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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (52 page)

Recordó como había registrado la casa de su madre en busca de algún recuerdo o de alguna pista. Su única y frágil recompensa había sido el fragmento de la foto borrosa de un hombre blanco apoyado en un camión, junto a las escasas imágenes de la juventud de Bisila. Ella nunca descubrió que él había apartado esa foto de las demás el tiempo justo para hacer una copia que, desde entonces, llevaba siempre en la cartera. Era una tontería, pero durante mucho tiempo había elevado a ese hombre sin rostro a la condición de padre posible.

Con el paso de los años, había logrado aceptar que la historia de su madre no difería de la de Mamá Sade y de la de tantas otras, y que su padre los había abandonado sin miramientos ni cargo de conciencia. No era ni el primero ni él último, lo cual no suponía ningún consuelo, pero sí reducía a la nada el interés por su identidad. ¿Para qué buscar o conocer a quien no le importaba su propio hijo? Laha se había olvidado de él y de todo lo que pudiera tener que ver con él, y había continuado con su vida felizmente…

… hasta que Clarence apareció en su vida.

Miró el reloj. Llevaba dos horas en el autobús, que en ese momento cogió un desvío y dejó la tierra llana en dirección a las montañas. De los campos llenos de surcos que se asemejaban a la tela de pana, donde las cepas se encogían por el frío, pasó casi sin aviso a una zona intermedia de suaves colinas, algún pantano y poblaciones cada vez más pequeñas. Poco a poco, la arquitectura iba cambiando. En lugar de grandes edificios de pisos, veía casas de ladrillo de no más de tres o cuatro alturas, algunas viejas, otras muy nuevas, y otras con la grúa preparada para intervenir. Tuvo la impresión de que todos esos sitios llevaban años en plena transformación: mostraban el aspecto risueño de los lugares pequeños que han deseado durante siglos la llegada de la civilización, con todas sus consecuencias.

Sin embargo, cuando el autobús emprendió la marcha hacia la última parte del viaje, el corazón de Laha se encogió. La carretera se estrechó tanto que tuvo la sensación de que no había espacio entre el precipicio sobre el río y la montaña a su derecha para que cupiese el vehículo. Durante cuarenta minutos, el autobús luchó contra las cerradas curvas ganadas a la roca del estrecho cañón antes de encontrar un respiro. Entonces, el paisaje cambió y los pueblos que vio por la ventanilla también.

¿Qué demonios había sacado a unos hombres de allí y los había enviado a un lugar tan diferente como Guinea Ecuatorial? ¿Había sido solo la necesidad o también esa tenue sensación de asfixia y oclusión que las cumbres imprimían en el ánimo?

El valle donde estaba ubicado Pasolobino estaba rodeado por enormes y abruptas montañas de bases cubiertas de prados y bosques y crestas rocosas que competían por llegar al cielo. Las pequeñas aldeas diseminadas por las faldas y las laderas de las montañas ofrecían una doble lectura: las oscuras casas de piedra, con empinados tejados de pizarra y recias chimeneas, se mezclaban con edificios de nueva construcción, también de piedra y pizarra, pero sin el sabor de lo viejo.

Cuando ya parecía que no había más montaña en la que adentrarse, el autobús se detuvo en una población llamada Cerbeán, más grande que las que había dejado atrás, y Laha llegó, por fin, a su destino la víspera de Navidad, una tarde en que nevaba todo lo que un cielo puede nevar. Caían copos del grosor de las avellanas después de un día en que la paz y la quietud habían preludiado la nieve.

Una mujer enfundada en un anorak, con gorro de lana, guantes, bufanda y unas botas altas de gruesa suela de goma agitaba la mano para llamar su atención. Su rostro, la única parte visible de su cuerpo, mostraba una sonrisa inconfundible. Sintió una alegría especial al reconocer a su amiga y tuvo la seguridad de que iban a ser unas vacaciones inolvidables.

Clarence pensó que Laha estaba estupendo. Llevaba un abrigo de lana oscura, una bufanda y unos botines marrones de piel que le daban un aspecto de hombre de ciudad. Se dieron un cariñoso abrazo que ella mantuvo unos instantes de más pensando que eran otros brazos los que la rodeaban.

«No —se dijo—. Iniko era más grande.»

—No sabes cuánto me alegro de verte. —Clarence se separó de él y le dedicó otra sonrisa—. ¡Espero que lleves bien lo de la nieve! Si uno no está acostumbrado, puede resultar un poco molesta.

—En Bioko no para de llover durante seis meses al año. —Laha le devolvió la sonrisa—. ¡Creo que podré resistir algo de nieve!

Clarence condujo tras la huella abierta por la máquina quitanieves sobre la estrecha, ascendente, nevada y serpenteante carretera desde la que se divisaba el peculiar contorno ovalado de Cerbeán. Aprovecharon el recorrido en coche hasta Casa Rabaltué para ponerse al día.

—¿Qué tal tu hermano? —preguntó ella de la forma más casual que pudo. Se sentía incapaz de pronunciar su nombre.

—Iniko sigue con su rutina diaria, su trabajo, sus hijos, sus reuniones… —repuso Laha—. Cuando te marchaste volvió a su estado taciturno. Ya sabes que no es muy hablador.

«Conmigo era muy hablador —pensó ella—. Y se reía mucho.»

—Me envía muchos recuerdos para ti.

A medida que se aproximaban a su destino, Clarence empezó a ponerse nerviosa. Había hablado a su familia de Laha y de las demás personas que había conocido en Guinea, pero no sabían que él era el invitado de las fiestas navideñas. ¿Cómo reaccionarían?

—Ya casi estamos llegando… —anunció con voz aguda—. ¡Prepárate para no moverte de la mesa hasta mañana por la tarde! Y te daré un consejo básico: dudar cuando mi madre te ofrece más comida equivale a decir que quieres más.

Dentro de Casa Rabaltué, Carmen abría y cerraba la puerta del horno continuamente, esperando esa pequeña variación que le indicase que el asado estaba listo entonces y no un minuto antes. Que Clarence hubiera invitado a un amigo a pasar las navidades con ellos era algo absolutamente novedoso y ella tenía el firme propósito de, además de someterlo a un riguroso examen, causarle una buena impresión, empezando por sus habilidades culinarias.

Kilian había estado intranquilo todo el día, como si algo extraño fuera a suceder. En un principio lo había achacado a esa inquietante sensación de quietud interior que percibía poco antes de una gran nevada o de un tornado, pero esa tarde sentía algo diferente, más intenso y difícil de explicar, como si una corriente de aire silenciosa pero vibrante lo atravesase por dentro en forma de ráfagas intermitentes que le provocaban escalofríos.

Miró a Jacobo, que mostraba un entusiasmo inusual por el discurso de Nochebuena del rey en la televisión. Todavía no se habían atrevido a comentar a solas las novedades que Clarence les había traído de Guinea, pero Kilian sabía que en la cabeza de su hermano los recuerdos tenían que hervir como en la suya. Habían pasado tantos años actuando como si nada de aquello hubiera sucedido que ninguno quería arriesgarse a romper su pacto de silencio. ¿Y si estuvieran a punto de enfrentarse a su pasado? Jacobo tenía por fuerza que ser tan consciente como él de que Clarence sospechaba algo. ¿Cuánto sabría? ¿Le habría contado algo Bisila?

Jacobo se giró y su mirada se encontró con la de Kilian. Frunció el ceño. ¿Por qué estaba tan extraño? ¡No era su hija la que había elegido esas fechas para presentar a su amigo especial! Le hacía gracia la expresión. Como si los padres fueran tan tontos que no supieran el significado de la palabra
especial
delante de la palabra
amigo
. Carmen estaba muy ilusionada, porque si Clarence lo había invitado a conocer a la familia, eso quería decir que la relación iba en serio y requería una presentación oficial. A diferencia de su mujer, él había tenido sentimientos encontrados ante la noticia. Por un lado, le daba pereza tener que esforzarse en causar una buena impresión a un extraño que podía o no acabar formando parte de la familia. Por otro lado, la proximidad temporal de una nueva generación en la casa le hacía sentir más viejo de lo que ya era y eso no le gustaba nada. Suspiró. En fin, era ley de vida y se alegraba por su hija, a quien quería más que a nadie en el mundo. Se prometió causarle una buena impresión al joven.

—¡Familia! —La puerta se abrió de golpe y entró Clarence—. ¡Ya estamos aquí!

Antes de que los otros pudieran responder soltó:

—Os presento a Fernando Laha, pero todo el mundo le llama Laha, pronunciado con
x
y tono grave… —Soltó una risita, se hizo a un lado, tragó saliva, nerviosa, y se concentró en estudiar las reacciones de los otros, sobre todo las de su padre y su tío.

Los demás dejaron de hacer lo que estaban haciendo para dar la bienvenida a ese hombre alto y atractivo que les ofrecía una franca y formidable sonrisa y que, a pesar de estar en una casa extraña, transmitía seguridad y confianza en sí mismo.

Carmen frunció los labios en un silbido mudo de sorpresa. Jacobo apartó la vista de la televisión y se levantó de un salto, como si hubiera visto un fantasma. Kilian permaneció inmóvil, observándolo con mucho detenimiento, y se le empañaron los ojos. A Daniela se le cayó la caja de estrellitas doradas con las que estaba adornando el mantel de la mesa. Las estrellitas se desparramaron y convirtieron el suelo en un cielo fugaz. Se apresuró a recogerlas mientras se sonrojaba por su torpeza.

Carmen fue la primera en saludarlo. Laha le entregó una caja de bombones.

—Hay una tienda en Madrid —dijo en tono cómplice— que se llama
Cacao Sampaka
. No tiene nada que ver con la finca, pero me han dicho que tiene los mejores bombones del mundo. Pensé que sería una buena ocasión para comprobarlo.

Carmen le dio las gracias mientras por el rabillo del ojo observaba el rostro de su marido palidecer por momentos.

Jacobo acababa de apartar mentalmente de un manotazo sus buenas intenciones de unos minutos antes. ¿Fernando Laha? ¿Uno de los hijos de Bisila? ¿Esa era la persona de la que se había enamorado su hija? No era posible. ¡Por todos los santos! ¡Si Carmen supiera…! Maldijo por lo bajo la mala suerte que había puesto en contacto a su hija con las únicas personas de toda la isla que no debería haber conocido. ¿Sabría él lo que había sucedido con su madre…? Kilian y él habían conseguido vivir con ello. Todo olvidado. Entonces, ¿cómo era posible que percibiera en los ojos de su hermano un brillo de expectación, incluso de ilusión? A no ser que Kilian supiera de la existencia de ese joven… ¿Y no le había dicho nada? A su mente acudieron las palabras de un fragmento de carta que había leído hacía muchos años, mientras buscaba una escritura en el armario del salón. Entonces no les había dado mayor importancia; ahora cobraban un nuevo significado. ¿Clarence y Laha, juntos? Presa de una gran confusión, Jacobo sacudió la cabeza. No sabía todavía cómo, pero ya se encargaría él de evitar que su hija se involucrara demasiado con ese hombre.

Laha se acercó para saludarle. Jacobo apenas murmuró algo al estrecharle fríamente la mano. Carmen se acercó a su hija.

—Es un hombre muy guapo, Clarence —susurró con cuidado de que nadie más la oyera—, pero deberías habernos advertido de sus características
especiales
. ¿Has visto la cara de tu padre?

Clarence no respondió porque ahora estaba concentrada en el saludo entre Kilian y Laha. Su tío sostuvo la mano del hombre afectuosamente entre sus enormes manos durante varios segundos, como si quisiera asegurarse de que era real, y no dejó de mirarle a los ojos. ¡Tantos años preguntándose por su aspecto y ahora tenía la respuesta ante él! Su presentimiento había resultado cierto. Todo estaba empezando a encajar. Oyó que Jacobo murmuraba algo por lo bajo.

Kilian soltó la mano de Laha y se acercó a su hermano mientras Clarence presentaba a Daniela, quien pareció sopesar durante unas décimas de segundo la manera más adecuada de saludar al joven. Finalmente extendió la mano, que Laha estrechó justo cuando ella se ponía de puntillas para darle dos besos. La escena terminó en risas.

Carmen intervino para anunciar que la cena estaría lista en unos minutos. Clarence acompañó a Laha a la habitación de invitados para que deshiciera el equipaje. Cuando al poco tiempo entró en el comedor, Clarence acababa de dejar la caja de bombones en el centro de la mesa preciosamente adornada por Daniela. El nombre de Sampaka escrito con letras doradas les acompañaría en todo momento, no solo durante la cena, sino también a lo largo de toda la velada —desplazando por primera vez en esa casa a los turrones— hasta que se retiraran a dormir, llevándose algunos, a la imposible tranquilidad de su dormitorio, los atronadores ecos de las palabras que hubieran deseado ser pronunciadas.

Todos coincidieron en que Carmen se había esmerado muchísimo en preparar una cena inolvidable. De primero ofreció sopa de fiesta, con tapioca y caldo cocinado durante horas a fuego lento; de segundo preparó huevos rellenos de
foie
sobre virutas de jabugo, acompañados de langostinos y habitas tiernas; de tercero, los sorprendió con el mejor asado de cordero acompañado de patatas panaderas que habían comido en años; y, de postre, consiguió que la isla de clara de huevo batida flotase perfecta sobre el lago de natillas caseras.

Con el estómago lleno y el buen vino corriendo por las venas, la sorpresa y la ligera tirantez inicial del momento de las presentaciones se habían relajado bastante.

—Clarence nos contó muchas cosas de su viaje a Guinea —dijo Kilian, reclinándose en la silla.

Ese gesto indicaba que, después de las conversaciones superficiales que tenían lugar durante la comida o la cena, se pasaba a los temas más serios, que comenzaban inmediatamente después de los postres.

—Fue muy agradable para nosotros —hizo un gesto hacia su hermano— tener noticias de primera mano después de tantos años. Sin embargo, puesto que estás aquí, me gustaría que nos contases tú cómo van las cosas por allá.

Kilian le había causado una grata impresión a Laha. Debía de tener más de setenta años, pero la energía no lo había abandonado y parecía más joven. Gesticulaba con pasión cuando daba su opinión y su risa era siempre franca y oportuna. Jacobo se le parecía mucho físicamente, pero había algo en su mirada que lo desconcertaba. No era exactamente por esa mácula, como una gruesa telaraña, que cubría parcialmente su ojo izquierdo, sino porque no lo miraba de frente. Jacobo era amable, pero lo justo. Se mantenía al margen de la conversación, como si no le interesase lo más mínimo.

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