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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (52 page)

—No estás preparado —me interrumpió Darko—. Todavía no estás preparado para escuchar mis razones.

—¿Es por el cardenal Iuliano? —seguí preguntando.

Darko negó con la cabeza antes de seguir:

—Él hace bien su trabajo, Angelo. —Se detuvo para mirarme con compasión—. Conozco bien la historia de tu familia y puedo asegurarte que el pecado más grave del cardenal no está en su oficio, sino en su vida privada... Y ahora debes partir, casi es de día —añadió cerrando el envoltorio y entregándomelo—. Ve por la escalera y escóndete en una de las arquerías del patio, cerca de la entrada. Intentaré que la guardia se retire pero no podré distraerla durante mucho tiempo. Aprovecha el momento para salir caminando por la puerta principal hacia la plaza, que estará libre. Debes huir tan rápido como puedas.

Encajé los libros en el cinturón del que pendía mi espada y antes de irme miré al Astrólogo y le pregunté:

—¿Qué os sucederá?

—Sabré sortear los inconvenientes. No te preocupes. Te echaré la culpa, todo el mérito del robo será tuyo. Tienes razones sobradas para querer los libros. Tu deseo de venganza es lógico y convencerá a cualquiera.

—¿Nos volveremos a ver?

—Ya no soy un secreto para ti —dijo Darko asintiendo con la cabeza mientras hablaba—. Seguro que nos veremos. Muy pronto sabrás de mí. Y confío en que sepas guardar el secreto de la identidad del Gran Maestre de la Corpus Carus...

—Confiad en mí —me adelanté a asegurar sin dejarle terminar la frase.

Su rostro mostraba el cansancio de la espera. Cerró los ojos y los abrió lentamente. Al igual que Piero, era ya un anciano.

—Vete, Angelo. Y lleva a buen fin la comisión más importante de tu vida. Sé un buen inquisidor y llévate de aquí la herejía.

Me volví hacia la puerta pero, antes de abrirla, le miré de nuevo. No podía renunciar a una última pregunta.

—¿Por qué teméis a Roma?

—No —murmuró—. No estás preparado, créeme.

—Decídmelo. Si estaba preparado para morir hoy aquí, nada puede asustarme.

—Vete, Angelo, por lo que más quieras —insistió Darko.

—No me iré sin respuesta. Dadlo por seguro —dije mientras desandaba mis pasos y regresaba a donde él estaba.

Darko me miró incómodo pero por fin habló.

—Es a la Sociedad Secreta de los Brujos a lo que temo. Su Gran Maestro se esconde en Roma... Y no hay nada más que pueda decirte. Y ahora, vete...

—¿Quién es? Vos lo sabéis y yo necesito saberlo —proseguí obcecado y sabiendo que Darko contaba cada segundo que estábamos perdiendo.

—No querrás saberlo, Angelo. No querrás escucharlo...

—Decidme quién es el Gran Maestro de los Brujos o no me iré...

Darko me miró fijo y movió sus labios sin emitir sonido. Lo que leí en ellos me sumió en la más oscura incertidumbre:

«EL PAPA», articuló en silencio.

Salí de la habitación sin saber qué pensar. Llevar aquellos libros era un trance amargo. Darko tenía razón. No estaba preparado para tamaña revelación. Y menos aún para lo que vendría...

Capítulo 62

Bajé por la escalera hasta el patio y me refugié tras una de las múltiples arquerías que lo componen, cerca de la entrada donde estaban apostados los guardias. Desde allí vigilé sus movimientos y aseguré los libros en mi cintura para no perderlos si tenía que correr. Darko no tardó mucho en aparecer. Se acercó a los guardias, conversó con ellos y se los llevó escalera arriba. Era el momento de abandonar el palacio. Me cubrí el rostro con la capucha y caminé a buen paso hacia el pórtico de entrada. Me detuve al llegar a los escalones que conducían a la plaza y me asomé para inspeccionarla. Frente a mí estaban los tres carruajes. Cuando comenzaba a bajar los pocos escalones que me separaban de la libertad, oí un leve murmullo a mis espaldas. Los guardias no estaban pero alguien seguía mis pasos. No me podía volver para ver quién era, así que continué bajando y seguí mi camino hacia la Loggia dei Lanzi. Podría pararme a observar cuando alcanzara la protección del primero de los carruajes. Y a su costado me detuve.

Dos personas salieron del pórtico, conversando. Los reconocí al instante: Giuseppe Arsenio, hombre del séquito del gran duque Ferdinando I de Médicis, y Dragan Woljzowicz, ahora Inquisidor General de la Toscana. Se dirigían a los carruajes y yo no podría evitar ser descubierto. Aun así intenté salir de mi escondite con naturalidad. El polaco fue el primero en verme caminando hacia la Loggia.

—¡Alto! —dijo el polaco—. ¿Quién va? ¿Estáis esperando a la comitiva? No os conozco...

Sujeté la empuñadura de mi espada y, aún de espaldas a los dos hombres, me bajé la capucha. Cuando me volví y les miré, los dos se quedaron sin aliento.

—¡Vos! Estáis loco de atar... ¿qué hacéis aquí? —balbuceó Woljzowicz.

—He venido a buscar lo que me pertenece —le respondí cortante.

Giuseppe Arsenio, que estaba detrás del polaco, se colocó a su lado. En su cara se reflejaba el pánico de haber visto un fantasma.

—¡Maestro DeGrasso! —exclamó—. En verdad sois impredecible...

—No os pongáis en mi camino u os garantizo que no veréis salir el sol.

Les amenacé con la mano que tenía libre.

—Pero... ¿qué clase de locura os domina? —replicó Arsenio—. Os recuerdo que estamos en el corazón de Florencia y que a pocos pasos de aquí está acuartelada la guardia del duque.

—Florencia duerme y así ha de seguir si no quiere disfrutar de un sueño eterno —dije apartando mi capa y enseñándoles la espada, que brilló a la luz de la luna.

Arsenio se puso lívido, como si hubiese visto a Girolamo Savonarola, el dominico rebelde que había sido quemado en aquella plaza hacía una centuria. Tanto él como Woljzowicz retrocedieron un par de pasos, vigilando mis movimientos.

—Muy bien. Veo que ambos sois inteligentes y habéis decidido no meteros en asuntos que no os competen.

—Habéis venido por los libros —respondió el polaco con una sonrisa cínica—, pero no os iréis con ellos... Sí, el cardenal Iuliano me lo confesó. Lleváis a Satanás escondido bajo vuestra capa, al Anticristo que acabará con el Cristianismo.

Lo miré mientras un extraño calor que parecía proceder de los libros recorría mi cintura. La noche, la espera, la angustia y las lúgubres palabras del polaco habían conseguido sugestionarme justo cuando más debía conservar mi sangre fría. Sus ojos penetraban en mí, hipnotizándome y desmoronándome. El polaco continuó.

—Sabéis muy bien que no permitiré que os marchéis con ellos. No deben estar en manos de un cofrade. Están destinados a permanecer juntos donde se encuentran, en manos de la Iglesia y de un buen inquisidor. Como yo.

—Yo fui quien los persiguió y los encontró.

—Sólo fuisteis el instrumento de la Iglesia y habéis demostrado ser de muy mala factura puesto que, una vez hecha vuestra labor, no se os ocurrió otra cosa que entregar los libros a la
Corpus Carus
para luego quitárselos a cambio de una jovencita que ahora no es más que ceniza sobre la tierra de los hijos de Roma.

Miré hacia el Palazzo Vecchio; ya se notaba movimiento. Tres figuras abandonaban el edificio. En el centro, aquel hombre enjuto, de porte airoso y totalmente vestido de negro, era el cardenal Iuliano. A su izquierda caminaba el obispo Delepiano y a su derecha, aquel monje contrahecho no era otro que Giulio Battista Évola.

Al verlos llegar, Woljzowicz se envalentonó, mientras Arsenio, cobarde como una rata, se mantuvo donde estaba en aquel discreto y seguro segundo plano. Miré al polaco y le dije:

—Los inquisidores se forjan, querido Dragan, y a vos os falta mucho por aprender. Recordad por siempre...

—¿Qué? —me interrumpió—. ¿Qué habré de recordar?

Le miré directamente a los ojos.

—Que yo soy el maestro.

Empujé al polaco sobre la rueda del carruaje. Nuestro forcejeo llamó la atención de Vincenzo Iuliano, que se detuvo y miró hacia nosotros. Cuando me reconoció, simplemente, no daba crédito a sus ojos. Sin embargo, Évola sonreía. Detrás de ellos aparecieron tres guardias. Ya no había vuelta atrás, nada había salido bien y ahora no me quedaba otra alternativa que luchar, defenderme hasta morir. A pesar de tener que librar solo aquella batalla, no había perdido la esperanza. Sentía, no sé cómo, que Dios estaba de mi lado, ¿y qué mejor ejército que Él?

Woljzowicz se incorporó, introdujo el brazo por la ventana del carruaje y lo sacó empuñando una espada. Había decidido enfrentarse a mí ahora que sabía que no estaba solo. El cardenal ordenó a dos de los tres soldados que protegieran al obispo mientras enviaba al tercero a ayudar a Dragan.

—Saldréis malparado de ésta —dijo Woljzowicz avanzando hacia mí—. Es una pena que un hombre de letras como vos termine acorralado como un ladrón de gallinas. Devolved los libros y os permitiré huir con dignidad.

Me volví un segundo para calcular la distancia que me separaba de mi caballo. Era demasiada. Woljzowicz me había hecho retroceder hasta la fuente de Neptuno, alejándome de la Loggia. Me detuve junto al vaso y miré a mis atacantes.

—Veo que sois una persona inteligente —dijo Dragan al ver que me detenía—. Ahora, dadme los libros e idos antes de que me arrepienta de mis promesas.

Agarré fuerte la empuñadura de mi espada y desenvainé desafiando al polaco. Esperé en silencio preparado para lo peor. Woljzowicz sonrió. Pensaba que lo tenía todo controlado, incluso mi voluntad.

—Estúpido monje... Os enseñaré quién es aquí un maestro de las armas y quién el infeliz abocado a la derrota. Sois un testarudo y un ingrato, siempre haciéndome sombra, un engreído que ahora se va a tragar todo su orgullo.

Woljzowicz lanzó un golpe de espada a la altura de mi cara, pero lo detuve y se lo devolví, tímidamente, lo que produjo en mi adversario una carcajada. El soldado que había enviado Iuliano se acercó, apuntándome con su alabarda. Dos contra uno, un combate desigual. El polaco embistió de nuevo con fuerza, cuatro golpes poderosos que también detuve.

—Vaya, os he menospreciado... Al menos sabéis defenderos —exclamó Woljzowicz.

Y atacó de nuevo, y de nuevo lo detuve. El polaco estaba seguro de que sería presa fácil. Se equivocó. Así que pidió al soldado que me atacara por un costado. El guardia amagó dos veces para luego arrojar sobre mí una rápida lanzada contra el brazo que empuñaba la espada. Me defendí con el brazo libre y la hoja me produjo un corte profundo. Retrocedí.

—¡Rendíos! Jamás saldréis con vida de esta plaza —gritó Woljzowicz lanzando un nuevo ataque aprovechando que 70 estaba ocupado defendiéndome del guardia.

Al detener su golpe trastabillé y quedé tumbado en el suelo. El guardia quiso, rematarme pero sólo consiguió atravesar mi capa y su arma se estrelló contra el empedrado. Mientras tanto, Woljzowicz arremetía contra mí con tal brutalidad que las chispas que brotaban al chocar nuestras espadas pudieron apreciarse desde el palacio. A duras penas conseguí incorporarme para recibir un regalo inesperado, casi perfecto. El guardia erró un nuevo intento de atravesarme con su alabarda y perdió el equilibrio. Aproveché para asestarle un golpe, aferrado a mi espada con las dos manos, y alcancé de lleno su mano. El soldado no gritó: se miró la mano y vio cómo tres dedos caían sobre el agua de la fuente. La sangre surgió a borbotones y yo aproveché su desconcierto para golpearle en el cuello. Su casco voló y su cuerpo acabó, inerte, en la fuente. Woljzowicz retrocedió. Ahora el combate se había igualado, uno contra uno.

—¡Angelo...! ¡Angelo! —Alguien pronunciaba mi nombre junto a los carruajes. No era una voz cualquiera, la habría reconocido allá donde sonara. Allí estaba, Anastasia, intentando zafarse de Arsenio que la retenía agarrándola por los brazos—. ¡Vete! ¡Te van a matar!

Los gritos desesperados de Anastasia me distrajeron y lo siguiente que sentí fue el calor del metal entrando en mi carne. El polaco había aprovechado para atravesar uno de mis muslos. Anastasia enloqueció, insultaba al polaco mientras Woljzowicz evaluaba mi herida y se detenía frente a mí, en guardia.

—Estáis perdido, rendíos. No sois más que un alfil, una pieza sacrificable en una partida muy reñida. Tenemos otras para seguir adelante. No sois omnipotente y no dudaremos en daros lo que os merecéis.

—Y vos no sois más que un peón, aún menos importante y muy torpe... —repliqué sonriendo.

Woljzowicz contuvo su ira y preguntó, pues había algo que lo reconcomía.

—Es raro que la joven Anastasia se comporte de esta forma, ¿no? ¿Qué habéis hecho para ganar su admiración? ¿Qué demonios habéis hecho para dominar la voluntad de la dama más codiciada de Italia? Decídmelo, quiero saberlo antes de mataros... Después, tal vez ella ponga en mí su atención.

—No creo que seáis de su agrado, querido Dragan. Ella no se fijaría jamás en un miserable como vos... ¿No afirmasteis que erais un maestro con la espada? Aún espero que lo probéis —exclamé desafiándole.

—Olvidáis un pequeño detalle... Vuestra pierna. Aún no he terminado con mi clase —dijo Woljzowicz sonriendo mientras me apuntaba con la espada.

—No conseguiréis que Anastasia se fije en un aprendiz de inquisidor. No seréis capaz de impresionarla por mucho que hagáis... Y menos aún de comportaros con ella como un hombre... —Seguí hurgando en su herida situándolo justo donde quería, pues enrojeció y su sonrisa se transformó en un gesto de ira—. No podréis hacerla gozar en el lecho. Es
vox populi
que la virilidad de los polacos es, por así decirlo, escasa. Contentaos con tener siempre monedas de oro en vuestros bolsillos porque sólo en los prostíbulos de Florencia encontraréis a vuestras princesas.

—¡Cerrad la boca! —gritó mientras yo, a pesar del dolor y cojeando, retrocedía.

La fuente de Neptuno estaba salpicada de sangre y un soldado flotaba boca abajo en el agua enrojecida. Una vez más las aguas del Arno iban a diluir la sangre de los hombres.

La herida de mi pierna iba dejando un rastro espeso sobre el empedrado de la plaza. Yo me defendía como podía de un Woljzowicz que no me daba respiro. Nuestras espadas chocaban una contra otra continuamente en un fragor de chispas y sonidos metálicos, la herida quemaba, obligándome a cojear cada vez más, retrocediendo siempre, al no poder atacar. Mi corazón palpitaba con fuerza, por el cansancio y por el miedo. Escuchaba la llamada de las parcas, como si estuviesen allí, susurrándome al oído en los últimos momentos de mi vida. El combate nos llevó hasta los pies de la estatua ecuestre de Cósimo I, padre del entonces duque de Florencia. El cansancio y la pérdida de sangre me jugaron allí una mala pasada, me sentía débil y mareado, mis rodillas flojeaban. Ya rendido, intenté fijar con fuerza los pies al suelo y mantenerme erguido mientras apuntaba firme hacia el polaco. Extendí mi otro brazo hacia él como invitándole a venir. En realidad esperaba que Woljzowicz replanteara su ataque al considerar aquella mano un blanco fácil. Aquello me permitiría asestarle un golpe mortal cuando estuviera cerca y sin reacción por haber descargado ya el suyo.

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