Sacudió la cabeza. ¡Si solo había estado en el bar durante unos minutos!
Comenzó a caminar por la calle solitaria, intentando distinguir por los edificios el trayecto de regreso. ¿Dónde se había metido todo el mundo? ¿Por qué solo funcionaban algunas farolas?
Unas gotas de sudor comenzaron a perlarle la frente y la nuca.
¿Eran imaginaciones suyas o escuchaba unos pasos tras ella? ¿Y si la habían seguido los jóvenes del bar? Aceleró el paso. Tal vez estuviera un poco paranoica, pero juraría que alguien la estaba siguiendo. Giró rápidamente la cabeza sin aminorar el ritmo y distinguió dos uniformes de policía. Maldijo en voz alta. ¡Se había dejado toda la documentación en el hotel!
Escuchó una voz que la llamaba, pero no hizo caso y continuó caminando deprisa, intentando refrenar las ganas de echar a correr, hasta la siguiente esquina, donde se topó con un grupo de adolescentes que la rodearon divertidos. Clarence aprovechó esos segundos de confusión para girar a la derecha, empezar a correr y tomar diferentes calles para despistar a los policías. Cuando le pareció que el corazón le iba a reventar en el pecho se detuvo, jadeante y completamente empapada de sudor, y se apoyó contra una pared con los ojos cerrados.
Un susurro le indicó la presencia de un río. Abrió los ojos y se dio cuenta de que había caminado hacia el noreste en lugar de hacia el sur. Ante sus ojos se extendía una gran muralla verde. Pero ¿qué le había pasado? ¡Con lo fácil que le había parecido la ciudad desde el avión! Había incluso imaginado la mano de un artista guiando una escuadra y un cartabón para trazar calles rectas y paralelas en manzanas perfectamente cuadradas con pulso decidido desde el mismo borde del mar hacia el interior, y cruzándolas luego con otras líneas perpendiculares.
La culpa de su desmedida reacción la habían tenido los libros que había leído en el avión. Sintió un estremecimiento. Pues sí que era valiente. Si tenía miedo en esos momentos, ¿cómo hubiese resistido ella un viaje de cinco meses en un barco sometido al capricho de las tempestades sabiendo que el destino era una isla donde si no morías a manos de los feroces y hostiles nativos que envenenaban las aguas y degollaban y decapitaban a los navegantes lo hacías por culpa de las fiebres? Para calmarse, Clarence intentó ponerse en el lugar de los cientos de personas que durante dos siglos habían formado parte de las expediciones para tomar posesión de aquellas tierras, mucho antes de que Antón, Jacobo y Kilian disfrutasen del momento más glorioso y cómodo de la época colonial, y sintió otro estremecimiento.
Había leído que dormían vestidos y con el fusil en la mano presa del miedo, que a veces la tripulación no conocía el destino del viaje para que no se amotinara, que muchos eran condenados políticos a quienes se les prometía la libertad si lograban aguantar dos años en Fernando Poo… Imaginó a los emprendedores a quienes les concedían tierras de forma gratuita, a los presos que soñaban con la libertad, a los misioneros —jesuitas primero y claretianos después— convencidos del mandato divino de su labor evangelizadora, a algún que otro intrépido explorador acompañado de su insensata esposa… ¡Cuántos murieron y cuántos suplicaron por regresar a casa aun perdiendo la libertad! ¡Esos sí que tenían razones para pasar miedo y no ella! Pero claro… ¿acaso no había leído también una novela sobre el secuestro de una joven blanca y las terribles actuaciones de la policía en tierra guineana?
En esos momentos, no sabía si echarse a reír o a llorar.
Deslizó la mirada por los alrededores y sintió una nueva punzada de inquietud al alejarse del río. Intentaría visualizar el mapa de la ciudad que tantas veces había estudiado en el avión para dirigirse hacia el oeste, hasta la concurrida avenida de la Independencia…
Apenas llevaba recorridos unos metros cuando el claxon de un coche la sobresaltó.
—¿Necesita que la lleve? —gritó alguien para llamar su atención.
Localizó al autor de la pregunta, un hombre joven con gafas a bordo de un Volga azul con las rectas líneas de los automóviles de los años ochenta.
¡Lo que le faltaba!
Sin responder, aceleró el paso.
El hombre acomodó la velocidad del coche a la de ella y repitió la pregunta antes de añadir:
—Señora, que yo soy taxista. —Clarence, desconfiada, le lanzó una mirada de soslayo—. En Malabo, los taxis no tienen colores ni marcas especiales.
Clarence esbozó una débil sonrisa. Eso era algo que ya había aprendido en el aeropuerto ese mismo día. Por otro lado, la entonación cantarina y ligeramente melosa del hombre le inspiró confianza. Se detuvo y lo observó. Calculó que tendría unos treinta años. Llevaba el pelo muy corto, con lo cual la frente parecía muy ancha, tenía una nariz y una mandíbula bastante prominentes y su sonrisa parecía franca.
Se sentía tan cansada y desorientada que finalmente hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Pocos minutos después de subirse al coche, Clarence ya estaba tranquila y convencida de que había tenido mucha suerte. El conductor, que se llamaba Tomás, resultó ser maestro en un colegio y taxista en su tiempo libre. El hecho de que ella también estuviera vinculada a la docencia hizo que entablaran conversación.
Sin querer, comenzó a anotar mentalmente las características de la forma entrecortada de hablar de Tomás, que eran poco perceptibles porque hablaba muy bien el castellano. Ni omitía el artículo, ni confundía los tiempos verbales, ni los pronombres ni las preposiciones, como había leído en algún artículo. Como mucho, pronunciaba la
rr
igual que la
r
, la
d
como una
r
floja, debilitaba un poco la
ll
y mostraba algo de seseo y una tendencia a acentuar las sílabas finales.
Desde luego, los nervios la estaban traicionando. Había pasado tanto miedo esa tarde que el análisis lingüístico le estaba sirviendo de terapia…
Respiró hondo para relajarse.
—¿Y qué le parece Malabo? —preguntó Tomás.
—No he podido ver mucho porque he llegado hoy —admitió ella mientras pensaba—: «Sucia, llena de cables y me he perdido».
Tomás la miró a través del espejo retrovisor.
—Seguro que esto le parecerá muy diferente a su tierra de allá. Los viajeros se sorprenden de que con lo rica que es Guinea, por el petróleo, claro, parezca tan pobre. El nuevo barrio elegante de Pequeña España está cerca del barrio de chabolas de Yaundé. —Se encogió de hombros—. Nosotros estamos acostumbrados a los contrastes. Si quiere, le puedo dar ahora un paseo rápido para que sepa dónde está lo más importante.
Como si le hubiera leído el pensamiento y deseara borrar del rostro de la extranjera la primera imagen negativa de la ciudad, Tomás le mostró algunos de los hermosos lugares que ella había visto en fotografías: la plaza del Ayuntamiento, con sus bellos jardines; la bahía en forma de herradura; la plaza de la Independencia, con su Palacio del Pueblo de color rojizo y numerosas ventanas de arco; el Palacio de la Presidencia en lo alto del puerto viejo… Ni las escasas imágenes en blanco y negro de la época colonial que había visto de sus familiares, ni las fotos actuales en color del ordenador hacían honor a lo que estaba viendo, y eso que era de noche.
Con la boca abierta y el corazón palpitante, Clarence se trasladó a otra época e imaginó a su padre y a su tío, en traje blanco, paseando por esos mismos lugares, décadas atrás, saludando con la mano a sus conocidos, blancos y negros. Recordó que había leído en algún sitio que la esperanza de vida en Guinea rondaba los cincuenta años, y la imagen se diluyó. Las personas que pudieran haber convivido con Kilian y Jacobo tendrían que estar todas muertas mientras que ellos todavía gozaban de buena salud a sus setenta y tantos años. De manera irremediable, los históricos edificios que resistían orgullosos pero decrépitos el paso del tiempo pertenecían ahora a otros ojos.
Su taxista dejó por fin la avenida de la Independencia, llena de edificios institucionales y restaurantes, giró hacia la de la Libertad y al poco detuvo el coche, salió y se apresuró a abrirle la puerta. Ella le pagó el precio que le pidió, más una generosa propina en dólares.
—Este sitio está bien… —dijo Tomás—. En esta misma calle hay tres restaurantes y un pequeño centro comercial. —Titubeó—. ¿Me permite un consejo? Mejor no salga sola de noche. Una mujer blanca y sola… No es corriente aquí.
Clarence sintió un escalofrío al recordar su desastroso paseo.
—No se preocupe, Tomás. —Le resultó extraño que ambos, siendo tan jóvenes, se trataran de usted, pero como él había comenzado, no quiso parecerle maleducada—. Y muchas gracias. Por cierto, mañana tengo que ir a la finca Sampaka. ¿Podría llevarme?
—Mañana… —Tomás pensó unos segundos—. Sí. Mañana es sábado, no tengo colegio. La llevaré con mucho gusto.
Esperó en silencio a que ella añadiera algo, pero su curiosidad pudo más:
—¿Conoce a alguien en Sampaka?
—Al gerente. Es un conocido de mi padre. He quedado con él… —respondió ella, diciendo una verdad a medias.
Lo cierto era que le había enviado un correo electrónico a un tal F. Garuz pidiéndole si podría enseñarle la finca aprovechando su visita de trabajo en la isla, a lo cual él había accedido con mucha amabilidad. El apellido coincidía con el del gerente de la finca de la época de su padre y, en cuanto a la
F
, había concluido que no podía existir tanta casualidad como para que correspondiera a un…
—¿Con el señor Garuz? —preguntó Tomás.
—No me diga que lo conoce…
—Señora, esto es muy pequeño. ¡Aquí nos conocemos todos!
Ella lo miró incrédula.
—Ah, claro. Entonces, ¿le parece bien a las diez de la mañana?
—Aquí estaré. Esto… ¿Por quién pregunto?
Clarence se percató de que no le había dicho su nombre.
—Me llamo Clarence.
—¡Clarence! ¡Como la ciudad!
—Eso mismo. Como la ciudad.
Después de lo que había leído en las últimas semanas sobre Guinea, supuso que en los próximos días escucharía más de una vez ese comentario. Extendió la mano para despedirse de él.
—Gracias de nuevo y hasta mañana, Tomás.
De nuevo en la habitación, Clarence se desplomó en la cama, completamente agotada. Jamás se hubiera imaginado un primer día tan intenso en Guinea. Menos mal, pensó aliviada, que todavía tenía varias horas por delante para descansar antes de la visita a Sampaka.
A las diez en punto de la mañana, Tomás detuvo el coche a la puerta del hotel. Como el día anterior, iba vestido con pantalones de color beis hasta la rodilla, camiseta blanca y sandalias. Clarence, que en el último momento había cambiado una veraniega falda larga por pantalones y chaqueta, lo esperaba con cara de fastidio.
Llovía a mares.
—Me parece que hoy no podrá recorrer la finca —dijo Tomás—. Es que estamos en la época. Agua y más agua. Por suerte, no creo que hoy haya ningún tornado.
No se veía nada a través de los cristales salpicados de miles de gotas. Clarence se dejó llevar a ciegas por la carretera asfaltada. Al cabo de unos diez minutos, el coche paró en un control de peaje donde dos guardias aburridos, armados hasta los dientes, pidieron los papeles de la mujer. Afortunadamente, esta vez sí los llevaba encima y el trámite fue rápido porque conocían a Tomás y no era el día más propicio para charlas.
En el momento en que el joven anunció que acababa de coger el desvío hacia la pista de tierra que conducía a la que había sido la finca emblemática de la isla, a Clarence le dio un vuelco el corazón y pegó la nariz contra la ventanilla.
—Si sigue lloviendo así —advirtió Tomás—, no nos libraremos del
poto-poto
.
—¿Y eso qué es? —preguntó ella, sin apartar la vista del paisaje borroso.
—El barro. Espero que no tenga que estar mucho rato en Sampaka o no podremos volver.
De repente, Clarence distinguió la pintura blanca de los troncos de unas enormes palmeras reales que se erguían hacia el cielo como escoltas sagradas, inmutables ante el baño celestial que caía sobre ellas.
—Pare el coche, Tomás, por favor —pidió con un hilo de voz—. Será solo un momento.
Abrió la ventanilla y dejó que la misma lluvia que regaba esos majestuosos árboles de más de treinta metros de altura humedeciera su rostro. El hecho de estar en el lugar donde pasaron años Antón, Jacobo y Kilian le produjo una atenazadora mezcla de alegría y tristeza. Pensó en los hombres de su familia y pensó en sí misma. Al ver con sus ojos lo que ellos habían hecho suyo hacía décadas, la embargó un curioso e imposible sentimiento de nostalgia.
¿Cómo podía sentir tristeza por el recuerdo de un lugar en el que nunca había estado? ¿Cómo era posible que le llenara una profunda melancolía por el recuerdo de una pérdida que aún no había sufrido?
Estaba sintiendo allí mismo lo que tenían que sentir Kilian y Jacobo cuando se les llenaban los ojos de lágrimas al recordar sus años jóvenes en Guinea. Una leve opresión en el pecho y la garganta. Un tenue dolor en la boca del estómago. Una necesidad de silencio y aislamiento.
—¿Se encuentra bien, Clarence? —preguntó Tomás—. ¿Quiere que continúe?
—Sí, Tomás. —Ella supo que regresaría a ese lugar donde todavía no había ido ni de donde todavía se había marchado. Tenía que verlo con toda la luminosidad de un día resplandeciente—. Entremos en Sampaka.
A partir de entonces, la lluvia ya no le importó más. Aun con los ojos vendados, Clarence hubiese podido dibujar el trayecto del coche por el camino vigilado por las palmeras hasta el patio central de tierra rojiza donde se levantaba la casa principal, grande y cuadrada, soportada parcialmente por columnas blancas, con el tejado a cuatro aguas y paredes encaladas sobre las que resaltaban los postigos de madera pintados de verde, al igual que la galería exterior que rodeaba la parte superior del edificio, y con la barandilla de gruesas pilastras blancas a ambos lados de una espectacular escalera de amplios peldaños.
Tomás aparcó el coche en los porches bajo la galería y tocó la bocina, que apenas se oyó porque la tormenta tropical amortiguaba cualquier otro sonido que no fuera el de los chorros de agua. Sin embargo, cuando salieron del coche, no tardó en aparecer un hombre de unos cincuenta años de aspecto serio, complexión fuerte y piel tostada por el sol que saludó a Clarence con afabilidad. Llevaba pantalones cortos y una camisa azul, y tenía el pelo gris muy corto —con un pequeño flequillo rebelde—, cara ancha y ojos algo hundidos.