Bisila se acercaba casi cada día al edificio principal de la finca, donde se alojaban los extranjeros. Llegaba hasta la escalera exterior, posaba su mano sobre la barandilla, colocaba un pie en el primer peldaño y luchaba para vencer el impulso de subir corriendo hasta la habitación de Kilian para comprobar si ya había regresado. El corazón le palpitaba acelerado y las rodillas le flaqueaban. Escuchaba con atención las voces de los europeos, intentando distinguir el tono grave de la voz de Kilian, pero no, no era su voz, tal vez la de su hermano, pero no la de Kilian.
Así comenzó el año y terminó una nueva cosecha de cacao.
En la isla, el tiempo era excesivamente cálido; tan solo una débil brisa conseguía mitigar el bochorno que ralentizaba la respiración. En el Pirineo, el tiempo era excesivamente frío; el viento del norte arrastraba la nieve de un lugar a otro como si fuesen granos de arena en un desierto helado.
En la finca Sampaka de Fernando Poo comenzaba el movimiento de los trabajadores, que se disponían a preparar los terrenos para el cultivo, hacer leña para los secaderos, arreglar los caminos y comenzar la poda.
En Pasolobino, a Kilian se le caía la casa encima. Nevaba y nevaba y cuando dejaba de nevar, comenzaba a rugir el viento. No se podía salir al campo. No se podía hacer nada. Las horas se le hacían eternas al lado del fuego escuchando los suspiros de su madre, esperando el fatal desenlace de Catalina, consolando a un cuñado al que apenas conocía, y repitiendo una y otra vez las mismas conversaciones con los vecinos sobre la riqueza que la futura estación de esquí traería al valle.
Necesitaba moverse, emplearse en algo. Pero ni siquiera podía dedicarse a hacer arreglos dentro de la casa; no cuando su hermana agonizaba, no era correcto. Ella misma había expresado su deseo de morir en su casa natal, así que esta debía mostrarle respeto con su silencio.
Con los ojos fijos en las llamas del fuego, Kilian resistía el lento golpear del reloj recordando sus momentos con Bisila. Ella se moriría si tuviese que soportar semanas y semanas de frío y nieve. Su cuerpo estaba hecho para el calor.
Kilian echaba de menos el fuego del cuerpo de Bisila. ¿Cómo podría ya pensar en una vida sin sus llamas?
Catalina fue enterrada en medio de las terribles heladas de finales de febrero. El frío aceleró el ritual de la primera misa en Pasolobino que Kilian no escuchó en latín y el posterior entierro.
La rapidez con la que sucedió todo —desde que cerraron la tapa del ataúd hasta que las palas dieron sus últimos golpes sobre la tierra apretada— reavivó en Kilian la sensación de urgencia. Todos los vecinos querían volver a casa y él quería volver a Fernando Poo, pero aún tendría que acompañar a su madre en el duelo.
¿Cuánto más tendría que esperar?
A finales de abril, las lluvias llegaron puntuales a la isla.
Bisila estaba cansada. Llevaba muchas horas en el hospital. En esas fechas aumentaba el número de accidentes y cortes de machete. El trabajo en la finca era más peligroso que en los secaderos, y la lluvia también propiciaba el aumento de enfermedades pulmonares. Necesitaba despejarse un poco, así que decidió dar un paseo.
De nada servía engañarse: sus pasos siempre la guiaban en la misma dirección. Se acercó de nuevo al edificio principal de paredes encaladas y ventanas pintadas de verde. Era sábado por la noche, muy tarde, y el patio estaba desierto. No quería hacerse ilusiones una vez más, pero no perdía nada por intentarlo. Hacía cinco meses que no lo veía, que no escuchaba su voz, que no sentía sus manos sobre su piel. De una manera forzadamente casual había preguntado a su padre si tenía noticias de Kilian a través de Jacobo, y así supo de la muerte de su hermana y de su intención de quedarse más tiempo en Pasolobino. ¿Cuánto más tendría que esperar? Temía que cuanto más tardase en regresar, más probabilidades existirían de que se acostumbrase a su vida anterior y aprendiera a vivir sin la isla y sin ella.
A veces tenía la odiosa sensación de que todo había sido un sueño… Ella sabía que no era ni la primera ni la última nativa que se juntaba con un extranjero y luego el extranjero se marchaba y no volvía y la mujer seguía con su vida.
Sin embargo, Kilian le había prometido que volvería. Le había dicho que siempre estarían juntos. Ella solo podía confiar en sus palabras. Ahora él era su verdadero marido y no Mosi, ante quien le costaba cada vez más representar el papel de esposa. Mosi era un cuerpo con el que se acostaba todas las noches; Kilian era su verdadero esposo, el dueño de su corazón y de su alma.
Se apoyó en el muro que bordeaba la finca para poder observar mejor la vivienda de los empleados. Cerró los ojos e imaginó el momento en que la puerta de la sencilla habitación en la que ambos habían gozado de los momentos más intensos de sus vidas se abriría y Kilian saldría al pasillo exterior, con sus anchos pantalones de lino beis y su camiseta blanca. Entonces, respiraría hondo, se encendería un cigarrillo, se apoyaría en la barandilla de la galería, deslizaría su mirada por los alrededores, primero hacia la entrada de las palmeras reales y luego hacia el muro que bordeaba la finca, y se encontraría con la mirada de ella, observándolo desde abajo, sonriéndole para decirle que allí estaba, esperándole como le había prometido, su esposa negra, su esposa bubi; la mujer que él había elegido entre todas las blancas, las de su pueblo, las de su valle, las de su país; la mujer que él había elegido entre todas las negras, las de Bata, las de Santa Isabel, las de la finca; la mujer que él había elegido libremente, a pesar del color de su piel, de sus costumbres, tradiciones y creencias. Sus miradas confirmarían que no eran un blanco y una negra reconociéndose a unos metros de distancia, no: siempre serían Kilian de Pasolobino y Bisila de Bissappoo.
El ruido del motor de un vehículo la llevó de regreso a la realidad de la noche y la débil lluvia. A la vez, la luz mortecina de las farolas exteriores tembló antes de extinguirse y la oscuridad se apoderó del patio.
Se cubrió la cabeza con un pañuelo y emprendió el camino de regreso al hospital, aprovechando la iluminación transitoria de los faros de la furgoneta para recorrer la primera parte del trayecto hasta el porche de columnas. No era una mujer miedosa, pero, a esas horas, el amplio patio, vacío y oscuro imponía respeto. Prefirió ir pegada a la pared de los edificios.
La
picú
casi la atropelló.
Pasó junto a ella a gran velocidad levantando una polvareda que la cegó momentáneamente y la obligó a toser. No había llovido lo suficiente como para mantener el polvo pegado a la tierra. El vehículo se detuvo al abrigo del porche bajo los dormitorios de los empleados. Unas voces y risas de hombre resonaron en la oscuridad. Bisila sintió que las risas se acercaban adonde ella se encontraba.
Un mal presentimiento se apoderó de su cuerpo y decidió cambiar de dirección. Iría a la zona de las viviendas de los braceros a través de los secaderos, situados a la izquierda de la vivienda principal. Los ojos le escocían.
Una voz resonó como un trueno justo detrás de ella.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí?
Bisila aceleró el paso, pero una figura surgida de las sombras se interpuso en su camino.
El corazón comenzó a latirle con fuerza.
—¡No tan deprisa, morena! —dijo un hombre con marcado acento inglés, cogiéndola por los hombros.
Sin soltarla, el hombre se situó frente a ella.
Bisila forcejeó con él.
—¡Déjeme pasar! —Intentó que su voz sonara firme—. ¡Soy enfermera del hospital y me están esperando!
Se soltó y comenzó a caminar con paso rápido. Quería mostrar cierta tranquilidad, pero lo cierto es que tenía miedo. Reinaba la más absoluta oscuridad. Nadie acudiría en su auxilio si fuera necesario. De pronto, una mano de hierro atenazó su brazo y la obligó a girarse hasta quedar frente a un hombre alto y fuerte que apestaba a alcohol.
—Tú no vas a ninguna parte —masculló el inglés con voz pastosa—. Una mujer no debería andar sola por aquí a estas horas… —sus labios dibujaron una desagradable sonrisa— a no ser que busque algo o a alguien.
Bisila intentó zafarse, pero el hombre la sujetaba con fuerza. Le retorció el brazo hasta la espalda, se colocó tras ella y comenzó a caminar en dirección al otro hombre. Bisila gritó, pero el hombre le tapó la boca con la mano libre y le susurró al oído en tono amenazador:
—Será mejor que estés callada.
Ella hizo un último intento de liberarse y trató de morderle la mano, pero él reaccionó con rapidez y apretó la mano contra su boca con más fuerza mientras avisaba a su compañero.
—¡Eh! ¿A que no te imaginas qué me he encontrado?
El otro hombre se acercó. También apestaba a alcohol. Extendió una mano huesuda y retiró el pañuelo que cubría la cabeza de Bisila.
—¡Mira por dónde aún nos queda un rato de fiesta! —dijo, con un acento que Bisila no reconoció—. Sí, sí. Es cierto… —soltó varias risitas—, con la cosa esa que nos han dado, no se terminan las ganas.
Acercó su afilada nariz a escasos centímetros de ella y comenzó a recorrer su cara y su cuerpo con una mirada lasciva.
—No puedo verte bien. —Le acarició las mejillas, el pecho y las caderas y mostró su aprobación—: Hmmm… ¡Mejor de lo que esperaba!
Bisila se retorció, aterrorizada, pero el hombre que la sujetaba apretó tan fuerte que temió que le hubiera roto el brazo. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Ponle el pañuelo en la boca, Pao —ordenó el inglés—. Y saca a Jacobo del coche.
Bisila se aferró a un pequeño hilo de esperanza: ¡Jacobo la reconocería y la dejaría marchar!
Pao abrió la puerta de la
picú
y, después de mucho insistir, consiguió que el hombre que había dentro saliera dando bandazos. Jacobo apenas se tenía en pie. El inglés le dijo en voz alta y clara:
—¡Eh, Jacobo! ¡Despierta! ¡La fiesta todavía no ha terminado! ¿Sabes de algún sitio donde podamos disfrutar de esta preciosidad?
—¿Qué tal los secaderos? —preguntó Pao. En su voz se podía percibir la misma urgencia que en sus ojos.
A Jacobo le costaba razonar con claridad. La euforia producida por la explosiva combinación de alcohol y la raíz de
iboga
había dado paso a una distorsión de su percepción del exterior. Solo en un par de ocasiones se había atrevido antes a probar la potente droga de uso tan extendido entre los nativos para disminuir la sed y el hambre en condiciones de trabajo extremas. En cantidades pequeñas, la corteza o raíz del pequeño y aparentemente inofensivo arbusto de hojas estrechas, flores pequeñas y vistosas, y frutos anaranjados del tamaño de las aceitunas, tenía propiedades estimulantes, euforizantes y afrodisíacas. En grandes dosis producía alucinaciones. La cantidad ingerida por Jacobo aquella noche lo había llevado al límite entre la excitación y el desvarío.
—Hay un pequeño local… donde se… guardan… aquí mismo… —se giró y les indicó una pequeña puerta en el porche—… los sacos vacíos…, aquí…, sí.
Se acercó a la puerta y se apoyó en ella.
—Es… cómodo —añadió, riéndose estúpidamente.
El inglés empujó a Bisila con violencia.
—¡Vamos! ¡Muévete!
Al llegar a la altura de Jacobo, Bisila intentó que su mirada de súplica se cruzara con la de él. El inglés la empujaba y ella se resistía con todas sus fuerzas intentando que Jacobo la mirara. Cuando él lo hizo, Bisila observó con horror que sus ojos vidriosos no la reconocían. Estaba demasiado drogado. Un sollozo escapó de su pecho y comenzó a llorar porque sabía exactamente lo que iba a suceder y ella nada podría hacer.
El inglés la tumbó sobre un montón de sacos de esparto vacíos, se abalanzó sobre ella, rasgó su vestido y le sujetó los brazos. El hombre era tan fuerte que, con una mano, le bastaba para mantenerle los brazos inmovilizados sobre la cabeza. Con la mano libre recorría su cuerpo con la acelerada torpeza de quien solo quiere satisfacer sus instintos. Por más que se moviera, no podía apartarse del apestoso aliento del hombre, que dejaba un reguero de babas por su cuello y por su pecho.
Bisila deseó morir.
Se retorció con todas sus fuerzas como una serpiente viva arrojada al fuego. Intentó gritar, pero el pañuelo en su boca le producía arcadas. Sollozó, gimió y pataleó hasta que un puño cayó sobre su cara y creyó perder el conocimiento. En medio de las tinieblas, las imágenes de la cara del hombre se intercalaban con la sensación de una mano entre sus muslos y algo duro que la penetraba, y luego otra cara, otro aliento, otras manos, otro cuerpo, una embestida tras otra, otro objeto duro que la penetraba, y luego un silencio, una pausa, unas risas y unas voces, y otro cuerpo y otra cara.
Jacobo.
En medio de las tinieblas, las facciones familiares del tercer hombre se mecían junto a su cuello, se alejaban unos milímetros y volvían a acercarse.
—…aobo… —balbuceó Bisila.
Jacobo se detuvo al escuchar su nombre. Ella levantó la cabeza y le gritó con la mirada.
De nuevo las risas.
—¡Vaya, Jacobo! ¡Parece que le gustas!
—Es lo que pasa con esta gente. Hay que insistir, convencerles de lo que es bueno para ellos.
—Al principio se resisten, pero luego consienten…
Jacobo estaba inmóvil, aturdido por la imagen de unos ojos transparentes intentando apoderarse de su cerebro. ¿Qué le pedían? ¿Qué querían que hiciera?
—¡Venga, termina ya!
Más risas.
Un débil destello de esperanza vencido por los sentidos. Jacobo restregándose lentamente sobre la piel de Bisila, resoplando en su oreja, acelerando el ritmo, derramándose en el cuerpo que su hermano adoraba, humillando el alma que pertenecía a Kilian, reposando mansamente sobre su pecho…
Un gemido prolongado de desconsuelo.
Unos brazos tirando de él.
—Se acabó. Vámonos. Y tú, negra, ¡ni una palabra!
El inglés arrojándole unos billetes.
—¡Cómprate un vestido nuevo!
Y luego, el silencio.
Una eternidad de silencio hasta que retornó la conciencia completa.
Una mujer negra golpeada y violada. Una mujer negra cualquiera ultrajada por un blanco cualquiera. Todas las mujeres negras humilladas por todos los hombres blancos.
No hacía mucho era Bisila de Bissappoo, la mujer de Kilian de Pasolobino.
Cuando abrió los ojos se sintió como un montón de basura sobre sacos vacíos.