en vuestra labor, Ángelo De Grasso. Sois un Judas capaz de entregar a su hermano —exclamó Iuliano conteniendo sus manos, que ya se acercaban al cuello de mi sotana.
—No os exaltéis, cardenal —proseguí ahondando aún más en su herida—. Yo sólo soy un inquisidor, un juez de Cristo. Vuestra ira es la consecuencia de vivir con el temor de estar rodeado de conspiradores.
Mis últimas palabras colmaron su paciencia. Iuliano desenvainó su espada y, sin titubeos, la apoyó en mi cuello. Pude observar de cerca el metal, lleno de marcas de viejos combates.
—¡No oséis mofaros de mí, insolente! ¿Sabéis lo único que habéis logrado con vuestros actos? La desconfianza de vuestro superior, pues habéis puesto en peligro un asunto muy sensible a la Santa Inquisición. El trabajo de decenas de inquisidores y de siglos de investigación puede malograrse por vuestra indiscreción. Un secreto que pasó de mano en mano, de Pontífice en Pontífice, bien vale el silencio del hierro.
Iuliano sujetaba la espada con firmeza contra mi cuello; notaba su filo sobre mi carne. Y mi corazón se desbocó por el pánico.
—No debéis amenazarme —dije con un hilo de voz—. Bajad el arma. Sabéis que no vais a usarla en lugar sagrado...
El cardenal bajó la vista, recapacitó, pareció calmarse y aflojó la presión de la espada sobre mi cuello, pero no la bajó.
—Decidme, Ángelo, ¿qué os ha dicho el capuchino sobre el libro?
—Nada.
—¿Cómo nada? Por Dios, Ángelo, no agotéis mi paciencia. ¿De verdad no sabéis quién es ese anciano?
—Un fraile capuchino, un religioso que decidió servir a Dios de rodillas y no sentado. Es un buen fraile.
—¡Os equivocáis! —gritó el cardenal ya sin poder contenerse—. Es miembro de una secta rebelde y subversiva. Debajo de su hábito de pobre y de sus canas se esconde un verdadero revolucionario. Conozco muy bien a vuestro maestro, y no creo que haya frenado su lengua para enseñaros todo lo que sabe del Necronomicón y advertiros...
El cardenal dio tregua a mi cuello y lentamente bajó su arma.
—Perdonad, mi general, pero estoy seguro de que vos sabéis mucho más del libro de lo que yo pueda saber —afirmé arriesgándome de nuevo ahora que no sentía la presión del metal sobre la garganta.
—Ahí está vuestro error, Ángelo, en empecinaros en querer saber cuando no se os ha pedido.
—¿Os molestan mis inquietudes, cardenal? ¿Teméis lo que pueda averiguar?
El cardenal, que no había enfundado su espada, guardó un momento de silencio y acariciándose con insistencia la cabeza, como intentando despejarla de toda pregunta que no fuera la que iba a formular, me dijo exactamente lo que yo esperaba.
—Vos sois uno de ellos, ¿verdad?
—¿De quiénes? —respondí haciendo ver que no sabía a qué se refería.
—Vos sois de la Corpus Carus, como vuestro maestro.
—¿La Corpus Carus? Sólo a vos os he oído mencionar ese nombre y no os dignasteis a explicarme qué era.
—Entonces, ¿por qué buscáis respuestas en ese capuchino y no me preguntáis a mí?
—Porque lo aprecio.
—¡Ah! Admitís que habéis hablado con él.
—Hace un rato que he reconocido ya que le había visitado. Claro que hablé con él, pero de nada relacionado con el libro prohibido. Ni con asuntos que sólo he de tratar con mis superiores.
—¡Mentís!
—Y vos, ¿por qué lo creéis así? ¿Me habéis hecho seguir? ¿No confiáis en mí?
—Sí, os hice seguir, porque vuestra insistencia, durante nuestras conversaciones y en el interrogatorio a Gianmaria, en saber más de los libros me hizo perder la confianza en vos.
—Ahora sois vos el que miente —susurré con aplomo—. Jamás confiasteis en mí.
—Y ahora soy yo el que quiere saber por qué estáis tan seguro...
—Porque jamás me hablasteis del verdadero alcance del
Codex Esmeralda
. Conocíais su existencia, puede que hasta supierais dónde se hallaba, y le restasteis importancia —dije, y Iuliano sonrió, pues estaba seguro de ser él quien, en ese momento, me tenía acorralado.
—No me equivoqué. Habéis estado hablando con el capuchino de nuestros asuntos.
—No lo hice, cardenal. Si pensáis un poco llegaréis a la conclusión de que ya tenía los datos suficientes antes de mi visita al capuchino. Vos y Darko me hablasteis en mi convento de la existencia de un segundo libro. Después hallamos en la guarida de Isabella Spaziani aquella carta dirigida a Gianmaria en la que ella se refería al libro como
Codex Esmerald
a. Os envié un emisario con la noticia... ¡Tuve que enterarme de la existencia del
Codex
a través de las palabras de una bruja abominable!
—¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Y más mentiras! —me interrumpió Iuliano que empezaba a recuperar poco a poco su ira—. ¿Quién mejor que Del Grande para confirmaros lo que ya sabíais?
—Es verdad... —confesé tras un estudiado silencio—. He hablado con él de algunos temas, no quiero ocultároslo más.
El momento había llegado: si yo parecía sincero, quizá podría obtener respuestas de Iuliano.
—Muy bien. Ahora parecemos hablar el mismo idioma. —El cardenal envainó su espada y tomó asiento junto a mí—. ¿Qué os dijo de mí? ¿Qué os dijo de los libros?
Decidido a proteger a mi maestro y a encontrar la verdad, le dije:
—Mi general, es cierto lo que os he dicho: acudí a Del Grande porque lo aprecio. Él fue mi maestro. Pero ese mismo aprecio fue el que me hizo sentir una gran pena después de hablar con él. Es cierto que le pregunté por el Necronomicón, pues saber de la existencia del
Codex
, del que ni siquiera vos me habíais alertado, me había sumido en la inquietud. En el padre Piero encontré sólo a un anciano al que el tiempo ha vencido. Nada. Del Necronomicón no sé más de lo que vos me contasteis. Y del
Codex
conozco lo que vuestras palabras y las de la bruja me han ofrecido. ¿Qué hay detrás de esos libros?
Iuliano levantó sus ojos azules y contempló el altar mayor que se alzaba a pocos pasos de donde nosotros estábamos sentados. Luego me miró fijamente:
—¿De qué lado estáis vos?
—Del lado de Dios.
Esta respuesta recogía la única gran verdad que guiaba mi vida.
—Vos... —me dijo apuntándome con su índice—. Bien podríais ser el enemigo. El Gran Maestro de los brujos. O un cofrade de la Corpus Carus. ¿Por qué habría de confesaros los secretos de la Inquisición? ¿Cómo estar seguro de que puedo confiar en vos?
—Soy un inquisidor. Y os debo obediencia. No soy ningún brujo. Y de la Corpus Carus sólo sé lo que vos afirmáis ahora: que Piero Del Grande pertenece a ella.
El cardenal me miró con seriedad y luego me dijo:
—Entonces, escuchadme: no le reveléis vuestras inquietudes a ese capuchino, haced vuestro trabajo sin involucraros y no caigáis en las trampas de la masonería.
Observé al cardenal en silencio. Ya más calmado, me preguntó:
—¿Y cuáles son esas malas noticias sobre el Necronomicón que me habéis anunciado?
Era el momento de decirle lo que nada más verle había intentado contarle, la extraña desaparición del libro.
—Cardenal Iuliano, la desconfianza mutua nos ha enredado en una discusión que ha pospuesto hasta ahora la mala noticia que quería daros. Muy a mi pesar he de deciros que ya no sé dónde se encuentra el libro. Alguien se nos adelantó y se lo llevó de su escondite en la iglesia de Portomaggiore... Nada más puedo añadir que no sean excusas vanas...
La reacción del cardenal fue exactamente la misma que había tenido hacía un rato cuando le comenté que tenía algo malo que decirle respecto al libro. Ni se inmutó.
—Sé muy bien dónde está el Necronomicón.
Las palabras de Iuliano ascendieron hasta la cúpula de la catedral y allí se perdieron. Se hizo el silencio. Mi perplejidad no podía ser mayor.
—Darko, el astrólogo del Pontífice —continuó Iuliano desquiciado—, es el único que puede ayudarnos en todo esto.
—¿Qué podría hacer el astrólogo del Santo Padre? —pregunté.
—Mientras sirvió a la Iglesia ortodoxa, Darko reunió una gran cantidad de documentos sobre el Necronomicón. No existe nadie mejor que él para rastrearlo, pues conoce bien los circuitos más recónditos de brujos y demonólatras dentro de Europa.
—Y vos, ¿confiáis en él? —pregunté mirándole fijamente.
—Fue Darko quien sugirió que fuerais vos quien persiguiera el Necronomicón. Fue él quien solicitó directamente al Santo Padre que fuerais vos... ¿Le conocíais?
Iuliano quería saber si Darko y yo estábamos en el mismo bando, sea cual fuere ese bando, pues de todos dudaba.
—No, no le había visto en mi vida hasta que me llamasteis a Roma. —Me pasé la mano por el mentón, preocupado—. Todo esto comienza a parecerme una locura. Un libro que nadie ha visto, excepto el hereje que dijo haberlo poseído, y todos nosotros desconfiando hasta de nuestra propia sombra. Pero ¿qué clase de laberinto es éste?
—Uno en el que nos perdemos desde hace más de setecientos años —respondió el cardenal con infinita tristeza.
—Porque vos no habéis visto el libro... —dije queriendo asegurarme.
—Jamás.
—¿Y si sólo fuera una conspiración de los herejes? ¿Y si el Necronomicón no es más que un mito? —pensé en voz alta.
—La Iglesia persigue enemigos reales. La Iglesia no persigue quimeras. Poseo documentación que os haría estremecer. Muchas personas han dedicado su vida entera, han vivido y han muerto persiguiendo ese libro. El Necronomicón es real. Tan real como los muros de esta catedral —afirmó Iuliano.
—¿Por qué habéis venido hoy aquí? ¿Por qué habéis venido a buscarme si sabéis dónde encontrarlo? ¿Queréis decirme de una vez cuál es mi papel en esta comedia?
—Juradme fidelidad... Juradme lealtad y os haré partícipe de mis secretos. Enseñadme cuánto puedo confiar en vos y seréis mi diestra en la Inquisición.
—¿Qué clase de proposición es ésa?
—La única que me garantizará que estáis del lado de la Iglesia. No olvidéis que yo tengo el poder; soy yo quien decide lo que hay que hacer y, sin vacilar un instante, sentenciaré a muerte a los traidores. Seguro que cuando erais niño os alegró saber que Judas terminó sus días ahorcado. Yo soy el puño de Cristo —concluyó mientras sus ojos brillaban con fervor.
—Yo también me alegro ante el castigo de los traidores...
Una tercera voz surgió de la penumbra. Tanto el cardenal como yo nos volvimos sorprendidos hacia el lugar del que provenía: la última arquería de una de las naves laterales en su llegada al transepto. Retumbó como si procediera de una cripta, como si de una profunda caverna surgiera el eco de los muertos. O como si los ángeles que adornaban arcos y pechinas, únicos testigos de nuestra conversación, hubieran decidido hablarnos.
—Pero el poder seglar se mantiene mientras la carne no se pudre —afirmó la voz—. El anhelo de poder es, pues, corto y miope, un deseo propio de los ambiciosos y de los detractores de la fe.
Había reconocido aquella voz y estaba asombrado de oírla allí, en ese momento. El cardenal Vincenzo Iuliano frunció el ceño, abrió bien los ojos y desenvainó de nuevo su espada. Se mantuvo en guardia todo el tiempo que el morador insospechado, un encapuchado que caminaba con andar pausado, tardó en llegar hasta nosotros. Cuando se descubrió, comprobó asombrado que era el padre Piero Del Grande.
—Preguntadle a César Augusto dónde está ahora su poder y cuánto le duró —continuó el anciano capuchino—. Y no os olvidéis de preguntarle también por su imperio. Levantad de sus tumbas a los faraones e intentad descubrir en sus momias resecas algún resto del poder que detentaron. Que os hablen de sus influencias, de la desgracia que suponía estar en su contra. Traed al rey David y preguntadle al polvo de sus huesos dónde está su poder y si ahora es capaz de conspirar por la esposa de su general. Exhumad a los fariseos de sus tumbas, traedlos y preguntad a los que se confabularon contra Cristo si ahora no tendrían que reconocer que el poder no se encontraba en las armas, sino en la Palabra.
Iuliano contemplaba al anciano como si se tratase de un fantasma y la sorpresa le obligó a balbucear:
—¿Qué demonios... hacéis vos... aquí?
—Sabía que mi instinto no me defraudaría. Estoy viejo, pero siento que mi fe me remonta como una bandera y me clava justo donde debo estar.
El cardenal, renegrido en sus vestimentas y en su alma, se rió y elevó su voz a las alturas.
—¿Habéis venido a socorrer a vuestro discípulo? —preguntó con sarcasmo—. ¡Claro! Debí imaginarlo. En verdad tenéis una habilidad envidiable para enteraros de todo. Y otra más, la de histrión, por la entrada triunfal con la que acabáis de obsequiarnos.
—El amor de un padre puede hacer milagros —dijo Piero en pie de guerra.
Por un momento deseé que aquella palabra, «padre», significara lo que para cualquier humano, que fuera él el causante de mi bastardía pues, en ese caso, la compensaba con creces.