Las hijas de las casas vecinas, convertidas en mujeres, le sonreían con coquetería y aprovechaban sus visitas para preguntarle, entre otras cosas, si se acordaba de ellas. Él respondía pacientemente a las mismas preguntas mientras fumaba sus cigarrillos favoritos, los Rumbo, intentando acostumbrar de nuevo su oído al sonido del pasolobinés, y ellas cuchicheaban entre risas al escuchar las peculiaridades lingüísticas de los nigerianos de la finca de las que se había contagiado el apuesto joven, especialmente de sus frases simples y cortas y de su extraño vocabulario.
Después de que la novedad de su regreso se aquietara con la misma rapidez que había irrumpido en la vida de Pasolobino, Kilian se incorporó a los trabajos de los establos, la poda de árboles y la preparación de leña, la limpieza de maleza de las paredes de las fincas, el abono de los pastos para el ganado y el labrado para los huertos de verano. Así, pasaba muchas horas al aire libre por los prados que dormían a la espera del tímido saludo de la fría primavera.
Aparentemente, nada había cambiado mucho. Las mismas cuadras de su infancia retenían el calor de las bestias que se inquietaban ante la inminente libertad. El mismo humo lamía los laterales de las piedras de las chimeneas coronadas por las imperturbables piedras para espantar a las brujas. Pero, en esos momentos, Kilian tenía que hacer esfuerzos para no comparar el mundo de Pasolobino con la isla de Fernando Poo. Por más que intentara que su pueblo natal resultara vencedor de la comparación, las calles le resultaban sucias y desiguales; los cuerpos, blandos y de piel lechosa; los tejidos, monocromáticos y aburridos; la luz del sol, pálida y mortecina; el paisaje, sometido a un verde insuficiente; el clima, demasiado sereno, y Casa Rabaltué, fría y sólida, como una montaña agrietada y rocosa.
Entonces, cuando reconocía para sus adentros que tantos años habían dejado una huella más profunda de lo que él creía en su cuerpo y en su alma, la sangre se agitaba en sus venas, cerraba los ojos, y su pensamiento se convertía en un tornado de imágenes que lo lanzaban de manera inmisericorde a los pies del colosal pico volcánico de Santa Isabel, permanentemente engalanado de brumas, cubierto de bosque hasta cerca de la cima y marcado por las cicatrices de sus riachuelos.
Y allí, en el silencio de su imaginación, Kilian se dejaba poseer por el sol y la lluvia de un paraíso donde, día tras día, el lujurioso crecimiento de los miles de especies vegetales confirmaba con absoluta tenacidad la certeza de la vida cíclica.
Recurrente, constante.
Imparable.
El camino de las palmeras reales
2003
¡Por fin estaba en Santa Isabel!
Enseguida rectificó mentalmente: ¡por fin estaba en Malabo!
Le costaba referirse a la ciudad con su nombre actual. Y mucho más hablar de la isla de Bioko en lugar del Fernando Poo de las narraciones de su padre y de su tío.
Clarence abrió los ojos y acompañó con la vista durante unos segundos el movimiento de las aspas del ventilador del techo. Hacía un calor sofocante y pegajoso. No había parado de sudar mientras deshacía el equipaje y los efectos refrescantes de la ducha no habían durado mucho.
«¿Y ahora qué?», pensó.
Se levantó de la cama y salió al balcón. La misma humedad viscosa mezclada con el olor fuerte y penetrante que había percibido nada más llegar a Malabo después de un cómodo viaje en un Airbus A139 se apoderó de sus sentidos. Todavía se sentía aturdida por el rápido cambio de escenario. Intentó imaginarse las impresiones de su padre cuando pisó por primera vez ese lugar, pero las circunstancias eran completamente diferentes. Seguro que él no había tenido la sensación de que llegaba a un país tomado por los militares. Resopló al recordar el largo proceso para abandonar el moderno aeropuerto de cristal y acero: se había visto obligada a enseñar varias veces el pasaporte, el certificado de penales, el de vacunación y la carta de invitación de la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial antes de pasar por los diferentes controles de aduanas en los que le abrieron la maleta y cotillearon todo lo que llevaba; le habían hecho rellenar un formulario de entrada en el que explicaba los motivos de su viaje y le habían pedido el nombre del hotel donde se iba a alojar. Y, para colmo, tendría que llevar ese fajo de papeles consigo a todas horas para evitar problemas en cualquier control policial de los muchos que le habían avisado que había por todas partes.
Encendió un cigarrillo e inspiró profundamente. Se entretuvo contemplando los reflejos del sol sobre las palmeras y los árboles que surgían entre las desconchadas casas, escuchando los gritos mezclados de pájaros y de niños jugando al fútbol en el callejón de enfrente, y tratando de descifrar las voces de los hombres y mujeres con vistosas ropas de colores que pasaban por la calle junto a coches de todas las marcas y estados de conservación. ¡Qué lugar tan especial! En esa pequeña isla, del tamaño de su valle, habían vivido personas de diferentes países y se habían hablado al menos diez idiomas: portugués, inglés, bubi, inglés africano, fang, ndowé, bisio, annobonés, francés, español… Probablemente se olvidara de alguno, pero una cosa le había quedado bien clara en apenas unas horas: la influencia española todavía pervivía de manera intensa.
El paso de los españoles, algunos de los cuales eran miembros de su familia, había dejado profundas huellas en el país, sí, pero de lo que nadie hablaba era de cómo ese pequeño lugar había marcado a personas como ella que ni siquiera habían vivido allí.
Pensó en su extraña relación con Fernando Poo-Bioko. Un pequeño pedazo de papel y unas palabras de Julia le habían dado el último y definitivo empujón para cumplir uno de los sueños de su vida: viajar a la isla en pos de los lugares que rondaban por su cabeza desde niña. Por fin iba a tener la ocasión de caminar por las sendas que habían pisado durante tantos años sus antepasados. Respirar el mismo aire. Disfrutar del mismo colorido. Alegrarse con su música. Y tocar la tierra donde descansaba su abuelo Antón.
Mentalmente dio gracias a la isla por existir. Solo el hecho de haber llegado hasta allí significaba para ella un grandísimo triunfo porque era lo más atrevido que había hecho en su vida, dedicada exclusivamente al estudio. Había tenido el coraje suficiente para responder a una débil llamada que en su corazón resonaba con la fuerza de un tambor.
Alguien mayor que ella nacido en Sampaka…
La búsqueda adoptaba la forma de misteriosas personas a las que quería poner nombre y rostro.
Desde el mismo momento en que Julia le había hablado de Fernando, había crecido en ella la sospecha de que parte de su sangre pudiera estar en la isla. ¿Y si tuviera un hermano? ¿A qué otra cosa se podía referir Julia si no? ¡No se atrevía casi ni a pensarlo! ¡Y mucho menos a decirlo en voz alta! En más de una ocasión se había sentido tentada de confiar sus inquietudes a su prima Daniela, pero finalmente había preferido esperar a tener pruebas definitivas, si es que las había.
Pero ¿y si fuera cierto?
¿Cómo podía haber vivido su padre con ello? Y su tío… ¡tendría que saberlo! Era absolutamente imposible que no lo supiera…, a no ser que ella estuviera equivocada y en vez de un hermano tuviera que buscar a un primo. Sacudió la cabeza. La carta estaba entre la correspondencia de su padre, y Julia le había sugerido que hablase con él. Además, no se podía creer que Kilian hubiera hecho algo así. Era la persona más recta y seria que conocía. Su tío era un hombre de palabra, capaz de pasar por alto las opiniones de los demás en honor de la verdad, ya fuese en conflictivos temas de linderos de fincas como en cuestiones más personales de relaciones entre vecinos y familiares. Por un momento se asombró de la facilidad con la que excusaba a su tío y culpaba a su padre, pero ya no era una niña. No le resultaba nada inverosímil imaginarse a su padre huyendo de una situación no deseada, por decirlo suavemente, y más si la historia tuviera que ver con un niño de piel oscura. En más de una conversación su padre había hecho comentarios racistas. Ante la indignación de su hija, zanjaba la cuestión con un «yo he vivido con ellos y sé de lo que hablo» al que Kilian respondía con un «yo también, y no estoy de acuerdo» que Daniela celebraba con una sonrisa de orgullo por que su padre fuera más razonable, moderado y juicioso. ¡Como para reconocer a un hijo negro! ¡Y más en la España de hacía tres o cuatro décadas!
Clarence frenó sus pensamientos: de momento, solo tenía un papel, las palabras de Julia, y cuatro datos sueltos que repasó una vez más.
De las primeras cartas escritas por su tío Kilian, no había podido extraer ninguna información objetiva que arrojase algo de luz a las palabras de Julia sobre la intrigante nota. En uno de los escritos detallaba lo bien atendido que había estado el abuelo Antón, sobre todo por parte de una enfermera nativa, y todas las personas que habían asistido al funeral y posterior entierro. Aparte de Manuel y Julia, conocía algunos nombres de oídas. Tras la muerte de Antón, su tío había escrito con menos frecuencia y las cartas eran más repetitivas, centrándose sobre todo en las finanzas de Casa Rabaltué.
Solo una de las cartas era un poco más personal. En un breve párrafo, Kilian intentaba consolar a la tía Catalina del fallecimiento de su bebé para, acto seguido, anunciar su viaje a la Península, sobre el cual añadiría detalles —en qué barco viajaría, a qué ciudad llegaría, cuántos días tardaría— en escritos posteriores. Permaneció en España hasta 1960 para volver a la isla con la intención de cumplir ya solo dos campañas más de dos años cada una. Por lo tanto, sus planes eran regresar a Pasolobino definitivamente en el año 1964, a la edad de treinta y cinco años. Era probable que su tío tuviera en mente, igual que Jacobo y otros muchos, el retirarse de las campañas de cacao a una edad razonable para formar su propia familia en su tierra.
Sin embargo, había algo que no encajaba.
Había muy pocas cartas escritas después de 1964, pero su existencia demostraba que la estancia en Guinea se había alargado más de lo previsto.
Algo había pasado en 1965, después de la muerte de la tía Catalina.
Y coincidía en el tiempo con una breve alusión a un enfrentamiento entre Kilian y Jacobo que también había encontrado en otra carta. ¿Sería esa la razón por la que su padre había dejado su trabajo en la finca? ¿Una discusión con su hermano…?
Clarence chasqueó la lengua. No tenía sentido. La relación entre ambos había perdurado con el paso de los años, luego no podía haber sido algo muy serio. ¿Qué habría pasado?
Miró su reloj. Todavía faltaban un par de horas hasta la cena. Decidió salir a dar una vuelta, y en pocos segundos, estaba ya caminando por la avenida de la Libertad. Le había resultado difícil elegir hotel, puesto que la capacidad hotelera de la ciudad era muy limitada. Había descartado los conocidos barrios de Los Ángeles y Ela Nguema para no tener que depender de autobuses. El histórico Hotel Bahía, en pleno puerto nuevo, de cuatro estrellas, era el que más le había atraído por acercarse a su idea de buen hotel, pero finalmente se había decidido por el Hotel Bantú porque estaba muy cerca de los lugares de visita obligada en la ciudad y porque los comentarios de otros viajeros en Internet eran bastante positivos.
Dirigió sus pasos hacia el casco antiguo de la ciudad, que, aunque poco cuidado comparado con los lugares europeos a los que ella estaba acostumbrada, encontró en mejores condiciones que los sucios aledaños de solares convertidos en escombreras y montañas de basura que había visto desde el taxi durante el trayecto del aeropuerto al hotel. Además de las bandadas de chiquillos que cada dos por tres se le acercaban, dos cosas llamaron sobre todo su atención, haciéndole esbozar una sonrisa tras otra. Por un lado, los cables de luz que, enredados y sueltos a modo de lianas artificiales, campaban a sus anchas creando un complejo entramado aéreo que conectaba una calle con otra. Y por otro, la extraña combinación de vehículos que circulaban por las calles asfaltadas de manera irregular. Gracias a la pasión por los coches que su padre le había transmitido desde pequeña, supo reconocer destartalados Lada Samara, Volkswagen Passat, Ford Sierra, Opel Manta, Renault 21, BMW C30 y varios Jeeps Laredo junto a novísimos Mercedes y
pickups
Toyota.
Decidió ser positiva y concentró su curiosidad en los edificios.
Poco a poco distinguió otra ciudad que resaltaba sobre la suciedad. Malabo parecía una ciudad antillana o andaluza. Estaba llena de edificios coloniales de la época inglesa y española. Era evidente que la sucesiva presencia de portugueses, británicos, españoles y comerciantes que trataban con las Antillas había imprimido en su arquitectura un carácter muy particular. Entre las viviendas desvencijadas de poca altura aparecía, de repente, una vieja casa con galería, construida en madera, que le recordaba a una hacienda española de balcones de hierro forjado.
Y palmeras, muchas palmeras.
Después de un buen rato, se detuvo, agotada y sedienta. Escuchó música procedente de un pequeño edificio azul con tejado de uralita. Asomó la cabeza y vio que era un bar, tan sencillo como cualquiera de los que ella pudiera recordar de su infancia en los pueblos de su valle. Había dos o tres mesas tapadas con hules, sillas de formica y una pequeña barra tras la cual colgaban varios calendarios cuyas hojas mecía intermitentemente un pequeño ventilador. La música no conseguía mitigar el molesto ruido de un generador situado al lado de la barra.
En cuanto puso un pie en el local, las cuatro o cinco personas que había allí se callaron y la miraron con cara de sorpresa. Clarence se ruborizó al sentirse observada y dudó si continuar hasta la barra o largarse rápidamente, pero optó por actuar con normalidad y pedir un botellín de agua. La atendió una gruesa mujer de mediana edad con voz aguda que enseguida tomó el protagonismo de sonsacar información a la extranjera. Clarence prefirió ser prudente y no entrar en muchos detalles sobre las razones de su estancia en la isla y en esa parte de la ciudad. Junto a la puerta, dos jóvenes con camisetas sudadas no le quitaban el ojo de encima. Se tomaría el agua sin prisa pero sin pausa, decidió, y saldría del bar con toda naturalidad, actuando como si supiera dónde se encontraba.
Miró hacia el exterior y el corazón le dio un vuelco. Pero ¿cómo…?
Se despidió amablemente aunque con rapidez y salió a la calle, donde, para su sorpresa, reinaba la noche.