Kilian suspiró. Apenas llevaba unos minutos en la isla y se sintió como si nunca se hubiera marchado. Los que hasta el día anterior no habían sido sino recuerdos con los que entretener y calmar sus noches de insomnio en Pasolobino resurgían ahora con la nitidez de una realidad que había echado demasiado de menos, sobre todo al principio. Le había costado semanas conseguir que su mundo natal dejara de resultarle indiferente. La selva tropical se había empeñado en extender sus lianas hábilmente por las cumbres nevadas, pero estas habían sabido defender y recuperar sus dominios con tesón. Poco a poco, la solidez e inmutabilidad de la roca había logrado imponerse a la flexibilidad y elasticidad de las enredaderas, obligándole a recordar y recuperar su sitio en Casa Rabaltué, y haciéndole comprender que, al igual que el paso de los siglos no había logrado minar la entereza de la casa, él nunca podría renunciar a la responsabilidad que suponía formar parte de ella. A medida que se reencontraba con las tareas en los mismos campos que habían trabajado sus antepasados y recorría los mismos caminos que otros, antes que él, habían trazado, su alma se había reconfortado y reconciliado con su pasado y su presente. Su padre ya no estaba, pero él sí, y su casa continuaba viva después de quinientos años. A esta tranquilidad existencial también había contribuido la fortaleza contagiosa de una Mariana que se ocupaba de todo como si el tiempo no pasara, como si Antón y Jacobo fueran a llegar en cualquier momento de Fernando Poo, como si Kilian no fuera a marcharse de nuevo dejándola con la única compañía de una débil Catalina que pasaba más tiempo en Casa Rabaltué que en la casa de su marido, intentando absorber algo de la energía de su madre para superar la muerte de su único hijo o simplemente para sobrevivir…
Respiró hondo y el olor de los cacaotales llenó sus pulmones. El hombre a quien el parlanchín Simón ponía al día de las últimas novedades no era el joven impresionable e inexperto que añoraba su tierra y que no distinguía un grano de cacao bueno de otro excelente. Sabía perfectamente qué vendría a continuación. La entrada a la finca. Las palmeras reales. El
wachimán
Yeremías y sus gallinas. El cacao tostado. Los amigos. Ella.
¿Seguiría siendo tan hermosa?
—¿Qué,
massa
? —Simón lo distrajo de sus pensamientos—. ¿Tenía ganas de regresar?
A Kilian le dio un vuelco el corazón cuando el vehículo enfiló por el camino de las palmeras reales. La respuesta se dibujó tan clara y rápidamente en su mente que primero se sorprendió y enseguida se sintió un poco culpable. Las pequeñas raicillas de las flexibles y elásticas trepadoras empezaban a agarrarse de nuevo a su ánimo.
—Creo que sí, Simón —respondió, con voz soñadora—. Creo que sí.
Kilian quiso asearse antes de subir a
Obsay
. Simón le había preparado la habitación de siempre. Colgó la americana en el armario y se dispuso a deshacer el equipaje. Minutos después, alguien llamó a la puerta y la abrió sin esperar respuesta.
—¡Veo que las vacaciones te han sentado muy bien! —Jacobo se le abalanzó y lo abrazó con fuerza. Se apartó para observarlo y aprobó lo que vio—. ¿Cómo va todo por casa? ¿Cómo has dejado a nuestras mujeres?
Kilian encontró a Jacobo tan rebosante de salud y risueño como hacía unos meses. Había ganado algo de peso, por lo que su cinturón ya no se ajustaba a la cintura.
—Están bien. ¿A que no sabes qué llevo en las maletas? ¡Comida y más comida! —Puso los ojos en blanco y Jacobo se rio—. Mamá se piensa que aquí no comemos…
Dio unas palmaditas a su hermano en el abdomen, se acercó al lavabo encastrado en un mueble de madera, vertió un poco de agua y preparó los útiles para afeitarse.
—¿Y tú? ¿Sigues de fiesta en fiesta con los amigos?
—Hago lo que puedo… Tengo suerte de que Dick y Pao vengan de Bata con cierta frecuencia, porque Mateo y Marcial cada día andan más ocupados con sus novias.
Jacobo se sentó y Kilian comenzó a enjabonarse la cara.
—¿Qué? ¿Has encontrado bien la finca?
—Lo poco que he podido ver me ha sorprendido. Todo está muy ordenado y limpio. Está claro que no me habéis echado de menos…
—¡Nadie es imprescindible, Kilian! —bromeó Jacobo—. La semana pasada nos visitó nada más y nada menos que el gobernador de la Región Ecuatorial Española. ¿Te lo puedes creer? ¡Tendrías que haber visto a Garuz! Lo avisaron pocos días antes y nos tuvo a todos arreglando la finca día y noche. Waldo estuvo un día entero encerando el Mercedes que iba a utilizar para recorrer Sampaka… —Kilian sonrió—. Su visita coincidió con la de unos periodistas de la revista La Actualidad Española que querían hacer un reportaje sobre nuestro cacao.
—En todo este tiempo he sabido muy poco de la isla. —Kilian recordó cuánto había echado de menos las noticias semanales de la Hoja del Lunes de Fernando Poo. Aparte de un diminuto anuncio sobre la presentación en Madrid de un libro sobre cacerías de elefantes y la proyección de dos películas, En las playas de Ureka y Balele, con motivo de unas conferencias, en la edición provincial del periódico
Nueva España
que leía en Pasolobino solo habían aparecido cuatro líneas sobre la resolución del Consejo de Ministros de marzo por la que los territorios de Guinea se dividían en dos provincias españolas: Fernando Poo y Río Muni.
—Yo también pensaba que fuera de aquí a nadie le podían interesar los asuntos cotidianos de Guinea, pero, según dijeron, ese artículo servirá para mostrar a muchos lectores españoles lo bien que se hacen las cosas en la colonia.
—Precisamente ahora… —dijo Kilian mientras buscaba una camisa blanca en la maleta—. En el avión he escuchado la conversación de unos hombres, creo que eran guardiaciviles…
—Están viniendo muchos. Claro, sueldo doble, seis meses de campaña y seis de permiso… No deben andar las cosas muy bien por España. El otro día dijo Garuz que, a pesar del nuevo plan económico que se supone atraerá empresas de fuera y creará empleo, muchos españoles emigran a Europa. ¡Menos mal que de momento aquí tenemos el sueldo asegurado!
—Comentaban que se avecinan nuevos tiempos, que las colonias tienen los días contados…
Jacobo sacudió una mano en el aire.
—El día que las colonias desaparezcan, esta gente está perdida. ¡Ni en sueños tendrían las fincas como las tienen ahora! Además, ¿qué sentido tendría haber creado las provincias si no se tuviera la certeza de que todo iba a seguir igual?
Kilian recordó la discusión del padre de Julia con un tal Gustavo en el casino y la tertulia aquel día de Año Nuevo en casa de Manuel en la que los presentes mostraron su preocupación por los sucesos acaecidos en otros países africanos. Ahora las colonias quedaban más atadas a España, así que la independencia era innecesaria. ¿No era eso lo que había dicho Emilio que temía su amigo Gustavo?
—No sé, Jacobo. El mundo está cambiando muy deprisa… —Aún resonaba en su cabeza el ruido de los motores del avión que se había deslizado por los aires a más de cuatrocientos kilómetros por hora. Un día antes todo era piedra y pizarra en la montaña y nuevas construcciones de pisos en la tierra baja; unas horas y varios aeropuertos de diferentes países africanos y estaba en la isla.
Jacobo hizo un gesto de asentimiento.
—¿Quién nos iba a decir que habría alcaldes negros en Bata y Santa Isabel y representantes en las Cortes, eh? Y morenos en las salas de cine… Hasta ellos se encuentran incómodos y extraños… Hombre, yo no digo las barbaridades que dicen algunos, pero reconozco que se me hace raro.
—¿Y qué dicen algunos? —Kilian terminó de abotonarse la camisa y se giró hacia el espejo.
—Pues dicen que… —Jacobo bajó la vista al suelo y titubeó— que… por mucho que ahora de repente sean españoles, siguen siendo unos monos.
Kilian lanzó una dura y larga mirada a la imagen de su hermano reflejada en el espejo. Jacobo tosió, un tanto avergonzado. Finalmente, Kilian respiró hondo y se giró.
—¿Qué tal los demás? —preguntó para cambiar de tema.
—Santiago se marchó definitivamente hace un par de meses… Dijo que ya estaba mayor para estos trotes. Y hay uno nuevo conmigo en Yakató.
—Mejor tú que Gregorio. ¿Y Julia y Manuel?
—Los veo poco. —Jacobo no tenía ninguna intención de dar más explicaciones sobre la familia feliz. Julia solo tenía ojos y tiempo para su pequeño Ismael—. ¿Alguna pregunta más?
—¿Qué tal ha comenzado la cosecha?
—Los secaderos funcionan a todo gas. ¡Has llegado justo a tiempo para la peor parte…! —Sí, hasta enero la vida en la finca sería frenética, pensó Kilian, pero a él le encantaba esa época. Pronto terminarían las lluvias y llegaría la seca y su calor sofocante. Se sentía fuerte y preparado para soportarlo—. Aunque tengo una buena noticia. El grano ya se remueve de manera automática, no hay que andar de aquí para allá con palas.
—Buena noticia, sí.
Se hizo un breve silencio. Kilian cogió una corbata y se la pasó alrededor del cuello. Jacobo, extrañado, se incorporó en la silla.
—¿Por qué te pones tan elegante? —preguntó.
—Voy a
Obsay
. Hoy es el bautizo del nieto de José.
—¿Y para ir a
Obsay
te arreglas tanto? —Frunció el ceño.
Kilian creyó interpretar la pregunta de otra manera: «¿Y para mezclarte con los negros te vistes así?». Terminó de hacerse el nudo de su corbata.
—Un bautizo es un bautizo, aquí y en cualquier otro sitio. ¿Quieres venir conmigo?
—Tengo mejores planes en la ciudad. —Jacobo se levantó y caminó hacia la puerta—. ¡Por cierto, casi se me olvida! Hay por ahí alguien que te ha echado mucho de menos. En cuanto se entere de que ya has llegado, si no vas a verla tú, vendrá a la finca. Supongo que esperará que le hayas traído algún regalo de España.
Sade…
Kilian resopló. ¿Cuánto hacía que no pensaba en ella? Hubiera comprendido que durante sus largas vacaciones Sade también se hubiera olvidado de él, pero las palabras de su hermano dejaban claro que no había sido así.
—Cada día está más guapa. —Jacobo chasqueó la lengua—. Porque eres mi hermano, que si no… —Interpretó la rápida mirada que le lanzó Kilian como una advertencia—. No te preocupes, hombre, que es broma. —Le guiñó un ojo—. Seguro que, después de tantos meses de abstinencia, la cogerás con gusto. A no ser que hayas conocido a alguna española que pueda competir con ella… —Lo miró de soslayo esperando una reacción que no llegó y se dio por vencido—. En fin, si has vuelto, es que ninguna te ha echado el lazo.
Kilian continuó callado. Prefería que su hermano creyera lo que le diera la gana con tal de no seguir con esa conversación. No tenía la menor intención de perder el tiempo hablándole de sus escasos e insípidos escarceos amorosos o especulando sobre un posible reencuentro con Sade que él no deseaba en absoluto. En esos momentos tenía algo infinitamente más urgente que hacer. Abrió el bote de gomina, cogió una pequeña cantidad con los dedos y se peinó el cabello hacia atrás. Se miró por última vez en el espejo y salió tras su hermano.
José estaba feliz de ver a su amigo de nuevo. O eso, o el vino de palma era el causante de los continuos abrazos que daba a Kilian.
La fiesta estaba en pleno apogeo cuando este llegó al patio de
Obsay
. Había mucha gente cantando y bailando al son de los tambores. Todos se habían vestido con sus mejores ropas: los hombres, con pantalón largo y camisa blanca, y las mujeres, con vestidos largos y tocados de llamativos colores, aunque alguna había optado por lucir un modelo europeo hasta la rodilla, entallado a la cintura. Kilian recordaba que solo se arreglaban así cuando iban a pasar la tarde por los paseos de Santa Isabel, pero esta vez habían preferido acompañar a Mosi, lo cual demostraba el aprecio que le tenían.
José lo abrazó de nuevo y bajó la voz:
—Te he echado de menos,
white man
.
—Yo también, Ösé, mi
frend
. —Kilian lo decía muy en serio, aunque no podía borrar la sonrisa de su cara—. ¡Siempre llego a punto para una de tus fiestas!
—En esta vida hay que celebrarlo todo. Hoy estamos aquí y mañana… ¡con los espíritus!
—¿Y dónde lo habéis bautizado? ¡No me digas que el padre Rafael ha subido hasta aquí, que no me lo creo! —Las cosas estaban cambiando, sí, pero Kilian estaba seguro de que el sacerdote continuaba con su tarea de guiar a sus feligreses por el buen camino, que no discurría precisamente paralelo al de sus costumbres y tradiciones.
—El padre Rafael ha celebrado una ceremonia muy completa y muy bonita, sí, en el poblado de Zaragoza. Hemos cumplido con lo que manda tu Iglesia. —Le guiñó un ojo—. Y no nos hemos quitado los zapatos hasta que hemos cruzado el patio principal.
Kilian soltó una sonora carcajada. Miró a su alrededor. Los gritos le llevaban palabras pronunciadas en bubi y en pichinglis. Seguía sin comprender el bubi, pero el dialecto de los nigerianos le resultaba tan claro como el suyo de Pasolobino. Varios hombres levantaron hacia él sus vasos en señal de bienvenida. Otros —entre los que se encontraban Waldo, Nelson y Ekon— se acercaron y lo saludaron con palmadas en la espalda. Como a Simón, a Waldo también lo encontró mayor, aunque su ancha frente seguía contrastando con la pequeñez del resto de sus facciones. Nelson había ganado peso, con lo cual su cara era aún más redonda y su papada más abultada. Y Ekon, que ya hablaba castellano con bastante fluidez, lucía alguna cana en su ensortijado cabello, aunque los hoyuelos que se marcaban en sus mejillas cuando sonreía conservaban su aire juvenil.
Una mujer bajita y regordeta que se presentó como Lialia, la mujer de Ekon, se acercó a su marido y lo empujó a bailar ante las risas de los demás. Kilian reprimió un gesto de sorpresa al darse cuenta de que era la primera vez que veía a la mujer que Ekon había compartido con Umaru. Un pensamiento fugaz le recordó aquellos terribles momentos, cuando lo golpeó salvajemente y él decidió vengarse. ¿Qué vida llevaría Umaru en su tierra? No era que le importase mucho; al fin y al cabo, de no ser por José, probablemente Umaru lo hubiera matado, pero por más tiempo que pasase, la penitencia por su comportamiento seguiría siendo la imposibilidad de olvidarse de él.
Waldo le ofreció un pequeño cuenco con licor y Kilian tomó un sorbo. El líquido ardió en su interior. La música de los tambores resonaba en su pecho, y los cantos agudos de las mujeres le resultaban tan familiares como si hubiera crecido con ellos. Aquello sí que era una verdadera celebración de la vida. No había agua bendita, ni cirios, ni óleos con los que ungir al recién nacido para librarle del pecado original e incorporarlo a la Santa Iglesia. Pero sí había sudor fresco, sangre caliente, músculos tensos y sonidos penetrantes con los que ensalzar la grandeza de la existencia.