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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (38 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Clarence se llevó la mano a la cara y comprobó que era cierto. Se acercó a su bolso y buscó unos pañuelos. Así que el grandullón seguía allí.

—Pensaba que ya se habría ido —dijo ella mientras cortaba un trozo del pañuelo para taponar la nariz y frenar la débil hemorragia.

—No tengo prisa.

—Pues yo sí. Tengo que recoger todo esto antes de que llegue Fernando.

El hombre se sentó tranquilamente frente a la mesa. La silla crujió bajo su peso. Clarence comenzó a trasladar los montones de papeles ordenados hasta el armario ante la atenta supervisión de él. Su mirada intensa le ponía nerviosa. Y encima, ni siquiera se había ofrecido a ayudarla. Era un hombre verdaderamente grosero.

—Perdona mi retraso, Clarence. —La joven dio un respingo. Fernando cruzó el umbral a grandes zancadas y se sorprendió al ver al otro hombre—. Pensaba que con este tiempo vendrías otro día.

Caminó hacia él y se saludaron con un apretón de manos.

—¿Hace mucho que estás aquí?

Clarence se acercó a recoger el último montón de papeles.

—Vaya, ¿qué te ha pasado? —preguntó Fernando.

—Nada, me he dado un golpe con una puerta.

Fernando la acompañó hasta el armario y echó un vistazo al interior.

—¡Menudo cambio! Veo que has aprovechado el tiempo… ¿Has encontrado algo interesante?

—En realidad, poca cosa que no supiera… Me sorprende que no haya nada sobre los niños nacidos en la finca. Únicamente constan los nombres de las madres que dieron a luz en el hospital. No sé. Tenía idea de que en Sampaka había muchos niños, ¿no?

—Sí que había. —Fernando señaló al hombre que los observaba con el ceño fruncido—. Precisamente tú fuiste uno de ellos, ¿no?

Clarence sintió un súbito interés por él. Calculó que tendría unos cuarenta años, lo cual lo situaba en la época que a ella le interesaba…

—Pero ya no te puedo decir si había censos o no. Tal vez en la escuela… Lo que pasa es que de eso sí que no queda nada. ¿Tú qué dices, Iniko?

«Iniko —repitió mentalmente ella—, se llama Iniko. Qué nombre más raro.»

—Éramos muchos —respondió él, sin gran entusiasmo—. Y yo pasaba más tiempo en el poblado con la familia de mi madre que en la finca. En cuanto a los censos, los bubis solían nacer en sus poblados y los nigerianos, en los barracones de sus familias. Solo si había problemas llevaban a las mujeres al hospital de la finca. Las blancas se iban al hospital de la ciudad.

—¿Por qué te interesa, Clarence? —preguntó Fernando.

—Bueno… —Buscó una mentira plausible—. En mi investigación, me refiero a mi trabajo, hay un apartado dedicado a los nombres de los niños nacidos en época colonial…

—¿A qué niños? —la interrumpió Iniko en tono mordaz—. Nuestros padres nos ponían un nombre y en la escuela nos lo cambiaban por otro.

«Lo cual complica más las cosas», pensó Clarence.

—Ah. —Fernando chasqueó la lengua—. Un tema, este, un poco… espinoso.

—Sí. —Ella decidió no darle mayor importancia para no levantar sospechas—. En fin, como te digo, aquí no he visto nada nuevo que no supiera.

«Bueno, solo que mi padre pasó una grave enfermedad.»

—No he podido terminar de ordenarlo todo. Si me permites que vuelva otro día, prometo hacerlo.

—Es que tienes que volver. ¡No has visto nada! —Se dirigió al otro hombre—. ¿Vas ahora a Malabo?

El hombre asintió.

—¿Podrías llevar a Clarence de vuelta a la ciudad? —Su tono era más una afirmación que una pregunta, por lo que enseguida se dirigió a la mujer—. Esto… Perdóname, Clarence, pero ha surgido un pequeño problema. Se ha inundado el cuarto de los generadores y no me puedo marchar todavía.

Sacó una llave de su bolsillo.

—Si nos disculpas, solo retendré a Iniko un minuto.

Clarence comprendió que tenían que hablar de algo privado, así que asintió. Cogió su bolso mientras Fernando abría un armario y se dio cuenta de que Iniko seguía con la mirada, fría como un témpano, clavada en ella. Probablemente le había hecho la misma gracia que a ella la imposición de un buen rato juntos y a solas. Apretó los labios y salió. No podía imaginarse, pensó con ironía, nada más divertido que aguantarlo todo el trayecto de regreso a Malabo. Supuso que el
jeep
que había visto era de Iniko, pero ni se le ocurrió cruzar el patio hasta allí por miedo a encontrarse con aquel otro loco, así que esperó cerca de la puerta.

Escuchó que hablaban de cuentas. Hubo un momento que le pareció que discutían porque la voz de Iniko se elevó, pero Fernando pareció tranquilizarlo con una larga explicación. Al poco, ambos salieron. Fernando insistió en que Clarence regresara a Sampaka tantas veces como quisiera durante su estancia en la isla; le entregó un papel donde había anotado un número de teléfono, y le hizo prometer que lo llamaría para cualquier cosa que necesitase.

Cuando quiso darse cuenta, Iniko ya había cruzado medio patio. Clarence tuvo que correr para alcanzarlo y seguir su ritmo hasta un Land Rover blanco. Él entró, puso el vehículo en marcha y dio la vuelta. «¿Es que no piensa llevarme?», se preguntó ella. Vio que Iniko se estiraba para bajar la ventanilla del lado del acompañante.

—¿A qué espera para subir? —preguntó.

Ella entró en el coche y al sentarse se dio cuenta de que llevaba los pantalones completamente salpicados de gotas rojas. Intentó sacudirlas con la mano, pero solo consiguió que las pequeñas manchas se fundieran y formaran una fina película de barrillo.

El incómodo silencio impuesto por Iniko duró varios kilómetros. Clarence miró por la ventanilla. Había dejado de llover, pero unas bajas brumas envolvían el paisaje de maleza y espesura a ambos lados del camino. El todoterreno avanzó sin problemas a bastante velocidad hasta la carretera principal. Al poco tiempo, distinguió al frente las primeras edificaciones de la ciudad. A su lado, Iniko miró el reloj.

—¿Dónde se aloja?

Ella le dijo el nombre del hotel y la calle y él asintió.

—Tengo que ir al aeropuerto. Si quiere que la lleve a su hotel, tendrá que esperar. Si no, puedo dejarla por aquí.

Clarence frunció el ceño. Calculó que estaba lejos del centro y no pensaba deambular sola otra vez por esos barrios destartalados.

—De acuerdo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que, si no le importa, prefiero acompañarlo al aeropuerto —respondió, irritada—. Solo espero que luego no me anuncie que va a coger un vuelo.

Era un comentario ridículo, pensó. Siempre podría volver en taxi a su hotel.

Iniko torció el gesto en algo parecido a una sonrisa contenida.

—Tranquila. Voy a recoger a alguien. Llego tarde.

Giró a la izquierda para tomar una circunvalación que llevaba hasta la avenida del aeropuerto y, en unos minutos, Clarence comenzó a reconocer parte del trayecto del día anterior. Al llegar al pequeño aparcamiento salpicado de árboles enormes sobre los que descansaban grandes cuervos negros con collares de plumas blancas, distinguió, entre los numerosos pasajeros que esperaban un taxi, a un hombre joven que les hacía señas con la mano. Se fijó en que iba muy bien vestido, comparado con la mayoría de la gente que había visto. Llevaba unos tejanos de marca de color claro y una camisa blanca. Cogió su maleta y comenzó a caminar hacia ellos. Iniko salió del coche y los dos hombres se saludaron con un afectuoso abrazo y palmadas en la espalda. Miraron hacia el interior del vehículo y Clarence supuso que hablaban de ella. Dudó si salir o no, pero decidió esperar.

Enseguida los dos subieron al Land Rover.

—¿Me siento detrás? —preguntó Clarence en voz baja a Iniko.

—No, por favor —dijo el otro hombre a sus espaldas—. Iniko me ha dicho que eres española y que os habéis conocido en Sampaka.

Su inmediato tuteo le transmitió una sensación de cercanía. Y además, tenía una voz muy alegre.

—… Y que te llamas Clarence, como la ciudad. —Ella asintió. Nunca más sería Clarence a secas. En ese lugar estaba condenada a ser llamada
Clarence-como-la-ciudad
. Él extendió la mano—. Yo me llamo Laha.

—Mucho gusto, Laha.

—¿Y qué haces en Malabo? ¡Déjame adivinar! Eres cooperante de alguna ONG.

—Pues no.

—¿No? —Pareció sorprenderse. Se apoyó con los codos en los asientos delanteros, entre Clarence e Iniko, y entrecerró los ojos—. A ver… ¿Enviada de Naciones Unidas para redactar algún informe?

—No. —Cada segundo que pasaba, a Clarence le agradaba más Laha. Era muy simpático, además de enormemente atractivo, y su castellano era perfecto, aunque con un ligero acento que le pareció norteamericano.

—¿Empresaria? ¿Ingeniera? ¡Iniko! ¡Ayúdame!

—Investigadora —dijo Iniko con voz neutra—. Supongo que de la universidad.

«Bueno, memoria al menos sí tiene», pensó Clarence.

—¿Y qué investigas? —preguntó Laha.

—Soy profesora de lingüística. He venido aquí a recoger información para un proyecto sobre el español que se habla en Guinea.

—¡Qué interesante! ¿Y qué? ¿Qué tal hablamos?

Clarence se rio.

—¡Llegué ayer! Todavía no me ha dado tiempo a nada… Y tú, ¿a qué te dedicas? ¿Has venido de vacaciones?

—Sí y no. Soy ingeniero y me ha enviado la empresa para revisar el montaje del tren de licuefacción que se va a construir en la planta. —Vio que Clarence abría los ojos con sorpresa—. ¿Sabes de qué te hablo?

Ella negó con la cabeza.

—Mira —señaló por la ventanilla hacia la izquierda—, en algún lugar por ahí hay un laberinto de tuberías que forma el complejo petroquímico de Punta Europa. Aquí tenemos mucho petróleo y gas, pero lo explotan empresas extranjeras como la mía y se exporta todo. Con las nuevas instalaciones podremos licuar aquí el gas. Lo siguiente será construir una refinería…

Iniko soltó un bufido seguido de unas palabras en una lengua africana y Laha frunció el ceño.

—En fin, que hay muchos proyectos en marcha…

—Y, claro, tienes que venir con frecuencia —intervino Clarence—. ¿Dónde vives habitualmente?

—En California. Pero me encanta venir porque yo nací aquí.

—¡Vaya! —Cada vez que Laha hablaba, Clarence se sorprendía más.

—Estudié en Berkeley y me coloqué en una multinacional. Casualidades de la vida, mi empresa compró los intereses de una empresa petrolífera en Guinea y me propuso estar al tanto de las ampliaciones de las instalaciones, precisamente porque conozco esta isla y no me importa hacer muchos viajes. Así puedo ver a la familia, ¿verdad, Iniko? —Le dio una palmada en el hombro.

—¿Sois familia? —preguntó Clarence, ahora ya realmente asombrada. Esos dos hombres no se parecían en nada.

—¿No te ha dicho Iniko que venía a recoger a su hermano al aeropuerto?

—La verdad, no.

«En realidad, no me ha dicho absolutamente nada.» ¿Cómo podían ser tan diferentes? A Iniko nada parecía interesarle.

Laha emitió un bostezo y cambió de tema:

—¿Y qué planes tienes? ¿Has quedado con alguien para que te enseñe la ciudad?

—Todavía no. El lunes iré a la universidad. —Deseó que Laha propusiera alguna idea para esa misma tarde o para el día siguiente, pero no quería sonar ni desesperada ni aburrida. Además, él acababa de llegar de un largo viaje—. Hoy aprovecharé para hacer algo de turismo.

—Nosotros tenemos una reunión familiar —dijo Iniko de tal manera que quedó claro que ella no estaba incluida en sus planes.

—Yo no creo que aguante mucho —dijo Laha, ahogando otro bostezo.

«Mala suerte», pensó Clarence, un poco frustrada. Miró por la ventanilla y reconoció la calle de su hotel.

Iniko detuvo el vehículo ante la puerta y no hizo ademán de bajarse. Sin embargo, Laha sí lo hizo.

—Clarence…, ¿quieres que te acompañe el lunes a la universidad? —propuso, como si se hubiera dado cuenta de lo sola que estaba ella en la isla—. Tengo amigos en el departamento de mecánica. Suelo ir a verlos.

Meditó unos segundos.

—¿Qué tal a las diez en la puerta de la catedral? ¿O prefieres que te recoja aquí?

—En la catedral está bien. Muchas gracias.

—Hasta el lunes, entonces.

Laha tendió la mano para despedirse y Clarence la estrechó, agradecida y contenta de haber conocido a alguien como él. Entonces se percató de que no se había despedido de Iniko y, al fin y al cabo, él le había hecho el favor de llevarla. Se inclinó para ver el interior del Land Rover, pero él no se había movido ni un centímetro. Seguía con el codo apoyado en la ventanilla y la mirada al frente. Clarence reprimió una sonrisa cortés y apretó los labios.

No había conocido a nadie tan antipático en toda su vida.

Después de comer y de echarse una siesta, Clarence se atrevió a ir hasta la catedral, una impresionante construcción de estilo neogótico cuya fachada estaba flanqueada por dos torres de cuarenta metros. De nuevo se dio cuenta de que todo el mundo la miraba. No debía ser frecuente ver a una mujer blanca paseando sola. Lo cierto era que se sentía incómoda, y, por primera vez, se arrepintió de no haber convencido a Daniela o alguno de sus amigos para que la acompañasen. ¡Y solo llevaba un día en la isla!

Se refugió durante un largo rato en el interior de la catedral —el único lugar donde se sentía tranquila y segura—, embelesada por las altas y esbeltas columnas de color amarillo pálido con base de mármol negro que soportaban la bóveda de crucería de la nave principal. Luego caminó hacia el altar y se entretuvo unos instantes contemplando la talla de una Virgen negra con la mano derecha apoyada en el hombro izquierdo. Tras ella se distinguía la cabeza tallada de un niño pequeño. La luz del atardecer, que se colaba por las vidrieras de colores de los ventanales, iluminó el rostro de la imagen, levemente inclinado hacia el suelo. Le pareció que la Virgen negra tenía una expresión muy triste y que su mirada se perdía en algún punto más allá del infinito. ¿Por qué la habrían tallado así, tan apenada?, se preguntó. Sacudió la cabeza. Tal vez solo fueran imaginaciones suyas… Por culpa del exceso de tiempo libre se estaba fijando en los detalles más extraños.

Decidió regresar al hotel y se tumbó en la cama, con la mirada fija en el techo, pensando en las opciones para el domingo. ¿Qué haría hasta el lunes?

Encendió la televisión, pero no se veía nada. Llamó a recepción para dar aviso, pero, para su sorpresa, la señorita le informó, con una pronunciación atropellada y llena de eses, de que la emisión había sido suspendida. Según le dijo, a veces sucedía que se olvidaban de repostar de combustible el grupo electrógeno gracias al cual funcionaban los transmisores de radio y televisión instalados en el pico Basilé, adonde no llegaba la luz eléctrica.

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