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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (18 page)

BOOK: El inquisidor
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Minutos antes de que sonaran las campanas de la catedral de San Lorenzo anunciando el mediodía, todos los prelados y autoridades que habían acudido al Sermo ya estaban colocados en el graderío reservado para ellos. Los representantes del poder político y religioso se dejaban ver enfundados en finas y coloridas vestiduras. Allí estaban, entre otras personalidades destacadas, el arzobispo de Génova, monseñor Sandro Rinaldi, que ocupaba el centro de la tarima de ilustres acompañado por el gobernador y caudillo Nicoló Alberico Bertoni, apodado el Bondadoso. En la tarima inmediatamente inferior, se habían acomodado Su Excelencia Gino Delepiano, arzobispo de Florencia, y el cardenal florentino Alessandro de Médicis, un firme candidato a suceder al Pontífice. Yo me situaba en la tarima más cercana al suelo, junto a mi séquito y a la comitiva que el Santo Oficio había enviado desde Roma, un conjunto de las trece personas más relevantes entre las veintiocho, civiles y religiosos, que formaban toda la comitiva. Mi presencia era rotunda, señalada por el atuendo de Inquisidor General, ése que todos deseaban ver, pero bien lejos. A mi lado estaban las personas que componían mi consejo, incluidos el notario y el escribano que levantarían acta del Sermo. También estaban junto a mí los miembros de la justicia ordinaria que se harían cargo de los reos, una vez leídas las sentencias, para aplicarles las penas correspondientes. Y quienes no estaban junto a mí todavía llegarían escoltando a los presos: el médico, su sangrador y el alguacil mayor.

La procesión había salido de la cárcel del Santo Oficio con tiempo suficiente para que pudiera llegar a la plaza al mediodía, hora en la que se había previsto el inicio del auto. Su camino iba a ser lento pues el gentío interrumpiría constantemente su paso. Dos familiares de la Inquisición acompañaban a cada reo, subido sobre un asno aquél que no pudiera caminar. Presidía la procesión la Cruz Verde, el estandarte de la Inquisición bordado con el blasón de santo Domingo. Inmediatamente detrás de él se situaban los reos reincidentes, destinados a morir quemados en la hoguera. Mezclados entre ellos, sobre pértigas para que la muchedumbre pudiera verlos bien y mofarse a sus anchas, unos muñecos que representaban a los condenados. Los que escucharían sentencias más benignas iban detrás, escoltados por cuatro carceleros a caballo.

Cuando el tañido de las campanas de San Lorenzo dejó de resonar, el gentío bramó enardecido. Acompañando el estruendo popular, unos treinta tamboriles redoblaron en el centro de la plaza. Los reos entraron en ella y, ayudados por los familiares del Santo Oficio, se sentaron en el lugar a ellos destinado. Abandoné mi asiento para dirigirme al pulpito y tomar juramento solemne a todos los presentes. A mis palabras siguió el griterío de la turba. El auto de fe acababa de comenzar.

Siete eran los desgraciados que lucían sambenitos y que iban a escuchar sus sentencias: dos condenados por brujería y satanismo, uno por blasfemo, otro por bígamo, dos por sodomía y uno por judío. Sus vestimentas, diferentes según fuera su sentencia, ayudaban al vulgo a diferenciar, a primera vista, el bien del mal, la reincidencia en la herejía o su rechazo. El auto de fe es, antes que un espectáculo que divierte al pueblo, una advertencia para todos aquellos que pretendan desviarse de la fe verdadera, esa misma fe que se enseñaba en cualquiera de las iglesias de la ciudad y de las parroquias que la circundaban.

El judío, el blasfemo y el bígamo, que habían salvado el pellejo por haber abjurado de su religión, de sus blasfemias y de su perversión, llevaban coroza, aquel infamante capirote con dibujos alusivos a su pecado; en sus manos mostraban una vela amarilla apagada y, atada a su garganta, una soga con tantos nudos como centenares de azotes iban a recibir. Éste sería su castigo antes de ser absueltos y admitidos en el seno de la Iglesia. Eros Gianmaria, Isabella Spaziani y los sodomitas mostraban el sambenito de los reincidentes, adornado con llamas que apuntaban hacia su rostro y la cabeza de Jano a la altura de sus vientres, y corozas decoradas de igual manera. Todos ellos irían a parar directamente a la hoguera.

Gianmaria mostraba un aspecto deplorable. Su cuerpo desarticulado había sido arrastrado hasta su asiento como si de un costal de cebollas se tratase. Ese amasijo era la persona que había causado el terror en la ciudad cuando fue trasladado desde Venecia, la misma de la que el vulgo aseguraba era capaz de convertirse en lobo o vampiro y así escapar de su celda a voluntad para, en las noches de espesa niebla, acechar a las pobres gentes en los callejones más tenebrosos del puerto. Eros, el Payaso nefasto, el brujo de Venecia, el mercenario de Satanás, al que se atribuían las más sádicas y horrendas faltas contra la fe, aquél que otrora invocara al demonio y desafiara a los religiosos desde las celdas de su prolongado cautiverio, aquél a quien ninguno se atrevía a mirar a los ojos por miedo a ser víctima de sus malignos hechizos. Ese hombre era el que ahora, hecho una ruina, con la cabeza abatida sobre los hombros, no podía ni mantenerse en pie. El icono del mal absoluto, el mismísimo demonio personificado, había sucumbido ante los jueces de Cristo. El inquisidor había sido más fuerte que todos sus conjuros y malicias juntos. La fe verdadera triunfaba y la Inquisición, altiva ante sus logros y representada por mí, demostraba, una vez más, que era capaz de aplastar al mismo demonio bajo el peso de la Biblia.

Pero lo más llamativo del auto, y de sobrada repugnancia, era, sin duda, el cadáver descompuesto de Isabella Spaziani que, trasladada en un ataúd abierto hasta la plaza, había sido erguida amarrándola a una estaca mediante un corsé de hierro. La otrora bruja de Portovenere, que hedía de manera insoportable, tenía los ojos entreabiertos y una descarnada mueca en lo que restaba de su boca. Estaba lista para recibir su veredicto. Aún se traslucía, a pesar de la hinchazón de su cuerpo, el esplendor de sus generosos y viciados senos, con los que, según las malas lenguas y como yo mismo había podido comprobar años atrás, ella enloquecía de placer, al bañarlos reiteradamente en el semen de sus hechizadas y corrompidas víctimas. A Isabella Spaziani se la acusaba de organizar y llevar a cabo numerosas orgías en las cuales reunía a hombres casados, padres de familia e incluso a curas y religiosos en formación. Sus apetencias sexuales eran depravadas y bestiales, pues le gustaba, entre otras perversiones, relacionarse con animales ante las miradas atónitas y lascivas de los que asistían a las orgías. La muy maldita bruja de Portovenere, con el hábil uso de su cálido vientre, era capaz de envenenar todos los sagrados sacramentos. Su destino no podía ser otro que la hoguera.

Capítulo 19

El arzobispo de Florencia, que descansaba cómodamente sobre los almohadones aterciopelados de la grada oficial, frunció el rostro al ver acercarse el cuerpo inflado de la bruja. Se llevó a la nariz un manojo de jazmines recién cortados que, a su parecer, le protegerían de la temida peste negra. Los que estaban a su alrededor siguieron su ejemplo y se taparon las suyas con pañuelos y sedas perfumadas. Y los que no tenían otra cosa, con sus manos. Todos los reos, situados en los bancos destinados a ellos frente a las autoridades, avergonzados bajo sus humillantes ropas de penitencia, eran insultados por las miradas despectivas de los nobles y del público, que les lanzaba todo tipo de improperios. Un diácono de facciones delicadas y ampliamente tonsurado fue el encargado de abrir la lectura de las sentencias. Se entregó a un pesado discurso que alcanzó casi una hora y que, dotado de la habitual retórica y ortodoxia eclesiástica, logró adormecer incluso a los más devotos, pues a pesar de que su voz sonaba fuerte como trompeta, al ser pronunciado en latín, la mayoría de los presentes no conseguía entender palabra. Cuando hubo terminado, después de acentuar varías veces la necesidad de obediencia al credo y de entrega abierta a la Iglesia y a sus parroquias, y antes de proceder a la lectura de cada sentencia, entonó en italiano las siguientes palabras:


Para que los justos puedan ver claramente la maldad del hombre personificada; para que el ciudadano modelo observe las caras del pecado, tal cual son; y para que nuestros hijos puedan tener la herencia de un credo límpido, sin aberraciones ni desviaciones infames, celebramos hoy este Sermo Generalis. Ellos —continuó mirando a los reos— son nuestras dolencias y, como hicimos siempre, guiados por un Cristo purificador y sanador de males, nosotros, la Iglesia, a través de nuestro Santo Oficio, los entregamos formalmente a la justicia seglar, pues nuestra tarea ya ha sido cumplida.

El vicario Rivara se acercó al pulpito para entregarle las sentencias de la Inquisición. Mientras lo hacía pude sentir las miradas de todos los presentes centradas en mí. Del rico al pobre y del sabio al ignorante, todos habían depositado sus esperanzas en aquél que debía responder con actos a su respeto y provocar el terror con su sola presencia. Éste era el momento de mayor gloria para cualquier inquisidor, pues sus creencias, sus pensamientos, sus debilidades, su crueldad, su misericordia y su disciplina se concentraban en aquellas hojas pálidas que contenían las sentencias. No eran sólo obra suya, sino de todo el tribunal, pero ante el pueblo, éste sólo tenía un rostro: el del Inquisidor General. La voz del joven diácono interrumpió mis reflexiones.

—Archidiócesis de Génova: he aquí ante ti a los detractores de la fe, he aquí siete acusados que nuestra jurisprudencia eclesiástica ha encontrado culpables. El tribunal del Santo Oficio formado por el Inquisidor General de Liguria, Ángelo Demetrio De Grasso, el fiscal Dragan Woljzowicz, el consultor Daniele Menazzi y el notario Gianluca Rivara, bajo la mirada de Dios, han sentenciado cada caso, lo han preparado y revisado minuciosamente para cumplir con la ansiada búsqueda de la renovación espiritual del penitente de acuerdo con la gravedad de la falta perpetrada. —El diácono detuvo la lectura un instante para dar tiempo a que el acusado al que se iba a dirigir se colocara en el pulpito destinado a los reos antes de leerle su sentencia—. Así, Antonio Righi es culpable de ser un falso converso y seguir profesando, a espaldas de la Iglesia, su fe judía. Deberá trabajar en sábado y prestar servicio durante un año a la archidiócesis de Génova trabajando en las tareas de limpieza de la catedral. Una vez cumplida la pena, será readmitido en el seno de la Iglesia con un nuevo bautismo.

Antonio Righi abandonó el pulpito y dejó su lugar a Sebastiano Rene para que escuchara debidamente su sentencia.

—Sebastiano Rene, blasfemo, es encontrado culpable por profesar las creencias heréticas de los maniqueos. Por esta causa llevará la vestimenta punitoria durante seis meses, para que se le reconozca en las calles y en los sitios que frecuentare, y completará su reparación espiritual ayudando durante un año en la edificación de los templos que se levanten dentro de la diócesis. Cumplida su pena, recibirá su segundo bautismo y será readmitido en el seno de la Iglesia.

De la misma forma que hiciera Righi, Sebastiano Rene abandonó el pulpito para que el siguiente acusado oyera su sentencia.

—Fabio Colonesse, bígamo, acusado de violar el sacramento del matrimonio, de poseer dos mujeres y con el agravante de incesto, puesto que una de ellas es su propia hermana. El acusado es sentenciado a dos años de prisión, habiendo renunciado antes a su abominable e ilícito concubinato para conservar el único lazo que le es permitido, el que formalizó bajo la bendición de los sacerdotes y la cruz de Cristo.

Este pobre talabartero, de hábitos tranquilos pero travieso por demás en sus conquistas amorosas, fue duramente amenazado en su calabozo, de lo que me encargué personalmente. Le prometí que si no abandonaba a su hermana como compañera de lecho, ella misma sería enjuiciada y quemada por bruja. Estaba seguro de que no conseguiría evitar futuras infidelidades con otras mujeres, ni de que su hermana siguiera protagonizando sus pensamientos más lascivos, pero lo apartaría de ella, pues ni como amante ni como hermano deseaba verla caminar hacia el quemadero.

La lectura de sentencias, la parte más larga de la ceremonia, continuó con los delitos más graves. Al pulpito se acercaron ahora los dos sodomitas.

—Jaime Alvarado y Joaquín Helguera, sodomitas, han sido encontrados culpables de actos denigrantes y carentes de moral, ante los hombres y ante Dios. Son culpables de una relación carnal contra natura plenamente consentida por ambos y sólo digna de los más réprobos discípulos de Satanás. Además, son culpables de inducir a honrosos hombres de esta comunidad a practicar estas aberrantes relaciones carnales con el único afán de alimentar aún más su voraz apetito, destruyendo con ello las buenas costumbres y las enseñanzas que la Iglesia intenta inculcar a su pueblo. Ambos son sentenciados a la pena máxima: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

El orador tomó una bocanada de aire, tragó saliva y continuó con los dos últimos casos, los más esperados. Los familiares del Santo Oficio que habían enderezado el cadáver de la bruja de Portovenere se encargaron de trasladarla a las cercanías del pulpito de los acusados.

—Isabella Spaziani, bruja, culpable de herejía por atormentar ciudades y pueblos enteros con hechizos y perversos conjuros, entre los que se cuentan tirar varillas para leer el futuro, hablar y mediar con muertos, utilizar habas para hacerse invisible, utilizar palabras sagradas para hacer amar o aborrecer, bautizar muñecas con palabras sacramentales, utilizar el sortilegio del cedazo, preparar pócimas de encantamiento, usar el cubilete de vidrio, utilizar el sortilegio de las tijeras, valerse del vaso de agua y de la clara de huevo, y otras tantas artes de la magia negra que ahora no se mencionarán. Culpable de numerosas e innombrables aberraciones carnales, de corromper a hombres honestos mediante el uso pecaminoso de su vientre, por todo esto, y a pesar de haber encontrado la muerte antes de ser apresada por la Santa Inquisición, se la sentencia a la pena máxima: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

Era el turno de Gianmaria. Mientras era ayudado a encaramarse al pulpito y sostenido allí, pues no podía valerse de sus brazos y piernas descoyuntado como estaba por la tortura, un murmullo recorrió el tablado de las autoridades. Muchos de los nobles que había en él eran venecianos que habían recorrido la larga distancia que les separaba de Génova sólo para deleitarse con el momento de su condena. El peligroso asesino que les había mantenido en vilo durante tanto tiempo, después de su largo peregrinaje de cárcel en cárcel, había sido doblegado por el poder de la Inquisición. Y aunque no se le juzgaría por ser el autor de aquellos horribles crímenes, el resultado final sería el mismo: la muerte del brujo. Las miradas de los nobles venecianos brillaban en un solo regocijo y, en silencio, exigían su cordero, exigían su sacrificio. Exigían venganza.

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