Sí, realmente Clarence estaba disfrutando de unas verdaderas vacaciones, pero también era consciente de que los días pasaban deprisa y ella no avanzaba absolutamente nada en el motivo principal de su viaje.
Tampoco sabía por dónde seguir.
Recordó que Fernando Garuz le había dicho que se iría de viaje en breve y pensó que debería volver a Sampaka. Tal vez se le hubiera pasado algo… Con un poco de suerte, se podría tropezar con Iniko y preguntarle por su infancia, ya que no se había dignado quedar con ellos ninguna de esas tardes. De Laha no había obtenido mucha información porque él apenas se acordaba de la finca. Era seis años más joven que su hermano y sus primeros recuerdos eran del colegio de Santa Isabel y de su casa en la ciudad. Clarence había llegado a la conclusión de que los primeros años de vida de ambos hermanos habían sido diferentes, pero todavía no se había atrevido a profundizar más en el tema. Solo una vez le había preguntado a Laha por Iniko, en un tono casual, y él le había dicho que su trabajo como representante de algunas empresas de cacao le obligaba a viajar mucho por la isla. Por eso se habían conocido en Sampaka: Iniko hacía de contable y se encargaba de pagar a los agricultores bubis.
El jueves por la noche, Clarence decidió no posponerlo más y quedar de nuevo con Fernando. Sin embargo, cuando lo llamó desde su habitación, él lamentó muchísimo comunicarle que había tenido que cambiar sus planes y que al día siguiente partía para España por motivos familiares urgentes y que no sabía si regresaría antes de que ella se marchara de Bioko. No obstante, le dijo, tenía su permiso para visitar la finca cuantas veces quisiera, y había dejado encargo de que le enseñasen todas las instalaciones. Ella se lo agradeció y le deseó un buen viaje.
Clarence cerró con demasiado ímpetu el cuaderno donde había anotado el número de teléfono de Fernando y la nota causante de su visita a Bioko voló por los aires. Se agachó a recogerla y su mirada se detuvo en una frase:
…
Volveré a recurrir a los amigos de Ureka
…
Suspiró. Ni siquiera se había atrevido a contratar una excursión a Ureka.
Desde luego, pensó decepcionada, como investigadora privada no se ganaría la vida.
Al día siguiente, Laha llamó para decirle que su madre los invitaba a cenar esa misma noche en su casa, a ellos y a Iniko.
Clarence se olvidó rápidamente de la desilusión de las últimas horas y su mente se puso de nuevo en movimiento. Solo deseaba que a la madre de Laha e Iniko, como a todas las personas mayores, le gustara contar sus recuerdos, especialmente los de la finca Sampaka. Según sus cálculos sobre la edad de Iniko, su vida allí se remontaría a los años sesenta. Tal vez incluso hubiera conocido a su padre. Un gusanillo de urgente expectación recorrió su estómago todo el día.
No terminaba de decidir qué ropa ponerse. Quería ir arreglada pero informal. No sabía nada de la madre de Laha y no quería parecer ni demasiado sencilla ni demasiado exagerada. Una impertinente vocecilla interior le preguntó si su preocupación por la imagen no estaría motivada en realidad por la presencia de Iniko en la cena. Frunció los labios y optó por la comodidad de unos pantalones tejanos de color crudo y una camiseta blanca con pedrería cuyo escote sabía que le favorecía. Dudó si llevar el pelo suelto o recogido en una trenza y eligió lo segundo, más sencillo para una cena con la madre de unos amigos. Si es que se podía considerar a Iniko un amigo…
La casa de la madre de Laha e Iniko era una modesta edificación de poca altura en una urbanización que parecía de los años sesenta en el barrio de Los Ángeles. Se notaba que, en su momento, había sido moderna, pero necesitaba una renovación. Sin embargo, el interior de la vivienda, con muebles de estilo colonial, le resultó muy acogedor. Todo estaba muy limpio, ordenado y decorado con objetos y pinturas africanas de una forma sencilla y elegante. En cuanto Clarence conoció a la madre de Laha, supo de dónde provenían su sencillez y elegancia.
Aún se estaban saludando cuando se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y un hombre entró como un huracán en el salón. Iniko besó a su madre, dio una palmada en el hombro a su hermano y, para sorpresa de la joven, abrió la boca y dijo, con voz grave:
—Hola, Clarence.
Tiempos difíciles
Observó con detenimiento a la mujer. Calculó que tendría alrededor de sesenta años y resultaba realmente hermosa. Era un poco más baja que ella y muy delgada, y tenía unos increíbles e inusuales ojos claros, grandes y expresivos. Llevaba un largo vestido sobre unos pantalones, ambos de color azul turquesa, con los puños de las mangas bordados de igual manera que los bajos de los pantalones. Un pañuelo de seda del mismo color le cubría el pelo, que se intuía levemente mechado por cabellos grises. Con el pelo así recogido, sus ojos resaltaban con una intensidad inquietante. Clarence pensó que esa mujer habría sido muy guapa en su juventud.
Se llamaba Bisila, en honor a la Madre Bisila, patrona de la isla de Bioko, referente cultural y espiritual de la etnia bubi. Clarence supo entonces que la talla de la Virgen triste de la catedral representaba a Bisila y que, para los bubis, significaba la madre originaria y creadora de vida en honor a la cual continuaban festejando celebraciones, aunque de manera discreta, pues —según le contaron—, desde hacía unos años, la fiesta estaba prohibida en Guinea por el régimen político, en manos de la etnia mayoritaria fang.
La cena que preparó Bisila fue la de una auténtica fiesta, con platos típicos que Clarence encontró deliciosos elaborados con aceite de palma, ñame, malanga,
böka’ó
de vegetales —una mezcla de verduras y pescado, algo picante— y antílope. Clarence no sabía si en esa casa trataban a todo el mundo igual, pero lo cierto era que se sentía como una invitada especial gracias a Laha y su madre.
Por supuesto, de nuevo le pareció que Iniko era el único a quien su presencia molestaba.
Estaba sentada frente a los hermanos, así que podía observarlos bien. A primera vista, la diferencia más notable y evidente entre ellos era la envergadura física. Iniko era mayor que Laha, pero su cuerpo conservaba la marcada musculatura de un joven. Intentó encontrarles algún parecido y pronto se dio por vencida. Iniko llevaba la cabeza rasurada y Laha lucía unos recios y largos mechones de pelo rizado. La piel de Iniko era mucho más oscura que la de su hermano, quien a su lado parecía mulato. Los ojos de Iniko eran grandes como los de su madre, aunque muy negros y ligeramente almendrados; los de Laha eran verde oscuro y se escondían entre minúsculas arrugas cuando sonreía, lo cual sucedía con mucha frecuencia.
Concluyó que los hermanos se parecían únicamente en el gesto instintivo de acariciarse una ceja con el dedo índice cuando reflexionaban. Miró a Bisila. ¿Cómo podía una mujer tener dos hijos tan opuestos? No le extrañaría nada si le revelaran que uno de los dos era adoptado. En esos momentos, le costaría adivinar cuál de los dos.
En cuanto a sus caracteres, Laha era elegante, simpático y hablador. Era evidente que su estancia en Estados Unidos le había contagiado de la gesticulación propia de los norteamericanos. Iniko, por el contrario, era rudo y callado, rozando la hosquedad. Ni siquiera se molestaba en prestar atención a lo que ella contaba sobre España o a las preguntas que hacía sobre los biokeños y sus costumbres. Clarence intentó en varias ocasiones hacerle partícipe de la conversación, preguntando sobre su trabajo y su vida, pero sus respuestas eran cortas y secas, incluso desdeñosas.
Bisila se percató de sus intentos frustrados y aprovechó que tenía que ir a la cocina a por café para decirle algo a su hijo en su lengua bubi que, para sorpresa de Clarence, le hizo reaccionar un poco. A partir de ese momento, Iniko simuló algo de interés por las inquietudes de una descendiente de colonizadores que no tardó en dirigir la conversación hacia el tema que le interesaba.
—¿Puedo preguntarle algo, Bisila? —La mujer giró la cabeza en su dirección y esbozó una sonrisa de asentimiento—. Tengo entendido que usted y sus hijos vivieron en Sampaka. ¿Podría precisarme cuándo fue eso?
Bisila parpadeó y a Clarence le pareció que tenía que hacer esfuerzos para mantener la sonrisa.
—Me gustaría saber si coincidió usted con mi padre. Él trabajó en la finca entre los cincuenta y los sesenta, más o menos.
—La verdad es que los negros no nos mezclábamos con los blancos. Te habrá contado que en la finca había cientos de personas. Era como un gran pueblo.
—Pero blancos no había muchos. —Clarence frunció el ceño—. Me imagino que todos los conocían, o por lo menos sabían quiénes eran.
—En realidad —dijo Bisila un poco tensa—, yo pasaba más tiempo en mi poblado que en la finca.
Laha e Iniko cruzaron una rápida y significativa mirada. Ambos sabían que a su madre no le gustaba hablar de su época en Sampaka. La conocían muy bien y sabían que estaba procurando eludir de manera educada las preguntas de Clarence.
—¿Sabes, mamá —comenzó a preguntar Laha con intención de desviar la conversación—, que Clarence vive en el norte de España?
—Bueno —se dispuso la joven a matizar—, el norte de España es muy grande y mi valle natal es tan pequeño como esta isla.
—Y nieva y hace mucho frío, ¿no? —añadió Laha.
—Yo no podría vivir en un lugar frío —intervino Iniko, mientras hacía deslizar entre sus dedos una pequeña concha que colgaba de una tira de cuero anudada a su cuello.
—Tú no podrías vivir en otro lugar que no fuera Bioko —le recriminó Laha, divertido.
—No me extraña nada —comentó Clarence, encogiéndose de hombros—. A mí me pasa lo mismo. A veces me quejo del clima y de las incomodidades, pero no puedo soportar estar mucho tiempo lejos de mi tierra. Es una curiosa relación de amor y odio.
Iniko levantó su mirada hacia ella.
Esos enormes ojos la miraron con tal intensidad que se sonrojó.
Definitivamente, ese hombre la ponía nerviosa.
—¿Y cómo se llama tu pueblo? —preguntó Bisila, que se había levantado para servirles otro café.
—Oh, es muy pequeño —respondió Clarence—, aunque ahora lo conoce mucha gente porque hay una estación de esquí. Se llama Pasolobino.
El ruido de la taza de café rebotando contra la mesa y estrellándose en el suelo sobresaltó a todos. Bisila reaccionó rápidamente y, pidiendo disculpas, se retiró a la cocina para traer algo con que limpiar los restos de loza y líquido. Los demás intentaron quitar hierro a la situación.
—La verdad es que el nombre da miedo —bromeó Laha.
—Dicen que todos los nombres significan algo. —Iniko la miraba y sus ojos parecían sonreír por fin—. En este caso es fácil: tierra de lobos.
Arqueó la ceja izquierda.
—Pues tú no tienes aspecto de asustar mucho. —Era la primera vez que la tuteaba.
—Eso es que no me conoces —respondió una inusualmente atrevida Clarence, sosteniendo su mirada.
—Si hay una estación de esquí —intervino Laha—, debe de ser un sitio rico, ¿no?
—Ahora sí —respondió Clarence—. Hace unos años, el valle estuvo a punto de quedarse vacío. La gente se iba a vivir a la ciudad. No había trabajo, solo frío y vacas. Ahora todo ha cambiado. Mucha gente de fuera se ha instalado allí, otros han vuelto y han mejorado los servicios.
Laha se giró hacia su hermano.
—¿Ves, Iniko? El progreso no es tan malo.
Iniko se entretuvo unos instantes removiendo el café con la cucharilla.
—Eso habría que preguntárselo a los nativos de allí —dijo.
—¿Y yo que soy, entonces? —Clarence se sintió ofendida.
—Para Iniko, tú eres como yo. —Laha empleó un tono sarcástico—. Perteneces al bando enemigo de la tierra.
—Eso es una simplificación ridícula —protestó ella, con las mejillas encendidas. Extendió la mano sobre la mesa hasta Iniko para llamar su atención y elevó un poco la voz—. Es muy fácil sacar conclusiones sin molestarse en preguntar. ¡Tú no sabes nada de mí!
—Sé lo suficiente —se defendió él.
—¡Eso es lo que tú te crees! —saltó ella—. Que mi padre fuera un colonial como tantos otros no implica que tenga que andar por ahí pidiendo perdón… —Se detuvo en seco. Por un momento se preguntó si algún día tendría que retractarse ante un hermano biológico.
Iniko torció el gesto, miró a Laha y emitió un silbido.
—Bueno, tengo que reconocer que carácter sí que tiene…
Lo dijo en plan conciliador, pero a Clarence le irritó que se refiriese a ella como si no estuviera presente. Se recostó en la silla. No tenía intención de seguir con la discusión. Afortunadamente, Bisila regresó de la cocina con una escoba y un recogedor. Parecía muy cansada. Laha hizo ademán de encargarse de la tarea, pero su madre se negó. Permanecieron callados mientras Bisila amontonaba los pedacitos de la taza hasta que preguntó, con voz temblorosa:
—¿Cómo se llamaba tu padre?
Clarence se incorporó rápidamente en la silla y apoyó los brazos en la mesa.
—Jacobo. Se llama Jacobo. Vive todavía. —El nuevo interés de Bisila avivó su ilusión. El nombre de su padre no era tan común como para pasar desapercibido. ¿Eran imaginaciones suyas o Bisila se había quedado de piedra? Esperó unos segundos antes de preguntar—: ¿Le resulta familiar?
Bisila sacudió la cabeza y terminó de limpiar con movimientos bruscos.
—Lo siento.
—Vino aquí con mi tío, mi tío Kilian. Es un nombre muy raro. No creo que se pueda olvidar fácilmente. —Bisila detuvo sus movimientos—. Mi tío también vive…
—Lo siento —repitió Bisila con voz apagada—. No, no los recuerdo.
Se dirigió a la cocina murmurando:
—Cada vez tengo peor memoria.
Laha frunció el ceño.
Se produjo un breve silencio que rompió Iniko al levantarse y servir unas copitas de aguardiente de caña de azúcar.
Clarence se mordió el labio en actitud pensativa. Todo lo que tenía que ver con Sampaka terminaba siempre en un punto muerto. Si alguien como Bisila decía que no recordaba a su padre, ya solo le quedaba poner un anuncio en el periódico nacional. Recordó la visita al cementerio y decidió agotar su último cartucho. Esperó a que Bisila regresara y se sentara de nuevo junto a ella y entonces les contó la extraña sensación que le había producido leer el nombre de Pasolobino escrito en una lápida en África.
—Me gustaría saber —pensó en voz alta— quién se toma la molestia de llevarle flores a mi abuelo…