Meses más tarde, nació el hijo de Julia y Manuel. Al final decidieron llamarlo Ismael, porque, según explicó Julia a los hermanos después del bautizo, Emilio no solo había ganado la apuesta, sino que se había dado cuenta de que había demasiados Fernandos por todas partes. Por esas mismas fechas, Catalina dio a luz a un niño al que llamaron Antón y que falleció a los dos meses de bronquitis capilar, según supieron por una triste carta de su madre.
Kilian encajó la noticia con una honda tristeza por su hermana, a quien le costaría superar esa dura prueba. Catalina nunca había gozado de buena salud. El embarazo le había resultado pesado, había tenido que guardar reposo absoluto los últimos meses y, durante el parto, se había temido por su vida. Recordó lo mal que había encajado él la muerte de su padre e intentó imaginar cómo se tendría que sentir Catalina al perder a su hijo. Su dolor tendría que ser profundo, lacerante, insoportable.
Por primera vez en mucho tiempo, Kilian decidió afrontar la situación y escribió una emotiva carta a Mariana y a Catalina en la que les anunciaba que, en pocos meses, a principios del siguiente año, regresaría a casa. Tal vez, pensó mientras elegía las difíciles palabras de consuelo, la inesperada alegría de su vuelta sirviera para distraer, que no atenuar, su aflicción.
Como si la tierra comenzara a despedirse de él, ese año la cosecha sufrió un ataque de virulencia inesperada del
charocoma
, un gusano que minaba superficialmente las piñas de cacao. La finca presentaba un aspecto lastimoso. No había piña que se hubiera librado de las galerías de las diminutas orugas rosadas. Las escamas y costras de las pieles necrosadas cubrían prácticamente la superficie de todos los frutos. Por culpa de la plaga, no podía apreciarse bien el proceso de maduración. De hecho, en algunas zonas, la cosecha había sufrido cierto retraso porque las costras habían frenado no solo el acceso de la iluminación y el calor directo a las piñas, sino también la acción de los fungicidas. Si ya una cosecha era dura de por sí, aquel año tenían más trabajo del habitual. Ante el temor de nuevos ataques invasores de los persistentes colonizadores de las plantaciones, se hacía necesario tomar medidas drásticas. Una vez partidas las piñas, se recogían las cáscaras para enterrarlas, quemarlas o cubrirlas de cal. También había que quemar los chupones, no dejar ni un solo fruto en los árboles, y adelantar y aumentar la frecuencia de los tratamientos con pesticidas.
—Garuz no estará muy contento —dijo José mientras cogía puñados de granos, los observaba, los tocaba, los olía y los devolvía a la plancha de pizarra del secadero—. Entre la lluvia y el bicho, el cacao no será el mismo que el de otras cosechas.
A su lado, Kilian parecía nervioso. Cada poco rato, daba golpecitos en el suelo con la punta del pie derecho.
—¿Qué te pasa? ¿Es momento para bailes?
—Hace unos días que me pica el pie. Y hoy además me duele.
—Déjame ver.
Kilian se sentó y se quitó la bota y el calcetín.
—Es justo aquí. —Señaló debajo de la uña del cuarto dedo—. Me pica mucho.
José se arrodilló y se acercó para confirmar sus sospechas.
—Has cogido una
nigua
. —Soltó una risita—. Te pasa como a los árboles de cacao. Te quiere colonizar un gusano.
Vio la cara de asco de Kilian y se apresuró a explicar:
—No te asustes, es muy frecuente. La
nigua
es tan pequeña que la puedes coger en cualquier sitio. Se mete entre los dedos de las manos o los pies y se va comiendo la carne con su trompa alargada mientras llena una bolsa de hijos. ¿Ves? En este bulto están los hijos.
Kilian estiró la mano a toda prisa con intención de arrancársela de un pellizco, pero José lo detuvo.
—Ah, no. Hay que sacar la bolsa con mucho cuidado. Si se rasga, los hijos se extienden por los demás dedos. No serías el primero que pierde parte de un dedo…
—¡Ahora mismo voy al hospital! —Kilian, nervioso y asqueado, se colocó el calcetín y la bota con todo el cuidado del que fue capaz.
—Pregunta por mi hija —le aconsejó José—. ¡Es una experta sacando
niguas
!
De camino al hospital, apoyando solo el talón del pie derecho, la aprensión de unos segundos antes se transformó en una agradable expectación. Hacía semanas que no veía a la hija de José. Tenía que reconocer que las pocas veces que había acompañado a su amigo ese año a Bissappoo había albergado la esperanza de toparse con ella allí, pero, por lo visto, no subía con mucha frecuencia al poblado. Repartía su vida entre el hospital y su marido. En alguna ocasión, José le había comentado su extrañeza por el hecho de que todavía no tuvieran hijos, después de cuatro años de matrimonio. ¡Cuatro años! A Kilian le parecía mentira que hubiera pasado tanto tiempo desde que la conociera el día de su boda. Los recuerdos de ese día habían sido suplantados por la imagen de la joven acariciándolo durante su enfermedad. Después de eso, nada. Nunca habían tenido la ocasión de verse a solas. Alguna vez la había visto cuando cruzaba, decidida y resuelta, el patio principal en busca de José. Se acercaba a su padre, lo saludaba amablemente, asentía a las explicaciones de su trabajo y echaba la cabeza hacia atrás para soltar más de una refrescante carcajada contra el calor sofocante del cacao recién tostado. Kilian aprovechaba esos momentos para observarla, esperando ese instante, que siempre llegaba, en el que ella se giraba hacia él discretamente y lo miraba con esos ojos que luego se le aparecían en la oscuridad de la noche.
Tenía que admitirlo, sí. Muchos días, amenizadas por los cantos de los braceros en las plantaciones, las fantasías en las que él suplantaba a Mosi y ella a Sade lo habían entretenido horas y horas. Y una vez más, maldijo su mala suerte. De todas las mujeres posibles, él se había empezado a ilusionar con una mujer casada y, por tanto, prohibida allí, en España, y probablemente en cualquier otro lugar. Afortunadamente, razonó mientras ascendía los peldaños del edificio, nadie podía conocer ni sus pensamientos ni sus sentimientos. Y, gracias al asqueroso bicho que intentaba apoderarse de su pie, cabía la posibilidad de poder disfrutar de un precioso rato a solas con ella.
Entró directamente en la gran sala donde atendían a los braceros enfermos y paseó la mirada por las camas dispuestas de manera ordenada a un lado y otro de la estancia. Un enfermero se acercó y, en respuesta a su pregunta, le indicó el pequeño cuarto donde se realizaban las curas. Kilian dio unos golpecitos en la puerta y sin esperar respuesta la abrió.
Emitió un sonido de sorpresa y sus ilusiones se desvanecieron.
Su hermano estaba en una silla con la camisa manchada de sangre y un palo de madera entre los dientes mientras la hija de José cosía un corte profundo en su mano izquierda. La mujer se detuvo y colocó una gasa sobre la herida.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Kilian con preocupación.
Jacobo se quitó el palo de la boca. Tenía el rostro cubierto de sudor.
—Me he cortado con el machete.
—¿Y en qué estabas pensando? —Miró a la enfermera con curiosidad—. ¿No está Manuel?
—Ha ido a la ciudad —respondió ella. Al ver que él no apartaba la mirada, pensó que tal vez el hombre ponía en duda sus habilidades y añadió, un tanto altiva—: Pero yo sé curar heridas como esta.
—Estoy seguro de ello —replicó Kilian con firmeza—. ¿Es una herida grave?
—Un par de puntos y habré terminado. El corte es limpio pero profundo. Tardará días en cicatrizar.
—¡Menos mal que es la mano izquierda! —dijo Jacobo—. Al menos podré abrocharme los pantalones yo solo. —Soltó una risita nerviosa—. Es broma. Anda, Kilian, siéntate a mi lado y háblame mientras termina esta preciosidad. Es la primera vez que me cosen y duele mucho.
Kilian arrastró una silla a su lado y la enfermera continuó con su labor. Jacobo se puso tenso.
—¡Con lo guapa que eres y el daño que haces!
Su hermano le colocó la madera entre los dientes, que apretó con fuerza mientras respiraba agitadamente. Kilian frunció el ceño al ver el corte y se admiró de que la hija de José no mostrase ningún signo de desagrado. Seguro que estaba acostumbrada a ver cosas peores, se dijo. En un momento terminó la última puntada, cortó el hilo, desinfectó nuevamente la herida, la cubrió con una gasa limpia y vendó la mano con cuidado.
—Gracias a Dios que ya has terminado. —Jacobo se pasó la lengua por los labios resecos y suspiró—. Un poco más y me saltan las lágrimas.
—No te preocupes, Jacobo. Tu orgullo está a salvo. —Kilian le dio unas palmaditas en el brazo—. Te has portado como un hombre.
—Eso espero… —guiñó un ojo a la enfermera—, porque aquí todo se sabe.
Ella ni se inmutó. Recogió las cosas y se levantó.
—Tendrá que venir dentro de unos días a que don Manuel revise la herida y le diga cuándo hay que quitar los puntos. Procure no mover mucho la mano.
Se giró y se dirigió a la puerta.
—¡Espera! ¡No te vayas! —dijo Kilian—. Yo también te necesito.
Ella se dio la vuelta.
—Perdóname. Pensé que habías venido a buscar a tu hermano. —Frunció el ceño—. ¿Qué te sucede?
—Una
nigua
.
—Enseguida vuelvo —dijo ella con una sonrisa—. Necesito un palillo de bambú.
—¿Te has fijado, Kilian? —dijo Jacobo cuando ella salió—. A ti te tutea y a mí no.
Su hermano se encogió de hombros.
—Será que le pareces más serio que yo —comentó Kilian, y Jacobo se rio con ganas—. Oye, puedes marcharte ya si quieres. Igual te apetece tomarte un café después de lo mal que lo has pasado.
—Ni hablar. Yo me quedo aquí hasta que esta enfermera acabe con los dos.
Kilian procuró que su voz no denotara fastidio. Tampoco ese día podría hablar a solas con ella.
—Como quieras.
No pudo hablar a solas con ella, pero almacenó la impresión de las yemas de sus dedos en su tobillo, en el empeine del pie, en el talón, en cada centímetro que ella tuvo que tocar mientras iba cortando con el palito los bordes de la bolsa de los huevos de
nigua
hasta que se desprendió completa. Memorizó todos y cada uno de sus gestos durante los escasos minutos que duró la intervención, en los que Jacobo no dejó de hablar, como si no hubiera nadie más con ellos, del próximo viaje de su hermano a España. Ella parecía concentrada en lo que hacía, pero hubo un instante en que Kilian percibió que su mirada se enturbiaba y una fina arruga se dibujaba en su entrecejo. Fue cuando Jacobo dijo, de manera inoportuna:
—¿Y qué hará Sade tanto tiempo sin ti, hermanito? ¿Querrás que la cuide en tu lugar? ¡Estará tan triste!
Kilian apretó los labios y no respondió.
Las semanas anteriores a su viaje, Kilian no pudo dejar de compararse con los trabajadores nigerianos de la finca. Como ellos, cuando llegó era un muchacho fibroso lleno de curiosidad que regresaría al cabo de los años a su patria transformado en un hombre musculoso, grande y fornido. También él acumulaba cosas que había comprado para llevar a casa y una generosa cantidad de dinero. La única diferencia radicaba en que los braceros iban de nuevo a Nigeria porque en su contrato, redactado hábilmente para que el capital no solo no se quedase en Guinea, sino que volviera al territorio nigeriano, estaba estipulado que cobrasen el cincuenta por ciento en la colonia y el otro cincuenta por ciento en su país. En el caso de Kilian, los miles de kilómetros de distancia separaban dos extremos de una misma patria y por tanto, su viaje consistiría especialmente en un reencuentro con su pasado; un pasado que los seis años en una finca de cacao en tierra tropical habían conseguido difuminar, pero no borrar ni de su mente ni de su corazón.
Sin embargo, cuando llegó a su valle —después de una noche en una Zaragoza donde muchas mujeres ya llevaban pantalones, donde los Fiat 1400 acompañados por algún Seat 600 habían desplazado a los Peugeot 203, Austin FX3 y Citroen CV, y donde ya no existía el café Ambos Mundos— y divisó los aledaños de Pasolobino —después de ascender por el pedregoso camino limpio de zarzas y malas hierbas, con el mismo abrigo gris oscuro que no había necesitado en los últimos años, y tras los pasos de la yegua que, guiada por uno de sus primos, había transportado su abultado equipaje—, levantó la cara hacia la estampa apagada del pueblo delineado rígidamente contra el cielo claro de un frío día de marzo del año 1959 y sintió una confusa mezcla de sensaciones.
Pasolobino y Casa Rabaltué estaban tal como los recordaba, a excepción del edificio que iba a ser la nueva escuela y de la ampliación del pajar de su casa, y las personas tampoco habían cambiado tanto, aunque el tiempo las hubiera transformado o marcado físicamente.
Al principio, le costó entablar una conversación fluida con una Mariana de pelo cano recogido en un escueto y apretado moño que resaltaba las nuevas y numerosas arrugas de su rostro. Ni siquiera podía mantener su insistente y maternal mirada mucho rato. Prefería que los breves diálogos de temas generales y superfluos actuasen de barrera y mantuviesen las innegables emociones bajo control. Mariana se desvivió por agasajarlo, pero en ningún momento lo atosigó con comentarios nostálgicos ni lastimeros que, su hijo presentía, inundaban su ser. Kilian envidió la fortaleza exterior, carente de esa quejosa resignación que acompañaba a otras mujeres, con la que animaba a una demacrada y abatida Catalina a que no abandonase sus tareas diarias y a que cuidase más de su esposo Carlos porque —decía— la vida pasaba muy rápido y ella había perdido tres hijos y un marido y continuaba batallando para los siguientes que llegaran, que los habría; antes o después siempre había otros. Que ella recordase, ninguna casa se había quedado vacía por mucho tiempo.
Kilian repartió regalos por todo el pueblo. Los objetos más delicados, adquiridos en los almacenes Dumbo de Santa Isabel, fueron para su madre y su hermana: telas preciosas de algodón y seda, dos mantones de Manila y bolsos, una mantelería preciosamente bordada y nuevas colchas para las camas. Para los familiares y vecinos había traído latas de cigarrillos Craven A y botellas de los mejores whiskies irlandeses y escoceses —todo un lujo en esa parte del mundo—, y algo tan desconocido en Pasolobino como las piñas y los cocos. Ante el asombro de los demás, sujetaba un coco en la mano izquierda, levantaba su machete con la derecha, cortaba la dura corteza con un golpe seco, y ofrecía a los presentes la oportunidad de beber el líquido del interior antes de saborear la crujiente carne del fruto.