Authors: Patricio Sturlese
Al salir del puente tiré de las riendas para frenar la marcha del caballo. De ahí en adelante avanzaría al paso hasta cubrir la distancia que me separaba de la Piazza de la Signoria. Poco después, descendía de mi montura junto a la Loggia dei Lanzi, a la izquierda del Palazzo Vecchio. Dejé el caballo, sudado y nervioso, amparado en las sombras de la galería, intentando calmarlo para que los vapores que exhalaba su hocico no delataran su presencia, y deseando volver a verlo, pues era mi única garantía para escapar.
A diferencia de Roma, e incluso de mi Genova natal, Florencia había sido proyectada siguiendo el trazado ortogonal que inventaran los arquitectos romanos para asentar sus legiones. Era fácil circular por ella y orientarse. Además, los magníficos palacios e iglesias que en la poderosa república habían sido construidos desde el siglo anterior siempre te daban puntos de referencia visuales que te ayudaban a no perderte. Eso y saber dónde se hallaba uno respecto al río y a la estrella polar de la ciudad: la gran cúpula del Duomo.
Los genoveses viejos decían que los palacios y las casas de nuestra ciudad habían sido traídos por el viento, como semillas de la mala hierba, mientras que los de Florencia habían sido plantados cada uno en su lugar del surco, como el trigo limpio.
Con el Arno a mis espaldas y la cúpula del Duomo en la lejanía, me deslicé hacia la plaza al amparo de los edificios. Allí estaban los carruajes que había visto pasar, situados junto a la entrada principal del palacio. Las imponentes estatuas del
David
de Michelangelo y del grupo de
Hércules
y
Caco
flanqueaban la entrada principal y me hicieron pensar no sólo en el poder triunfante de los
Médicis
, sino también en mi lucha contra mis propios monstruos. Ninguna ventana de las que yo podía controlar tenía luz. Bajé la vista. Tres soldados de la guardia vaticana vigilaban la puerta principal y tras ella, en el patio, no parecía haber movimiento. Permanecí quieto junto al costado del palacio, esperando el momento oportuno. Me había situado en el lado más oscuro del edificio, en la callejuela que lo separa de los
Uffizi
, el mejor lugar, pues los guardias no prestaban atención a este lado de la plaza ocupados como estaban en vigilar los carruajes. Y además, a mi favor jugaba la sorpresa: nadie esperaba visitas inoportunas y menos aún que a mí se me hubiera ocurrido la locura impensable de ir a Florencia y meterme en la boca del lobo. Puede que esperaran un ataque de la
Corpus Carus
, pero no la visita de un imprudente dispuesto a todo. Los guardias se retiraron un momento al interior y yo aproveché para poner en marcha mi plan.
Dejé la espada y la alforja en el suelo para observar mejor el edificio. Las dimensiones que guardaba en mi recuerdo eran las mismas que tenía ante mis ojos aunque a mi corazón le parecía que el palacio había crecido en altura. Abrí la alforja y extraje de ella un gancho al que había atado una cuerda lo suficientemente larga para haber podido trepar al mismísimo Duomo. Había tomado la precaución de forrarlo con cuero para amortiguar los golpes que produciría al intentar engancharlo. Los guardias aún no habían regresado a sus puestos, así que tenía tiempo para lanzarlo contra las rejas que cubrían las ventanas de la primera planta.
Como ya esperaba, el gancho rebotó contra la reja y cayó a mi lado. El ruido del golpe me pareció atroz, pero nadie más que yo lo consideró como tal, pues a su sonido siguió el más profundo de los silencios. Pegué mi espalda al muro y esperé un momento antes de asomarme. Los guardias seguían en el interior del palacio. Me dirigí hacia el gancho, lo maldije y lo lancé de nuevo... Cuatro intentos después, con las sucesivas esperas, conseguí que el gancho no volviera a mí. Tiré de la cuerda con fuerza para comprobar que había asentado bien, acomodé la espada en su vaina y me dispuse a trepar, atando parte de la cuerda a mi cintura para asegurarme de que no terminaría en el pavimento si daba algún paso en falso.
Trepé agarrado a la cuerda y, apoyando mis pies en la fachada con todas mis fuerzas, y con bastante trabajo, conseguí alcanzar la reja. Mis brazos y mis piernas temblaban sin control, y me dolían las manos como nunca antes: al quitarme los guantes vi que mis nudillos estaban blancos y las palmas enrojecidas por la fricción de la soga. Pero aún me quedaba lo peor, pues asentado en la reja, con mis pies entre los barrotes, una mano sobre uno de ellos y la otra libre, tenía que soltar el gancho y enfrentarme al segundo tramo del ascenso para llegar hasta las ventanas no protegidas del piso siguiente.
Creo haber arrojado el gancho media docena de veces hasta conseguir afianzarlo. Y de nuevo el calvario de trepar, con pies y manos aquel muro, con brazos y piernas agarrotados. Mis pies rascaban los sillares buscando puntos de apoyo inexistentes. Más de una vez quedé colgando sin apoyos, tragando saliva y sintiendo el aliento sofocante de la muerte. «Santa Madre de Dios, no me abandones», susurré una y otra y otra vez. Por fin, en un último esfuerzo de inspiración, diría yo, divina, una de mis manos se aferró a una cornisa. Me apoyé y tiré de mi cuerpo hasta conseguir agarrarme con la otra mano. Ni siquiera apoyándome en las dos, conseguía alzarme. Allí quedé un momento que me pareció eterno, pendiendo de la cornisa esperando que amaneciera, con la capa sacudida por el aire. Todo el mundo colgaba de mis hombros, colocado allí por Atlas mientras María me sostenía. Finalmente, conquisté la ventana.
Sentado en aquella cornisa, apoyado sobre el mainel que dividía en dos vanos la ventana, gasté un tiempo del que no disponía en recuperar el aliento antes de cubrir el gancho con mi capa y golpear el vidrio. El cristal se deshizo en añicos que cayeron sobre el enlosado de la sala a la que daba la ventana. Deslicé mi mano por el agujero que había hecho en el cristal y abrí la ventana para entrar a la habitación, tan oscura como se veía desde la plaza. Cerré la ventana, escondí los cristales sin mucho esmero y estudié mi ubicación en el edificio. Estaba en el piso intermedio, en una de las galerías que daban al patio principal. Enfrente de mí había una puerta que, si no me equivocaba, tendría que conducirme a las escaleras. La abrí y pasé a otra habitación dos o tres veces más grande que la que había abandonado, siempre bordeando el patio. Tras la puerta de esta segunda sala, vi las escaleras. Y por ellas subí al segundo piso, que era donde estaban las habitaciones principales del edificio.
Una puerta quedaba a mi izquierda al dejar las escaleras. Estaba entreabierta y se podía apreciar un débil resplandor de luz. La empujé con cuidado: era la Salla dei Gigli. A la izquierda debía de estar la Salla delle Udienze y a la derecha, la Salla delle Carte Geografiche, de donde provenía la única luz que permanecía encendida en el palacio. Avancé hacia ella atravesando la sala, agarrado con fuerza a la empuñadura de mi espada, y me asomé. Al parecer, estaba desierta. No entré hasta haber inspeccionado con la vista cada rincón, cada cornisa, cada ángulo de aquella sala. Lo único que en ella se movía era la oscilante luz de las velas. El silencio era sepulcral. Di un paso adelante y me detuve un momento; con otro, igualmente precavido, me introduje en el interior de la sala.
En su centro, justo ante mí, una esfera terrestre de proporciones épicas presidía el salón tapizado con cartas de navegación. Uno junto a otro, los mapas cubrían por entero las paredes. Allí era donde el duque planeaba sus viajes y establecía las rutas comerciales de su flota, que tanta riqueza reportaba a la ciudad. Mientras miraba absorto los mapas, la puerta se cerró. Me volví deprisa desenvainando mi espada para ver cómo una figura se movía hacia mí. Apunté mi arma contra el pecho del intruso, con el fervor de un católico y el pánico de un ladrón al que han descubierto. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de mí para ver su rostro, mi cara reflejó la mayor de las sorpresas.
—Bienvenido seáis, maestro DeGrasso —murmuró—. Sabía que vendríais a mí esta misma noche.
—Bajad vuestra espada, por favor —sugirió Darko.
—¿Vos? —balbuceé sin salir de mi asombro.
—Sí, yo. No os alarméis. No quiero haceros daño...
—¿Hacerme daño? —respondí—. Creo que olvidáis quién tiene la espada.
—Y vos que estáis rodeado de enemigos y que un grito mío será más doloroso que vuestro hierro.
—¿Qué pretendéis? —pregunté bajando la espada pero sin envainarla.
Darko pasó a mi lado y se dirigió hasta la esfera. Allí se volvió hacia mí mientras posaba una de sus huesudas manos sobre el globo.
—Habéis recorrido un largo camino, hermano DeGrasso —dijo señalando los esteros de Asunción—, para llegar hasta mí.
—¿Y quién demonios sois vos?
—El que os salvará la vida esta noche.
—¡Mentís! —dije levantando de nuevo mi espada.
—¿Por qué habría de mentiros?
—Vos estáis con Iuliano, no conmigo.
El Astrólogo sonrió:
—¿Y vos? ¿Con quién estáis vos ahora? ¿Acaso no habéis traicionado vos a la
Corpus Carus
? Parecéis realmente convencido de vuestras palabras... Pues bien, matadme y terminad con lo que habéis venido a hacer. ¿Qué más prueba necesitáis que vuestra propia intuición? ¡Adelante, DeGrasso! ¡Hundid el metal en mi pecho y continuad con esa idea vaga que tenéis sobre lo que está sucediendo!.
Observé detenidamente al astrólogo papal, frente a mí, desafiándome. Era un hombre muy difícil de descifrar por su mirada o sus gestos.
—No sé por qué tendría que creeros —gruñí dando un paso al frente que le obligó a retroceder para evitar que mi espada se apoyara en su pecho.
—¿Os parece poco lo que ya he hecho por vos?
—¿Vos por mí? Pero ¡qué decís! —dije sin comprender.
—Si os dijera que fui yo quien os recomendó para que fuerais en busca del
Necronomicón
y el
Codex Esmeralda
, ¿me creeríais? Si os dijera que fui yo quien habló con Su Santidad para convencerlo de que no os quemaran inmediatamente tras apresaros, ¿me creeríais? Si os dijera que la luz prendida en esta sala era sólo para iluminar vuestro camino hacia mí en esta noche oscura, ¿me creeríais? Si os dijera que el anciano Piero Del Grande os infiltró en la Orden de Santo Domingo y luego en la Inquisición para que nos ayudaseis en estos momentos, ¿me creeríais?.
—Algo sé de vuestra recomendación... ¿Cómo es que estáis al tanto de las estrategias del padre Piero? Sólo se me ocurre...
—Y soy yo el que pretende salvaros esta noche, Angelo. —Darko me interrumpió para a continuación murmurar—:
Extra Ecclesia nulla salus
, hermano mío...
—... que seáis un cofrade —terminé la frase que había comenzado y que Darko acababa de confirmar.
Bajé mi espada por segunda vez.
—Como Tami y Xanthopoulos —dijo Darko—. Y como lo fue mi maestro Piero.
—Pero ellos... ¡Ellos nunca os mencionaron! —continué todavía desconfiando.
—Naturalmente. Pues estoy muy cerca del Pontífice. Xanthopoulos no me conoce personalmente, aunque yo sé quién es. Sólo sabían de mí el padre Piero y el jesuita Tami... Y ahora, vos.
—¿Por qué?
—Porque yo soy el Gran Maestre de la
Corpus Carus
.
La sangre dejó de correr por mis venas. El Gran Maestre había estado siempre ante mis ojos, enrocado en una magistral jugada de ajedrez. Darko continuó.
—Has venido por los libros. Sabía que vendrías, supe que la muerte de Raffaella D'Alema, lamentablemente, aceleraría tu llegada. Esta noche tú sacarás el
Necronomicón
y el
Codex
de este palacio. Sin peleas y sin tu utópico plan de huida.
—No tengo ningún plan de huida...
—Eres un hombre valiente, hermano —exclamó el Astrólogo señalándome—, un buen discípulo de tu maestro. Ver cumplida tu venganza no te dará alas para poder salir de aquí. Te matarán, Angelo. En el palacio hay pocos guardias pero los soldados del duque esperan acantonados muy cerca por si hacen falta refuerzos. No podrás enfrentarte a todos ellos.
—Puedo bajar por donde he subido. No pretendo salir por la puerta principal —murmuré.
—¿No te pareció extraño no encontrar a nadie custodiando ese lado del edificio, el más oscuro y por tanto el más atractivo para cualquiera que quisiera acceder al palacio sin ser visto? Yo mandé llamar al guardia que estaba allí apostado cuando te vi cruzar el Ponte Vecchio desde la Torre de Arnolfo. Sabía que necesitarías una zona libre de vigilancia.
—Sí, lo pensé, pero también que, para variar, la suerte estaba de mi lado.
—No te tortures, Angelo. Has hecho una proeza digna de un héroe, yo sólo me encargué de que la hicieras más rápido.
Darko cerró las puertas y se dirigió hacia una de las repisas cubiertas de mapas. De allí extrajo dos bultos envueltos en cuero negro.
—Aquí están los libros —dijo mirándome—. En uno de estos fardos hay unas copias falsas que son las que me llevaré a Roma. Tú te encargarás de llevarte el otro muy lejos de aquí. Cabalgarás de regreso a Genova, a la abadía de San Fruttuoso y allí...
—¿Alguien me esperará? —le interrumpí sin apartar mis ojos de los dos envoltorios de cuero.
—Rivara, tu vicario.
Levanté la vista de los libros y miré a Darko.
—Veo que no habéis dejado ningún cabo suelto...
—Es la única forma de vencer —dijo el Astrólogo mientras apoyaba los dos envoltorios sobre la esfera para abrirlos.
—Este envoltorio no debe llegar nunca a Roma —dijo mostrándome el contenido. Allí se veía el grueso lomo del Necronomicón y el del Codex—. Aquí están el libro y sus conjuros. Tú eres nuestra última oportunidad; sácalos de aquí y deja en mis manos la labor de entretener a la Inquisición durante unos días para darte tiempo. Del destino de estos libros pende nuestra suerte.
—¿Por qué me habéis esperado? ¿Por qué no los habéis robado vos?
—Porque pretendo continuar donde estoy, cerca del Papa. Delatarme como Corpus nos dejaría sin ojos ni oídos en el Vaticano, debo estar allí para que todo lo que suceda en los pasillos y antecámaras de los palacios vaticanos sea del conocimiento de nuestra logia.
—¿Se organizará una persecución de la Corpus a gran escala si los libros llegan a Roma? ¿Es por eso que debo esconderlos?
—Hay peligros peores, hermano mío.
—¿Qué peligros?
—No es necesario que lo sepas... Por ahora.
—Pero...