—Él también lo pasó mal.
Julia puso el coche en marcha y un par de segundos después, el Volvo ascendía por la pista de tierra hacia la carretera principal.
Clarence observó el vehículo hasta que desapareció en la fría noche. ¿Debía entender la frase de Julia como una confirmación de sus sospechas? Lejos de sentirse reconfortada, una punzada de amargura tembló en su pecho. ¿Cómo que él también lo había pasado mal? Hizo un repaso mental a la vida de Jacobo desde que ella podía recordar y no encontró ninguna señal evidente de sufrimiento, a no ser que su mal genio fuera consecuencia de un pasado no cicatrizado.
En cuanto pasó Nochevieja, Clarence decidió que no debía esperar ni un solo día más para hablar con Daniela. Después del largo interludio desde su regreso de Bioko hasta la llegada de Laha, ahora las cosas iban demasiado deprisa. Las señales eran más que obvias. Daniela se sonrojaba cada vez que sus manos se chocaban por casualidad con las de Laha y él sonreía con la facilidad de un tonto enamorado. Era imposible que el resto de la familia no se percatara. Y ese brillo en los ojos de Daniela… Era la primera vez que lo percibía en su prima.
Miró su reloj. Era casi la hora de la cena y no había nadie en casa. Carmen había conseguido convencer a Kilian para que los acompañase a ella, a Jacobo y a unos vecinos a tomar un chocolate caliente. Laha y Daniela se habían ido de compras. No había forma de tener un rato a solas con su prima. En cuanto todos se retirasen a dormir, decidió, se colaría en su habitación y le contaría su descubrimiento.
Con cierta pereza se dispuso a preparar algo de cena. Carmen enseguida resolvía esos asuntos con diligencia, ya fueran dos o dieciséis los comensales. A Clarence le costaba mucho esfuerzo siquiera pensar por dónde comenzar. Solo se le ocurrían cosas básicas como una ensalada y una tortilla de patata. Cogió la cesta, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a pelar los tubérculos. La casa estaba en silencio. Oyó voces que provenían de la calle. Serían turistas. Las voces aumentaron de volumen y distinguió la voz fuerte de Jacobo:
—¡Abre la puerta, Clarence!
Clarence se asomó a la ventana. Abajo, Kilian y Jacobo portaban a su madre casi en volandas. Corrió al patio y abrió la gruesa puerta para que entraran. En el rostro de Carmen se reflejaba el dolor. Un hilillo de sangre le nacía en la frente y se deslizaba por la sien hasta la mejilla.
—¿Qué ha pasado? —gritó Clarence, nerviosa.
—Se ha resbalado en una plancha de hielo —respondió su padre jadeando por el esfuerzo de subir la escalera con el peso de su mujer—. ¡Si es que no mira por dónde va!
Carmen soltó un quejido. Entre lamentos y comentarios alterados la sentaron por fin en un sillón frente al fuego. Clarence no sabía qué hacer. Maldijo la ausencia de Daniela. Ella sabría por dónde empezar. Fue a buscar gasas para taponar la herida, que cada vez sangraba más.
—¿Dónde te duele, Carmen? —preguntó Kilian.
Con los ojos cerrados, su cuñada respondió:
—Todo… La cabeza… El tobillo… El brazo… Sobre todo el brazo… —Intentó moverse y su rostro se contrajo.
—¿Se puede saber dónde está Daniela? —bramó Jacobo.
—Ha salido con Laha —respondió Clarence—. No creo que tarde.
—¡Es que ya no existe en esta casa otra cosa que no sea ese Laha!
—¡Papá!
—Habrá que llamar al médico —dijo Kilian con calma.
Oyeron risas y la puerta trasera de la cocina, la que daba a los huertos, se abrió. Daniela entró seguida de Laha y se detuvo en seco al darse cuenta de la situación. Rápidamente se puso manos a la obra. Con gestos tranquilos y seguros y frases cariñosas limpió la herida, palpó el cuerpo de su tía y emitió su diagnóstico:
—Se ha roto el brazo. No es grave. Eso sí, hay que bajarla al hospital de Barmón. Le pondré una venda para que el viaje no le resulte muy penoso, pero cuanto antes os marchéis, mejor.
Clarence se apresuró en organizar sus cosas y las de sus padres. Laha cogió a Carmen en brazos y la llevó hasta el coche. La despedida entre unos y otros fue rápida, aunque Clarence aprovechó el abrazo de su prima para susurrarle:
—Tengo algo importante que decirte. Tiene que ver con Laha.
Daniela frunció el ceño. ¿No había tenido tiempo todos esos meses como para elegir el momento menos oportuno?
—¿Nos vamos ya o qué? —gritó Jacobo, impaciente, a través de la ventanilla de su Renault Laguna plateado.
Daniela abrió la puerta del coche para que Clarence entrara.
—¿Es Laha a quien has estado echando de menos todos estos meses? —preguntó en voz muy baja con el corazón en un puño.
—¿Cómo? —Clarence parpadeó. Le costó unos segundos comprender lo equivocada que estaba Daniela. ¡Creía que estaba enamorada de Laha!—. Eh, no, no. No es eso.
Daniela reprimió un suspiro de alivio.
—Entonces, todo lo demás puede esperar.
Daniela preparó una rápida y ligera cena para los tres. Laha le preguntó cosas a Kilian sobre el valle, que este adornó con numerosas y divertidas anécdotas de tiempos pasados que su hija no escuchaba desde su infancia. Después de la cena, se sentaron junto al fuego esperando la llamada de Clarence que no llegaba. A Kilian se le cerraban los ojos.
—Vete a la cama, papá —le dijo Daniela—. Si hay algo importante yo te avisaré.
Kilian accedió. Dio un beso de buenas noches a su hija y palmeó el hombro de Laha.
—Disfrutad del fuego.
Daniela sonrió. Esa era una frase típica en su casa cuando uno se iba a dormir y los demás apuraban la velada en compañía de las llamas y las gruesas brasas. En esos momentos, su padre no podía ser consciente del doble significado de sus palabras. Se levantó y fue a buscar dos copitas en las que vertió vino rancio.
—Esta bebida solo se sirve en ocasiones especiales —susurró.
La casa era muy grande y la habitación de Kilian estaba en la parte más alejada. No podría oírles a menos que hablaran a gritos, pero la voz baja camuflaba el pudor que le producía saber que, en menos de dos minutos, estaría en los brazos de Laha bajo el mismo techo que su padre.
—Se guarda en una pequeña cuba donde reside la misma madre desde hace decenas de años. Apenas se consiguen unos pocos litros cada año.
—¿Y cómo de especial es esta ocasión? —Laha humedeció los labios con el líquido y un sabor dulzón e intenso parecido al del coñac se pegó a ellos.
—Ya lo verás.
El teléfono sonó y Daniela corrió a contestar. Al cabo de unos minutos, Laha escuchó pasos por la escalera que conducía al piso superior. Cuando Daniela regresó, el último tronco de fresno se acababa de partir sobre una cama de ascuas lamidas por minúsculas y parpadeantes lenguas de fuego.
—Carmen tendrá que ir escayolada tres semanas, así que se quedarán en Barmón. Clarence subirá a por sus cosas.
—Siento no poder despedirme de tus tíos.
—Bueno, espero que los vuelvas a ver. —Hizo una breve pausa antes de preguntar—: ¿Te gustaría?
—Sí, porque eso significaría volver a verte a ti.
Daniela rellenó las copas. Iba a sentarse de nuevo en el sillón al lado de Laha, pero este la sujetó por la muñeca y la atrajo hacia sí para que se sentara en sus rodillas.
Laha tomó un sorbo de vino y miró a Daniela con ojos de deseo. Ella se inclinó sobre él y bebió de sus labios. Succionó con lentitud y repasó con la punta de la lengua el contorno de su boca para no perderse ni una gota de ese sabor fuerte, aunque dulce y levemente afrutado. Laha entrecerró los párpados y su garganta emitió un ronroneo de placer al sentir el calor de las manos de Daniela por su cara, por su pelo, por su nuca. Apoyó una mano en la cadera de ella para sujetarla con más fuerza, metió la otra por debajo de su jersey y comenzó a masajearle el vientre con suaves movimientos ascendentes hasta que llegó al pecho. Daniela se separó unos centímetros y lo miró expectante. Cuando él comenzó a acariciarla lentamente con movimientos circulares, primero un pecho, después el otro, se mordió el labio inferior y su respiración se aceleró. Laha clavó la mirada en su rostro. Sus mejillas de porcelana estaban teñidas de un rosa intenso. Sus enormes ojos lo miraban con una mezcla de deseo, ilusión y seguridad. En condiciones normales, la mirada de la joven era capaz de perturbar a cualquiera. En esos momentos, una fuerza misteriosa surgía de las profundidades de aquellas fuentes de luz para atraerlo como a un indefenso insecto. Solo quería revolotear eternamente alrededor de aquellos focos, disfrutar del desafío y la tentación antes de rendirse a una muerte certera…
Pocos minutos después, en la habitación de invitados, Daniela contemplaba con atención el torso desnudo de Laha. Había una gran diferencia entre los jóvenes con los que había tonteado y ese hombre hecho y derecho con quien pensaba pasar el resto de su vida. Lo tenía claro aun sin haberse acostado con él. Mucho tendrían que torcerse las cosas para cambiar de opinión. Laha se acercó hasta pegar su cuerpo al de Daniela y no fueron necesarias más palabras. No hubo nervios, ni risas incómodas, ni pausas superfluas, ni pensamientos confusos. Sus manos sabían lo que querían sentir. Sus labios y sus lenguas no ignoraban cómo calmar la avidez por recorrer todos los centímetros de sus pieles. Bastaba mirarse a los ojos cada vez que sus caras se encontraban frente a frente para asegurarse de que uno percibía la misma íntima voracidad que el otro.
Laha tenía que hacer verdaderos esfuerzos por retrasar el momento de introducirse en ella. Quería disfrutar de cada segundo de exploración. No era ningún niño; sabía perfectamente las partes del ritual amoroso. Pero eso no era un ritual preparado y preciso. Era la celebración suprema de todos los sentidos. Había viajado por medio mundo, había dormido con muchas mujeres, pero nunca había disfrutado como lo estaba haciendo con esa joven a quien acababa de encontrar en un punto perdido de las montañas más frías que había conocido. Si en algún momento había temido que la diferencia de edad fuera un obstáculo, ya tenía claro que se había equivocado por completo. Su cuerpo ya no le pertenecería nunca más. Ya no podría sentir nada lejos de las caricias de ella. De eso estaba seguro.
Daniela se movió bajo él. Estaba más que preparada para recibirlo. Si no entraba en ella pronto se pondría a gritar, aunque despertase a medio pueblo. Laha se situó entre sus piernas y con toda la dulzura de la que fue capaz comenzó a acoplarse mientras le acariciaba el pelo con las manos. Daniela gimió y se arqueó para acelerar la anhelada invasión de su cuerpo. Necesitaba sentirlo en lo más profundo de su ser, mecerse con él, fundirse en esa unión completa, explotar a la vez que él para liberarse del insoportable y gozoso delirio que los había poseído de manera implacable e indescifrable.
Laha se tumbó de espaldas con el corazón latiéndole a una velocidad vertiginosa y la respiración entrecortada. A su lado, Daniela permaneció un buen rato con los ojos cerrados hasta que se giró hacia él y apoyó una mano en su pecho. Laha la acomodó entre sus brazos.
—No me había pasado esto nunca —dijo él con voz queda—. Ha sido como si…
Prefirió no terminar la frase en voz alta.
Pero ella sí lo hizo, antes de sumergirse en un profundo sueño:
—… Como si alguien nos manejara a su antojo, ¿verdad?
Clarence regresó dos días más tarde. Las vacaciones llegaban a su fin y se le iba a juntar la convalecencia de su madre con el comienzo de las clases, así que tardaría en regresar a Pasolobino. Y, encima, no había hecho ningún progreso en la confesión del asunto de Laha. Por una cosa u otra nunca era el momento oportuno. A su padre solo le faltaría escuchar una acusación semejante por parte de su hija, cuando ya se le hacía difícil atender a su mujer en el piso de Barmón. En cuanto a Daniela, no iba a esperar ni un minuto más: en el mismo instante en que Laha subiera al autobús se lo contaría todo.
Clarence observó que la tranquila, cómoda y afectuosa despedida entre los sonrientes Laha y Daniela en la parada de Cerbeán no se parecía en nada a su complicada despedida de Iniko en Bioko. ¿Quería eso decir que Daniela y Laha no tenían intención de separarse de forma definitiva?
Cuando le llegó el turno, Laha la abrazó con fuerza.
—Querida Clarence. ¡Gracias por todo! ¡He pasado unos días maravillosos!
Clarence sintió un súbito arrebato de sinceridad y no pudo evitar contestarle:
—¡Ay, Laha! Hace unos meses ni tú, ni Bisila ni Iniko existíais para mí. ¡Ahora es como si nos conociéramos de toda la vida! ¡Como si nuestras vidas se empeñaran en entrelazarse!
—¿Quieres decir —le susurró él al oído, en tono bromista— que tienes la extraña sensación de que no se puede luchar contra los espíritus?
Clarence aflojó el abrazo dando un respingo y se apartó. Laha depositó un rápido beso en la mejilla de Daniela y subió al autobús. Daniela no dejó de sacudir la mano en el aire hasta que el vehículo se perdió de vista.
—Y ahora tú y yo nos tomaremos una cerveza —dijo Clarence. Aquello era una orden más que una sugerencia—. ¿Cuánto hace que no tenemos un rato a solas?
Cuando acabó de contar su versión de los hechos —ocultando su especial relación con Iniko—, Clarence bajó la vista y resopló. En algunos puntos de su narración, a Daniela se le habían inundado los ojos de lágrimas que en ningún momento permitió que rodaran por sus mejillas. Su prima escuchó atentamente, frunció los labios, arqueó las cejas, apoyó la barbilla en las manos, arrancó la etiqueta de la botella y la desmenuzó en miles de pedacitos, pero no dijo absolutamente nada.
—Hasta la nota que encontré tiene ahora más sentido que nunca —terminó Clarence—. Decía: «El uno trabajando y el otro aprovechando los estudios». Está claro. Los dos hermanos, Iniko y Laha. —Se encendió un cigarrillo. Las manos le temblaban—. Lo único que no acabo de entender es qué tiene que ver la relación del Dimas de Ureka con Manuel en todo esto… ¿Y bien? ¿No tienes nada que decir?
—¿Y qué podría decir? —respondió Daniela, todavía aturdida—. Tú misma me acabas de asegurar que no tienes pruebas concluyentes, aparte de la coincidencia de nombres y otros detalles…
Repasaron una vez más todas las fechas y todos los datos, pero siempre llegaban al mismo punto. Era muy probable que Laha y Clarence fueran hermanos, pero no tenían la certeza absoluta que solo Jacobo podía confirmar.
«Y aunque fuera cierto —pensó Daniela—, no cambiaría en nada lo que siento por él.»