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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (30 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—No, no la hay —respondió tajante a sus espaldas el padre Rafael, dando cortos paseos con las manos juntas sobre su grueso vientre—. Pero estás sacando las cosas de quicio, Kilian. Lo que tú quieres no es que un negro rece, sino que cure a tu padre. Es eso, ¿verdad? No estás poniendo en duda solo la actuación de los médicos, sino la voluntad de Dios. Eso es pecado, hijo. Estás cuestionando a Dios. Más que eso. Pretendes retar a Dios.

Se dirigió al doctor:

—Manuel, dile que todo este asunto es… es… ¡una completa sinrazón!

Manuel miró a Kilian y suspiró.

—Ya no hay remedio, Kilian, ni con nuestra medicina ni con la bubi. Todo lo que hagas será una pérdida de tiempo. Y no solo eso. Aunque no esté prohibido, si se entera Garuz, se pondrá furioso. No le parecerá nada adecuado que se sepa que los blancos hacemos caso de las tradiciones negras. —Sus dedos tamborilearon sobre la mesa—. No están las cosas para bromas, en estos momentos, ya sabes…, con esos aires de independencia…

—Confío en la discreción de José —adujo Kilian con obstinación—. Y espero poder confiar también en la vuestra. ¿Alguna cosa más?

El padre Rafael apretó los labios y sacudió la cabeza mostrando su disconformidad por el incomprensible empeño de Kilian. Se dirigió airado hacia la puerta, puso la mano en el pomo y dijo:

—Haz lo que quieras, pero yo le daré el último santo sacramento después de que ese… —Se interrumpió y reformuló sus palabras antes de salir—:
Yo
seré el único y último en darle la extremaunción.

Se hizo un incómodo silencio. Jacobo, que había permanecido callado mientras los otros exponían sus razones, comenzó a caminar nervioso de un lado a otro mesándose el cabello y emitiendo algún que otro resoplido. Finalmente se sentó al lado de su hermano.

—También es mi padre, Kilian —dijo—. No puedes hacer esto sin mi consentimiento.

—¿No te basta con que yo quiera hacerlo? ¿Qué más te da? ¿Qué hay de malo, Jacobo? ¿Y si hubiera algo…? Manuel, tú mismo nos has contado cosas de las plantas que investigas… —Manuel negó con la cabeza.

Kilian apoyó los codos sobre la mesa y se frotó las sienes. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no echarse a llorar delante de los dos hombres.

—¡Solo tiene cincuenta y siete años, maldita sea! ¿Sabéis cuántos nietos tiene José? ¡Pues papá nunca conocerá a los suyos! No ha hecho otra cosa en toda su vida que trabajar, partirse la espalda para conseguir una vida mejor para nosotros, para su familia, para la casa… No es justo. No. No lo es.

—Está bien, allá tú. —Jacobo suspiró, derrotado al fin por el tono implorante de su hermano—. Pero yo no quiero saber nada.

Lanzó una breve mirada de soslayo al médico.

—¿Manuel?

—En última instancia no es asunto mío. Te aprecio, Kilian… —titubeó imperceptiblemente—, os aprecio a los dos, Jacobo. No servirá de nada, ni para mal ni para bien. Por tanto, a mí me da igual lo que hagáis…, lo que hagas, Kilian. —Se encogió de hombros—. Después de tantos años en Fernando Poo, pocas cosas pueden sorprenderme ya.

A la mañana siguiente, cuando llegó el hechicero o
tyiántyo
, Antón estaba prácticamente en coma. Apenas balbucía algunas palabras inconexas. Nombraba a personas y ocasionalmente sonreía. De pronto ponía cara de sufrimiento y se quejaba y su respiración se volvía dificultosa.

Solo José y su hija acompañaban a Kilian en la habitación.

Nada más entrar, el médico y sacerdote bubi agradeció al hombre blanco los generosos presentes que había enviado por medio de Simón. Enseguida preparó su intervención. Primero se colocó un llamativo sombrero de plumas y una larga falda de paja y encendió una pipa. Después, empezó a atar diversos amuletos en los brazos, cintura, piernas y cuello de Antón. José había adoptado una actitud respetuosa, de pie, con la cabeza agachada y las manos cruzadas, y su hija se movía por la habitación atendiendo a las indicaciones del doctor con exquisita diligencia y serenidad. Los amuletos eran conchas de caracol, plumas de aves, mechones de pelo de oveja y hojas del árbol sagrado
Iko
.

Kilian observó la escena en silencio, sin intervenir. Supuso que esos objetos, como los de la entrada a Bissappoo, servían para ahuyentar a los malos espíritus. Al ver a su padre decorado de esa manera, parte de su ser empezó a arrepentirse de no haber hecho caso a su hermano. Pero en algún lugar de su corazón parpadeaba la pequeña llama de un ingenuo e irracional anhelo que, alimentado por los relatos poblados de milagros que recordaba de su infancia y por la imagen de aquella Fe de Zaragoza que sujetaba con su firme brazo a un hombre sin fuerzas, lo mantenía con la vista clavada en Antón esperando un gesto enérgico, una sonrisa abierta, un movimiento ágil que indicara que todo había sido una falsa alarma, una gripe, un engañoso ataque de paludismo, un cansancio pasajero…

El brujo desató de su cintura una calabaza rellena de pequeñas conchas y comenzó el ritual. Invocó a los espíritus y les pidió que revelara la enfermedad, su causa y la medicina más efectiva para su cura. Extrajo dos pequeñas piedras muy redondas y lisas de una bolsa de cuero y las colocó una sobre otra. Las piedras, explicó José, eran la herramienta imprescindible para averiguar si el enfermo se recuperaría o moriría. No había más alternativas.

El hechicero hablaba, silbaba, murmuraba, susurraba. Kilian no podía entender ni las preguntas ni las respuestas. Al cabo de un rato, cuando José tradujo el diagnóstico final —el enfermo no había cumplido sus obligaciones para con los muertos y, probablemente, moriría—, la débil llamita se extinguió en el corazón de Kilian y un definitivo vacío ocupó su lugar. Agachó la cabeza y apenas fue consciente de que, a instancias de José, le prometía al brujo que él no caería en el mismo error y cumpliría las obligaciones requeridas para con sus antepasados fallecidos. Entonces, el doctor bubi asintió satisfecho, recogió sus cosas y se marchó.

—Has hecho bien, Kilian. —José, complacido y agradecido por el respeto del joven hacia sus tradiciones bubis, apoyó una mano en su hombro.

Kilian no se sintió reconfortado por las palabras de José. Arrastró una silla y se sentó al lado de su padre. La hija de José le dedicó una tímida sonrisa a la que él no respondió, por lo que terminó de arreglar el embozo de las sábanas y salió seguida de su padre. Durante un buen rato, Kilian sostuvo la mano de Antón fuertemente apretada entre las suyas, impregnándose del calor caduco de su cuerpo. Las aspas del lento ventilador del techo marcaban el paso del tiempo con golpes regulares y monocordes, rompiendo cruelmente la falsa quietud del estado de ánimo del joven.

Un largo rato después, Jacobo entró en la habitación, acompañado del padre Rafael. Los dos hermanos observaron en actitud respetuosa, en la misma postura que había adoptado José ante el hechicero bubi, como Antón recibía los santos sacramentos y la bendición apostólica de manos del sacerdote.

De pronto, como si sintiera la presencia de sus dos hijos, Antón empezó a manifestar un desasosiego que nada podía calmar, ni las palabras de los hombres, ni los mimos de la enfermera a la que Jacobo llamó, nervioso, ni la nueva dosis de morfina que pidieron que Manuel le suministrara. Apretaba con una inusitada fuerza las manos de los hermanos y movía la cabeza de un lado a otro como si luchase contra una fuerza descomunal.

En un momento, Antón abrió los ojos y dijo en voz alta y clara:

—Los tornados. La vida es como un tornado. Paz, furia y paz de nuevo.

Cerró los ojos, su intranquilidad cesó, y expiró.

Fue un sonido seco, ronco, rápido.

Entonces, Kilian pudo observar con total aflicción como llegaba la temida pérdida de expresión, la rigidez del rictus y el acartonamiento de la carne.

Eso era la muerte.

Cuando el peor tornado que recordaban los más viejos arrasó la finca, Kilian lo analizó en profundidad para comprender las últimas palabras de su padre. Hasta entonces, un tornado simplemente había sido para él una combinación de viento, lluvia y furiosas descargas eléctricas. Un calor sofocante precedía al fenómeno; durante el tornado la temperatura bajaba entre doce y veinte grados; y después de la lluvia volvía el calor intenso y desagradable.

Sin embargo, esta vez no pudo ser un mero espectador, sino que su espíritu se mezcló con la tormenta y él mismo rugía y se destruía.

Todo comenzó con una nubecilla blanca que se apreciaba en el cenit; una nubecilla que iba creciendo y oscureciéndose a medida que descendía hacia el horizonte. De momento pareció que todo ser viviente cesaba su actividad; la naturaleza parecía muerta.

No se oía ni un ruido.

Kilian recordó ese instante previo al primer copo de nieve; esa calma intensa que produce una sensación placentera de debilidad e irrealidad.

Reinaba una tranquilidad absoluta, profunda, solemne. Empezaron a sentirse ecos lejanos de truenos y a verse relámpagos que se acercaban. Los relámpagos eran tan intensos que parecían durar minutos en los que la atmósfera se incendiaba. Y de pronto, el viento; rachas de tal furia que doblaba todo.

El tornado duró más de lo normal y concluyó con un furioso diluvio. El viento y la lluvia amenazaban con acabar con el mundo, pero, cuando cesaron, la atmósfera fue invadida por una pureza y una claridad deliciosas. Los seres vivos volvían a palpitar de una forma nueva, como activados por un fuego regenerador.

De la misma manera, tras la muerte de Antón, Kilian pasó de la calma del aturdimiento a la cólera.

La claridad y serenidad posteriores tardarían años en llegar.

Decidieron que el cuerpo de Antón fuera enterrado en el cementerio de Santa Isabel, en una tumba abierta en la tierra.

Las enfermeras limpiaron y vistieron el cadáver de Antón con presteza ante las miradas angustiadas de Jacobo y Kilian. La hija de José le pintó unas pequeñas marcas en el pecho, cerca del corazón.

—Estas señales hechas con
ntola
purifican tu cuerpo —murmuró—. Ahora serás recibido con todos los honores tanto por tus antepasados blancos como por los nuestros. Podrás pasar de un entorno a otro sin dificultad.

El féretro salió del hospital y cruzó el patio principal de la finca a bordo de un camión que lo conduciría a la ciudad. Los empleados de la finca siguieron al camión repartidos entre un par de furgonetas y el Mercedes del gerente, conducido por un triste Yeremías, que había solicitado a
massa
Garuz que le permitiera hacer de chófer de los hermanos en recuerdo del fallecido. Al paso del cortejo fúnebre, la mayoría de los trabajadores cerraron las puertas y ventanas de sus barracones y algunos hicieron sonar unas campanas de madera.

Los africanos creían que el alma seguía al cuerpo hasta que era enterrado. E incluso que, una vez enterrado, el alma continuaba rondando cerca de los lugares donde había vivido el fallecido. Por eso tocaban las campanas al paso de un cuerpo sin vida: pretendían asustar y desorientar al alma para que no retornase al pueblo. Y por eso mismo cerraban puertas y ventanas. Kilian escuchaba las explicaciones de José mientras las palmeras reales de la entrada y salida de Sampaka estampaban su intermitente reflejo sobre la superficie brillante del vehículo. Dejó volar su imaginación hacia las cumbres de Pasolobino e imaginó cómo hubiera sido el entierro de Antón en su pueblo. Cuando alguien fallecía, permanecía unas horas en su casa y tenían lugar el velatorio y el rezo del rosario. El murmullo de los rezos y letanías en latín servía para calmar el dolor de los presentes. Mientras se repetían las oraciones nadie lloraba ni se lamentaba; a fuerza de decir una y otra vez lo mismo, la respiración se tornaba regular y desaparecía momentáneamente la ansiedad. La mente estaba ocupada en recordar, responder y repetir.

En tiempos pasados —que Kilian recordaba vagamente—, mientras los hombres se encargaban de preparar el féretro a medida, la tumba en el cementerio, las sillas en la iglesia y la casa para recibir visitas, las mujeres cocinaban para los familiares y vecinos de otros pueblos que acudían a dar el pésame. Cocían grandes ollas de judías, el menú típico de los funerales. A ratos lloraban y a ratos comentaban si necesitaban rectificar de sal o no. Para los niños, un entierro era como una fiesta en la que conocían a parientes lejanos, solo que, a diferencia de otras fiestas, en esta algunos lloraban o tenían los ojos enrojecidos. Al día siguiente, los varones más fuertes de la familia sacaban a hombros el sencillo féretro de tablas de madera por la puerta principal de la casa, la que daba a la calle y no a los huertos, y la gente lo seguía hasta la iglesia, donde se celebraba una misa. Después, precedido por el sacerdote, lo trasladaban al cementerio situado al lado de la iglesia. Todos los recorridos del cadáver se realizaban al son del tañido lento y uniforme de la campana de la iglesia, cuyo sonido resaltaba tétricamente sobre el silencio del proceso.

Kilian nunca se había preguntado por qué se tocaba la campana de esa manera en los funerales.

Tal vez, como la campana bubi de varios badajos, sirviera para desorientar el alma del muerto.

Pasolobino estaba muy lejos.

¿Podría el alma encontrar el camino de vuelta?

Habían elegido un rincón del cementerio, a la sombra de dos enormes ceibas, para que descansasen allí los restos de Antón. Varios hombres, contratados por Garuz, colocaron una sencilla cruz de piedra en la que los hermanos habían encargado tallar el nombre de su padre, el de su casa y el lugar y fecha de nacimiento y fallecimiento. A Kilian le resultó muy extraño dejar escrito el nombre de Pasolobino en ese rincón de África.

Todos los empleados de la finca, incluidos el gerente y Manuel, así como Generosa, Emilio, Julia y conocidos de Santa Isabel, acompañaron a los hermanos en el entierro. De todos, Santiago era el más afectado porque había llegado a la isla a la vez que Antón, décadas atrás. De cuando en cuando, Marcial le daba unas palmaditas en el hombro, pero solo conseguía que el otro derramara más lágrimas por su pálido y enjuto rostro.

Cuando el féretro descendió al interior de la tierra, con los pies en dirección al mar y la cabeza hacia la montaña por indicación de José, Jacobo se aferró agradecido a la mano de Julia, que sujetaba la suya con fuerza. Sintió la mano libre de ella acariciando su brazo y se dejó confortar por sus palabras de ánimo y consuelo. Cuando la tierra terminó de cubrir el hoyo y Manuel se acercó para avisar a su novia de que los demás se retiraban, Jacobo se resistió a soltar esa mano firme y suave que le proporcionaba entereza. Finalmente, Julia se puso de puntillas, le dio un beso en la mejilla, acarició su rostro con gestos breves y cariñosos, lo miró con ojos embargados de pena y se marchó.

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