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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (34 page)

BOOK: El inquisidor
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Yo ya había colocado el último sobre encima de la mesa. Grabado en el lacre se apreciaba el símbolo de san Juan Evangelista: el águila. Como las veces anteriores lo tomé y se lo enseñé a Évola antes de proceder a romper el lacre.

—Sello de san Juan —murmuré.

—Sello de san Juan —certificó el notario para que yo pudiera proceder a la apertura y lectura de la última carta.

Por fin iba a saber qué quería de mí la Santa Inquisición en este viaje. Así que extraje la hoja del interior y leí en voz alta:

Roma, 15 de noviembre del año 1597 de Nuestro Señor

Carta tercera, lacre del misterio de san Juan.

Hermano DeGrasso: en los instantes finales de vuestro viaje, teniendo por delante la labor que se os ha encomendado, consideramos de utilidad despojaros de toda duda y precisaros los pormenores de esta comisión.

Como ya os anticipé en los lacres anteriores, el motivo de esta comisión es encontrar la literatura prohibida que de algún modo halló refugio lejos de Europa para radicarse en suelos nuevos, lejos de la Santa Inquisición y cerca de las vulnerables almas que moran en aquellos territorios. El último de estos libros hace poco que ha dejado nuestras costas, pero sin duda, cuando vos leáis esta carta, se hallará en el destino elegido por los herejes. La intención de los demonólatras es clara: buscan propagar la herejía en la calma aparente que produce nuestra ausencia y tratan de engañar al nativo desviándolo de la Evangelización.

Excelencia DeGrasso, he aquí una confidencia sin igual, que sólo podría guardar el secreto de su oficio y el silencio de su notario. He aquí la revelación de un alto secreto guardado por la Iglesia, estudiado por diversos teólogos y aún no resuelto a pesar de los años de exhaustiva y silenciosa investigación en el Vaticano.

Elevé por un momento mis ojos hacia Giulio. Él me contemplaba en silencio, con su único ojo y una expresión más adecuada a un ladrón de tesoros que a un monje. Proseguí la lectura:

En la región de Guaira, en plena selva, no lejos de Asunción, se encuentra el asentamiento de Los Altos, fundado por los franciscanos y ahora regentado por jesuitas. Allí, en la quietud y refugio del pequeño templo de San Esteban descansan dos de los libros más terribles jamás escritos. Debéis, imperiosamente, confiscarlos. No es necesario, ni lo será, revelaros los títulos de estos libros puesto que los distinguiréis fácilmente: están ocultos en un cofre de madera, separados de cualquier otro libro y escondidos en alguna cámara secreta en el interior del templo.

No estáis autorizado a examinar el contenido de los textos, ni mucho menos a intentar comprenderlos. Esto será tarea posterior de los doctores asignados por la Iglesia. Vuestro cometido se reduce a la incautación y deportación de los dos libros y del prior jesuita, un sacerdote llamado Giorgio Cario Tami, responsable directo del encubrimiento de los libros buscados. Quedáis facultado para obtener de las autoridades civiles todo lo que necesitéis para realizar esta labor, pero no debéis convocar un tribunal ni celebrar auto de fe alguno. A su tiempo ambos se realizarán en Roma con juristas y teólogos especializados.

Junto a esta carta encontraréis un mapa con el detalle necesario para que localicéis vuestro destino. Entregadlo al responsable militar del viaje, que estará a vuestro servicio en todo momento, cuando lleguéis a tierra para que os guíe hasta allí.

Cuando hayáis terminado de leer, quemad este último mensaje y los anteriores en presencia de vuestro notario.

Siempre vuestro en Jesús,

Cardenal VINCENZO IULIANO,

Superior General del Santo Oficio

Como aval de los tres escritos, al pie de la carta se distinguía claramente la firma y el sello del Sumo Pontífice. No era extraño, pues él había dejado claro desde el inicio de este galimatías que estaba al lado de la Inquisición en lo que sería un acto de prevención de la herejía y en favor de la salvación de los hombres. Desde el 15 de noviembre, la Inquisición sabía que el
Necronomicón
y el
Codex Esmeralda
, si no estaban ya, estarían, en el momento en que yo llegara allí, escondidos en Los Altos. El hecho de que no se mencionara el nombre de los libros me hizo dudar de la confianza de Iuliano hacia su esbirro, Évola, pues ¿a quién, si no a él, pretendían ocultárselo?

En esta última carta también quedaba claro cuál sería mi ámbito de actuación: no había ido hasta allí en calidad de inquisidor sino simplemente como un comisario facultado con ciertos poderes. Tomé una de las velas y prendí fuego a las cartas, concentrado en las llamas y sin pronunciar palabra. Évola rompió el silencio:

—Interesante desde cualquier punto de vista con el que se mire...

—¿Interesante decís? —respondí sin poder ocultar mi enojo—. ¿Podéis decirme qué es lo que encontráis de interesante en seguir sin saber qué perseguimos y, sobre todo, en que nos hayan enviado como meros «alguaciles», ya que ni podemos estudiar los libros ni juzgar a los herejes?

El notario se acarició la enorme cicatriz que sobre su ojo ocupaba el lugar donde antes hubo una ceja.

—¿De verdad llegasteis a creer que os entregarían el caso por completo? —dijo sonriendo con ironía—. Siento mucho vuestra desilusión. Las instrucciones de la carta son muy claras.

—¿Os parecen claras? —repliqué airado—. Puede que a vos, cuya máxima aspiración parece ser cumplir a rajatabla las órdenes que os dan, os satisfagan. ¿Ni siquiera os habéis preguntado por qué tres sobres? ¿Cuál es la razón de su existencia?

—Eso sólo lo sabe el cardenal. Imagino que tiene sus razones... —dijo Évola, siempre fiel a su amo.

—¿Razones? ¿Qué razón hay detrás de que ni siquiera se nos informe de los títulos a confiscar? ¿Os parece razonable haber recorrido medio mundo y no saber aún exactamente para qué? ¿Suena razonable tener que llegar hasta aquí para enterarse que será misión de «teólogos» estudiar y juzgar las evidencias? ¿Y por qué no embarcaron una docena de teólogos? ¿Por qué me enviaron a mí si sólo necesitaban a alguien que prendiera a un sacerdote sacrílego? —respondí sin poder contener por más tiempo mi enfado.

—Creo, Excelencia, que la delicadeza del caso os requería a vos —opinó el napolitano intentando calmarme.

—Se me ocurre que la delicadeza, el caso y sus pormenores siguen sin estar por completo en mi conocimiento, ni lo estarán. Y no hay juez que pueda desempeñar bien su tarea si no comprende por completo el proceso que ha de juzgar, ¿no creéis?

—Cierto, pero las órdenes son las que son y hay que cumplirlas, Excelencia —replicó Évola.

Mas la obediencia para mí era un voto, algo íntimo y personal que, sin embargo, requiere de la confianza para poder llevarse a cabo con amor a Dios. Porque no todos pueden reclamar nuestra obediencia, porque no todos son dignos de ella, sólo los que la solicitan dentro de la cordura y de la moral cristiana. Mi silencio, unido a mi enfado, preocupó al notario.

—¿Qué pensáis hacer?

—Seguiremos las directrices —respondí intentando esquivar el asunto, pues no me convenía mostrar más de lo debido mi desconfianza en las palabras del cardenal Iuliano delante de su servidor.

—Bien —exclamó Évola más tranquilo—. ¿Necesitáis algún preparativo especial para las próximas horas?

—Preparaos para desembarcar y encargaos de que se avise a las autoridades de la provincia y la diócesis de nuestra llegada.

El notario se disponía a salir cuando se detuvo cerca de la puerta. Se volvió hacia mí y habló bajo y suave, como un violín bien afinado.

—¿Querréis desembarcar, de todas formas, los instrumentos para los interrogatorios?

Observé al deforme y cauto personaje, aprecié toda su morbosa maldad y luego susurré:

—Desde luego, hermano Évola. No iría a ningún lado sin ellos.

Poco después, unos golpes en mi puerta me anunciaron la llegada de otra visita. Era el capellán del Santa Elena, el pacífico Francisco Valerón Velasco.

—¿Os molesto, Excelencia? —dijo asomando su puntiaguda nariz por el quicio de la puerta una vez la hube abierto.

—Adelante. Pasad, por favor, y tomad asiento —dije.

El capellán se sentó junto al escritorio donde antes había estado el notario y, aunque intentó disimularlo, notó algo en el ambiente que se tradujo en una sombra de preocupación en su rostro.

—¿Sucede algo? —preguntó con cautela y sonriendo levemente—. Perdonadme, Excelencia, pero hay aquí un penetrante aroma a aguardiente...

Sorprendido, miré al sacerdote fijamente, sin decir palabra. Él malinterpretó mi silencio y bajó inmediatamente la cabeza como para mostrarme que era consciente de su indiscreción. Su sorpresa fue mayúscula cuando oyó la primera carcajada y el torrente de risa imparable que siguió a ésta, y que casi le hizo pensar si no estaría ebrio en ese momento. Cuando por fin pude controlarme, y aún con lágrimas en los ojos, le contesté.

—No os alarméis, padre, que el aguardiente no lo he bebido yo, sino las pulgas. ¡Fijaos adonde me ha llevado la desesperación! He derramado más aguardiente en este camarote del que podría servir un tabernero en todo un año. ¡Dios Santo! Son muchas las cosas que uno aprende de viejo y sin universidad alguna. —El capellán había conseguido con su observación inocente cambiar mi ánimo; sonrió aliviado mientras yo le hacía una pregunta directa—: ¿Os gusta beber?

—No —respondió el capellán sin atisbo de duda.

—¿De verdad? —insistí.

—No —repitió con la misma rapidez y rotundidad.

—¡Santa Madre, un español abstemio! Aunque, Francisco, a estas alturas del viaje uno está ya acostumbrado a las sorpresas. La vuestra es, sin duda, de primera categoría.

—Ya veo que no os falta sentido del humor —dijo el capellán—, algo que uno no supone que exista cuando se detenta vuestro cargo.

—Hermano mío, hay veces que las cruces en el pecho hablan demasiado y no precisamente de uno. ¿Así que pensabais que este inquisidor es un agrio y acartonado hombre de leyes?

—Pues sí lo pensé, Excelencia.

Desvié mi mirada del capellán hacia el baúl que contenía todos mis libros y todo el papeleo que había traído conmigo. Y se me quitaron las ganas de seguir riendo.

—Quizá tengáis razón. Quizá no sea sino un agrio y acartonado hombre de leyes.

Valerón Velasco se quedó en silencio, sin ánimo para replicar a mis palabras.

—¿Qué se os ofrece? —le pregunté continuando la conversación.

—He venido a haceros una propuesta.

—¿Qué clase de propuesta? —pregunté intrigado.

—Me ofrezco a ir con vos y vuestra comitiva a tierra, hasta donde tengáis que ir. Podría encargarme de los servicios religiosos para los miembros del ejército y podría ayudar en todo lo que vos considerarais menester.

Miré fijamente al capellán.

—No había pensado en ello y me parece una excelente idea. ¿Necesitáis una orden mía para desembarcar?

—Sí, Excelencia. Dependo de la Armada y de este barco; sólo una petición vuestra conseguiría que el almirante Calvente accediera a mi desembarco. Siempre y cuando vos realmente me necesitéis.

—Seguro, me será útil teneros conmigo. Dadlo por hecho. Esta misma noche hablaré con el almirante.

—No sabéis cuánto os lo agradezco, Excelencia.

El ofrecimiento del capellán había sido una sorpresa y no podía creer que la única razón que le impelía a hacerlo fuera el cuidado de las almas de mi comitiva. Así que le seguí preguntando:

—Además de su muy loable deseo de cuidar de nuestro espíritu, ¿hay algo más que le haga querer desembarcar, padre?

—No he visto estas tierras, Excelencia —dijo sin dudar.

—¿Sólo curiosidad, pues?

—Curiosidad, intriga, sí... Son parajes que se mencionan frecuentemente en Europa, aludiendo a sus encantos, tanto terrenos como espirituales. Es un territorio que desconocemos y que nos queda muy lejos. He pensado que sería un pecado estar aquí y desaprovechar la oportunidad de verlo, ¿no creéis?

—Tenéis espíritu de aventurero, padre, de descubridor. Como Marco Polo o como mi compatriota Cristóbal Colón.

—Puede que algo de eso tenga, pero mi descubrimiento más precioso lo hice hace tiempo.

—¿Y puedo saber cuál es? —pregunté con sumo respeto.

—Por supuesto, Excelencia. Es Cristo, Nuestro Señor.

Me gustaba aquel hombre sencillo que por un momento me hizo sentir bien, en paz conmigo mismo, algo que sólo podría apreciar alguien que se sintiera sumido, como yo, en la soledad más absoluta desde el comienzo del viaje.

—Pues bien, haréis realidad vuestro deseo. No seré yo la causa de que «pequéis». Veréis las tierras míticas del Nuevo Mundo.

—Sois muy amable conmigo, Excelencia.

Y dicho esto, el capellán se despidió y abandonó mi camarote. Ni él ni yo sabíamos entonces que aquélla sería la última vez que nos veríamos y que había formulado su último deseo.

A la mañana siguiente el cuerpo sin vida del capellán apareció en la santabárbara del navío. Apretujada entre los barriles de pólvora, la gran humanidad del padre Valerón Velasco había tenido el mismo final siniestro que el cocinero y el médico, como si el diablo se estuviera cobrando una deuda personal con los asesinados. Su rostro reflejaba el pánico de los últimos momentos y, al igual que las dos víctimas anteriores, sus ojos habían sido obligados a abandonar las cuencas y la lengua le había sido cercenada. De nuevo el sello del diablo y un misterio tan oscuro como la misma muerte.

El pánico se extendió de nuevo por el barco. El padre Valerón Velasco había sido víctima del mismísimo Satanás, pues el que hasta entonces era considerado el asesino estaba enjaulado en la bodega y no podía ser el autor de aquella muerte.

El diablo había manifestado otra vez su presencia.

Capítulo 37

—¡Es imposible, mi guardia jamás se separó de su celda! ¡Mis hombres juran que pasó la noche en el calabozo! Entonces, ¿qué está sucediendo? ¿Acaso es capaz de traspasar los barrotes?.

El capitán Martínez no salía de su asombro.

Yo le había invitado a venir a mi camarote para comentar el suceso y para darle el mapa con la situación del templo de San Esteban, pues poco tiempo nos quedaba ya para desembarcar.

—Es más probable que sea inocente —afirmé sin vacilar.

—El monje que os acompaña dijo que era un brujo. Bien puede haberlo matado con algún sortilegio... —insistió Martínez, que prefería pensar en eso antes de darse cuenta de que el verdadero asesino campaba a sus anchas por el barco desde hacía muchos días.

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