Authors: Patricio Sturlese
—Sí, lo soy. ¿Entregarás esto por mí?
—Lo haré —dijo Anastasia regresando al lecho para acostarse de nuevo. Desde la cama continuó hablándome—. ¿Dónde has estado?
—En Genova —contesté. Me acerqué a la cama y me senté. Miré el rostro de Anastasia sobre la almohada, su pelo suelto y revuelto. Tenía que hablarle y ése era el momento—. Anastasia... Quisiera que fueras sincera conmigo y me dijeras por qué quieres ayudarme...
Ella no me contestó. Se volvió en la cama y me dio la espalda. Yo continué:
—Lo sé todo, Anastasia... Todo. Y creo que siempre lo supe porque estaba en tus ojos, en la plaza de San Lorenzo, en el puerto y, sobre todo, el día en que me pediste que me casara contigo...
—¿Y qué te decían mis ojos, Angelo? —dijo Anastasia volviéndose de nuevo e incorporándose para mirarme.
—Que eras mi hermana.
Anastasia bajó la vista y se llevó las manos al rostro. Un tímido sollozo brotó de su garganta y así permaneció un rato, llorando en silencio. Tomé sus manos entre las mías y continué hablando.
—Me cuesta verte como a una hermana, es todo tan confuso... Tan repentino...
—No lo es para mí, lo sé desde hace mucho tiempo. Mi padre... Nuestro padre me lo dijo.
—¿Por qué? No tiene sentido —exclamé.
—Por temor a que tú te presentases un día ante mí y me dijeras lo que él ocultaba. Nuestro padre es muy cuidadoso con los detalles, prefirió decírmelo a que me enterase por otro que no fuera él.
—¿Qué más te ha contado de mí?
—Todo.
—¿Todo? Entonces, ¿qué sabes sobre mi madre?
—Angelo, no quiero hablar de eso... Sólo quiero que sepas que abomino de lo que hizo pero tengo que disculparle... Era muy joven...
—¿Qué sabes de mi madre? —repetí alzando la voz.
Anastasia me miró con emoción.
—Ordenó que la mataran...
—¿Y aun así le disculpas? ¿Cómo puedes, dime, cómo puedes? —le dije con lágrimas en los ojos.
—Amo a nuestro padre, Angelo.
—Es un asesino —sentencié; Anastasia no dijo nada pero asintió en silencio.
La tomé de la barbilla y la obligué a mirarme.
—¿Qué? —balbuceó con un gesto de dolor.
La solté de inmediato y le acaricié una mejilla.
—Perdóname, no quería hacerte daño... Háblame de nuestro padre, por favor.
Anastasia sonrió de manera forzada, se enderezó en la cama y comenzó a hablarme.
—Mi vida ha estado unida siempre a la de nuestro padre. Es un hombre tan sufrido como déspota, tan protector como despiadado. Era el segundo varón de su familia, por lo que su destino ya estaba escogido: la carrera eclesiástica. Todos los bienes de los Iuliano y su gestión correspondían a su hermano mayor. Su carrera fue fulminante, puesto que ya era cardenal a los veinte años y tenía un futuro muy prometedor. Como bien sabes, nuestra familia es una de las más antiguas y ricas de Florencia e invirtió bien su dinero para que nuestro padre pudiera llegar a lo más alto. Y en ese camino estaba cuando conoció a tu madre. Se enamoraron locamente, compartieron lecho en varias ocasiones y tu madre se quedó preñada. Poco después, la peste negra asoló Toscana, y entre los millares de vidas que se cobró estaban nuestro tío y su hermana. Sólo quedó padre para hacerse cargo del patrimonio familiar. Estuvo a punto de dejar los votos y casi enloqueció. Veía conspiraciones por todas partes y desconfiaba incluso de su sombra. Y fue entonces cuando se enteró de que tu madre le iba a dar un hijo que él no fue capaz de ver más que como otro de los muchos que querrían arrebatarle su fortuna... Decidió acabar contigo y con tu madre y seguir su vida sin los problemas que podía causarle un hijo ilegítimo... No sé qué es más horrible, si pensar que lo hizo por proteger su carrera, cosa improbable pues cuando decidió tu muerte estaba pensando en abandonarla; o pensar que lo hizo por pura y simple avaricia.
—¿Y tú, Anastasia? ¿Quién es tu madre?
—Soy hija de Luciana Aldobrandini —dijo mi hermana tomándome de la mano.
—¿Luciana Aldobrandini? —exclamé sorprendido.
—Sí, Angelo, la hermana del Papa. Ella fue otra de sus muchas relaciones fugaces, y de ella nací yo. Como esta vez su amante era de una gran familia, padre debió asumir la paternidad a escondidas y honrarme como sobrina suya. Y a pesar de no desearme en un principio, nada más verme no pudo evitar quererme con locura. De hecho, llevo el nombre de su hermana, a la que nunca conocí.
—¿Él te ama?
—Me adora. Es obsesivo.
—Ya lo he comprobado, pues sigues aquí, sin castigo alguno a pesar de haberme liberado...
—Se puso hecho una furia. Me dijo que me encerraría de por vida en clausura. A la mañana siguiente lo único que me pidió es que callara, que no le dijera a nadie lo que había hecho. Él me encubriría. Seguía muy enfadado y me pidió que no apareciera ante sus ojos por un tiempo. No puede odiarme, ni yo tampoco a él, Angelo. Tan apasionado como es para su trabajo, lo es protegiéndome. Es tan obcecado conmigo como tú lo eres con Raffaella... —concluyó Anastasia dedicándome este pequeño reproche.
—Será entonces un vicio de la sangre —repliqué con triste ironía—. ¿Y tú? ¿También estás aquejada del mismo vicio? ¿Hay muchos hombres en tu vida?
Anastasia lucía espléndida, tan sólo iluminada por los candelabros y el caudal de sus lágrimas.
—Todos los que me desean... Nunca los que yo deseo —contestó con tristeza.
—¿Giuseppe Arsenio es tu amante? —proseguí con curiosidad.
—Jamás. Sólo es uno más entre todos los que ansían poseerme, pero es poco hombre para conquistarme.
Nuestra conversación pedía luz y así lo interpretó también Anastasia, que se levantó para encender el candelabro que había sobre su escritorio. Cuando regresaba a la cama observé el brillo de sus ojos que si hacía unos días eran grises, ahora volvían a ser verdes, como cuando la vi por primera vez. Su humor parecía dominar el color de sus ojos. Anastasia se sentó a mi lado y me miró turbada.
—¿Por qué me miras de esa forma? —le pregunté.
—Angelo, cuando supe que te vería en el
Sermo Generalis
de Génova tuve una sensación inexplicable que me impidió dormir, intentando imaginar tu rostro, tu personalidad y la vida que llevabas detrás de tu hábito.
—¿Y qué sentiste al verme? ¿Te he defraudado?
—No, primero tú. Quiero saber qué sentiste tú al verme —contestó Anastasia.
—Vi una dama llena de misterio, elegante y hermosa, que mostraba una educación exquisita... Yo no sabía quién eras, así que mi impresión carece de interés. Dime qué pasó por tu cabeza y tu corazón cuando viste por vez primera a tu hermano secreto.
—Soñé contigo aquella noche, y las que siguieron a aquélla, sin poder determinar qué clase de extraños sentimientos habían generado mis ansias, lo único que sabía es que eran de ésos capaces de asaltar tu corazón y someterlo... Me cuesta mucho hablar de esto, Angelo, porque hay algo sucio que intento controlar... Celos, sí, celos de todos los que estuvieron cerca de ti, de los que crecieron contigo y te amaron. Y amor; sin amor los celos no tienen sentido...
No supe qué decir. El silencio se apoderó de la alcoba hasta que Anastasia continuó.
—Estaba, no sé cómo explicarlo, enamorada de ti, como el perfecto sustituto de mi padre. Me aferraba a la idea de que sólo éramos hermanos a medias... No tardaba en contradecirme, confusa... Soy tu hermana y como tal he de amarte y te amo. —Anastasia se había puesto en pie y me daba la espalda, avergonzada. Sus hombros mostraban la agitación de su pecho, que provocaba palabras entrecortadas—. Pero... como mujer... te deseo. Y es este oscuro sentimiento el que intento sacar de mi corazón...
Me puse en pie y la rodeé con mis brazos, mientras apoyaba mi cabeza sobre su hombro. Un abrazo equívoco, sí, como nuestros sentimientos, pues lo que ella confesaba con valentía era lo mismo que yo sentía ahora que sabía que era mi hermana.
—Anastasia, hermana mía —le dije—. Eres tan hermosa que cualquier hombre se condenaría por estar cerca de ti. Ahora entiendo mejor la extraña proposición que me hiciste y la forma en que la hiciste, negando con los ojos lo que tu boca decía. Estamos condenados a sentir esta confusión durante algún tiempo. Quiera Dios que tengamos después el suficiente para conocernos, para tratarnos como lo que somos, dos hermanos que estuvieron perdidos durante mucho tiempo y que ahora se han encontrado.
Anastasia se volvió hacia mí para abrazarme con fuerza. Los dos sabíamos que teníamos que apoyarnos y mantenernos firmes. Éramos de la misma sangre: si nos vencía la tentación cometeríamos un pecado aberrante del que nos arrepentiríamos de por vida. Anastasia se separó suavemente de mí, tomó mis manos y continuó hablando.
—Angelo, ahora que te he encontrado no quiero perderte. Puedo superar el deseo mas no podría superar tu ausencia. Mi oferta, por extraña que te parezca, sigue en pie, pues de verdad creo que es la única manera de evitar la persecución a la que estás condenado de por vida, y lejos de mí. Si no, no me quedará otra opción que acompañarte en tu exilio...
Solté mis manos de las suyas y di un paso atrás. Era hora de despedirse.
—Anastasia, he de irme... Antes debes jurarme que me ayudarás. Has de entregar los libros a Évola y concertar con él cuándo y dónde liberará a Raffaella. Yo me pondré en contacto contigo dentro de unos días.
—¿Adonde vas?
—Por ahora, hasta asegurarme de que Raffaella ha sido liberada, permaneceré oculto cerca de aquí, que es donde Évola ha de venir a recoger los libros. Y después, mi destino será Francia; es lo único que puedo decirte para no poner en peligro ni tu seguridad ni la mía.
—Sigo pensando que te equivocas, pero juro que haré todo lo que me pides. Te amo, hermano. Recuérdalo —dijo Anastasia abrazándome de nuevo y posando sus labios sobre mi frente en un beso cálido.
La miré pensando que quizá era la última vez que la veía y me di la vuelta para salir al balcón. Allí me asomé con cautela para comprobar que todo seguía en calma. El descenso fue más rápido, en poco tiempo estaba junto al arbusto recuperando mi capa y mirando hacia la ventana de Anastasia. Las cortinas volaban a merced del viento, descontroladas. Como yo. Como Anastasia.
A los dos días, en Roma, Évola recibió un recado de Anastasia anunciándole que tenía los libros en su poder y apremiándole para cumplir el pacto que había sellado conmigo. Esa misma noche, dos carceleros entraron en la celda de Raffaella D'Alema, le arrancaron la ropa y la ultrajaron. Y al tercer día, por la tarde, fue quemada en el Campo dei Fiori. Un tribunal compuesto ex profeso para su causa la había condenado por la mañana. Un tribunal que tuvo el «honor» de contar con el cardenal Iuliano como inquisidor. Todo esto sucedía en Roma mientras yo esperaba en Florencia, sin poder hacer nada. Más tarde supe que Giulio Battista Évola se había opuesto con todas sus fuerzas a la ejecución. Aunque Iuliano me había dado una hermana, me había robado a las únicas mujeres que yo había sido capaz de amar. A mi madre y a Raffaella, por la que estaba dispuesto a empeñar mi futuro. Tan sólo una niña que regresaba al polvo sin haber visto el mundo. La única hija de Tommaso y Libia D'Alema había pagado un alto precio por el pecado de mi amor. La crueldad del cardenal no conocía límites. Le había entregado los libros que tanto había perseguido. ¿Por qué había sacrificado a Raffaella? ¿Qué ganaba con la muerte de aquella joven que no fuera mi odio eterno? La había matado para hacerme daño pero no había calculado que el inmenso dolor que yo sentía ahora no me iba a postrar, no me iba a llevar a la desesperación. No acabaría conmigo. Iba a volverse contra él.
Después de este trágico suceso mi alma se colapso. Enloquecía sólo al pensar que la sangre de Iuliano corría por mis venas, y en mi demencia decidí tomar la espada y acabar de una vez por todas con los causantes de mi tragedia.
La luna llena iluminaba mi camino hacia Florencia. Estaba muy cerca, podía ver la silueta de la ciudad, presidida por la magnífica cúpula de Santa María dei Fiori y un sinfín de campanarios. Faltaban tres horas para que comenzara a amanecer. De manera inconsciente deseé la salida del sol para calentarme bajo sus rayos y aliviarme del intenso frío de la madrugada. Me detuve un instante a observar la ciudad que dormía tranquila sin contar con mi presencia. En mi pensamiento ya sólo había lugar para mi plan, minuciosamente ideado para que su desenlace me fuera favorable. Aunque no puedo dejar de reconocer que era el plan de un loco cegado por la ira.
Desde que decidiera llevar a cabo mi venganza había podido averiguar, utilizando las últimas monedas que me diera Anastasia, que tanto los libros como el cardenal Iuliano y todo su séquito partirían hacia Roma en la madrugada del 23 de octubre. Esta información, y otras que me serían necesarias, me la había proporcionado un allegado al secretario personal del arzobispo de Florencia. Era un dato clave para elaborar el plan que me daría la satisfacción de la venganza. Sabía que sin ayuda estaba condenado al fracaso, pero aquél era un pequeño detalle que no me frenaría. Raffaella estaba muerta y si yo había de morir también, que fuera por el honor de vengarla.
Aparté un lateral de mi capa para palpar la empuñadura de la espada que había conseguido a buen precio de un herrero de Fiésole. No la manejaba desde que recibí la instrucción debida cuando era adolescente; no se me daba mal, así que confiaba en recordar todo lo aprendido en cuanto mi mano rozara el metal. No era un virtuoso pero sí uno de aquellos hábiles y resistentes espadachines con los que nadie quiere enfrentarse. Pues con ella era tan empecinado como con todo lo demás: sabía defenderme muy bien y cansar al contrario hasta poder asestarle un golpe definitivo. Aquella misma tarde había practicado contra un ciprés tanto los mandobles como los pasos de guardia y ataque. Y los movimientos habían regresado a mi cuerpo como las notas a la mente de un músico ya anciano y ciego cuando pones en sus manos el instrumento que solía tocar.
Espoleé el caballo y seguí mi camino hasta el lugar donde debía esperar una señal. Al poco tiempo, unos destellos en la oscuridad me anunciaron la llegada de los carruajes que habían de recoger a Iuliano. Entonces comencé a galopar hacia la locura. La noche me devoró y en verdad conseguí sorprender a Florencia.
Los cascos de mi caballo golpearon el empedrado de la calle, delatando la presencia de un jinete extraño y apresurado. Crucé el Ponte Vecchio al galope. Por debajo de él, el Arno discurría turbio esperando el sol, que no tardaría en despuntar. Como en Roma el Tíber, el Arno había sido testigo y cómplice de muchas conspiraciones. Los dos ríos lavaron las manchas de su pueblo, prestaron sus aguas para el bautismo de sus hijos y enjuagaron la sangre de sus pecaminosos gobernantes. Una vez más, el Arno sería testigo de cómo los hombres se cobraban una deuda. Y sus aguas parecían presentirlo.