—La verdad es que nunca me había fijado en ella… —dijo Kilian con voz neutra.
¿Cómo era posible que un hombre de color negro acharolado, casi azulado, como José, tuviera una hija de color caramelo oscuro?
—Los blancos siempre os quejáis de que todos los negros os parecemos iguales. —José se rio divertido—. No te creas… ¡A nosotros nos pasa lo mismo con vosotros!
«Si la hubiera conocido antes —pensó Kilian—, te aseguro que me resultaría imposible confundirla con otra.»
La buscó con la mirada.
¿Eran imaginaciones suyas o ella hacía lo mismo?
Mosi bebía y bebía y la sujetaba con fuerza para mostrar a todo el mundo que era suya. Kilian intentaba en vano borrar de su mente la imagen de Mosi apoderándose de su cuerpo desnudo.
—¿En qué piensas, amigo? —preguntó José.
—En nada… —Kilian volvió a la realidad—. ¿Sabes, Ösé? Las celebraciones son las mismas en todas partes. En mi pueblo también comemos, bebemos y bailamos en las bodas. Mañana habrá pasado la euforia y todo será igual.
—Nunca es nada igual, Kilian —comentó José, en tono sentencioso—. No hay dos días iguales, como tampoco hay dos personas iguales. ¿Ves a este hombre? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a su derecha—. Yo soy negro, sí, pero este aún lo es más.
—Tienes razón, Ösé. Nunca es nada igual. La prueba está en ti mismo… —José ladeó la cabeza con curiosidad y Kilian hizo una intencionada pausa para terminar su
topé
de un trago—. ¡Ya me estás tuteando…! ¿A que no era tan difícil?
Kilian cerró los ojos. Podía escuchar el silencio de su interior. Todo el bullicio del poblado sonaba como un murmullo lejano. El alcohol le producía una sensación plácida de flotabilidad y levedad.
Hay un breve instante, antes de caer en el sueño, en el que el cuerpo sufre los mismos síntomas que se sienten cuando uno se asoma a un precipicio.
Es vértigo.
Es una sensación que dura apenas un segundo. No sabes si vas a dormir o si vas a morir y no despertarás jamás. Es solo un momento. Una leve náusea. Una parada de la conciencia. Un vahído.
Luego la percepción del exterior se detiene por completo y se adueñan de ti las intermitentes imágenes de la noche.
Aquella noche, Kilian soñó con cuerpos desnudos bailando alrededor de una hoguera al ritmo de tambores endemoniados. Una mujer de enormes ojos claros, casi transparentes, y mirada inquietante y profunda lo invitaba a bailar. Sus manos se adueñaban de su cintura y subían hasta sus pequeños pechos, que vibraban incesantemente con la música. La mujer le susurraba al oído palabras excitantes que no comprendía. Luego se apretaba contra él. Podía sentir la suave presión de sus pezones contra su torso desnudo. De súbito, su rostro era el de Sade. Reconocía sus ojos almendrados y oscuros, sus pómulos altos, su fina nariz y sus labios carnosos como las frambuesas de otoño. A su lado, hombres enormes cabalgaban sobre mujeres mientras los cantos se hacían cada vez más agudos e intensos. Cuando volvía a mirarla, la mujer ya no era Sade, sino una figura borrosa que no lo dejaba marchar. Sus caricias eran cada vez más intensas. Él se resistía; ella le obligaba a mirar a su alrededor.
«Escucha. Mira. Toca. ¡Déjate llevar!»
Se despertó mojado.
Le dolía la cabeza por efecto de la bebida. Tenía el cuerpo lleno de manchas rojas por las picaduras del minúsculo
jenjén
. Por culpa del alcohol, se había olvidado de poner la mosquitera.
Le pareció escuchar música, pero al asomarse a la puerta de la choza que le habían preparado vio que el poblado estaba desierto.
Recordó la larga e intensa fiesta de la que había formado parte. José le había explicado que en la tradición bubi había dos tipos de boda:
ribalá rèötö
, o matrimonio para comprar la virginidad, y
ribalá ré rihólè
, o matrimonio de amor mutuo. El primero era el único y verdadero ante la ley, aunque se hubiera obligado a la mujer a contraerlo.
El comprador pagaba por la virginidad de la novia, pues se consideraba que una mujer que la hubiera perdido carecía de todo su valor y su belleza. El segundo, el matrimonio de amor mutuo, se consideraba ilegítimo y sin valor ante la ley. No había celebración, ni solemnidad, ni fiesta.
A esas horas…
¿Habría perdido ella su valor y su belleza?
Lo dudaba.
Hacía una mañana espléndida. La temperatura era deliciosa. Una fresca brisa refrescaba el bochorno de la noche.
Pero a Kilian le ardía el cuerpo.
Tornado weather
(Tiempo de tornados)
Kilian descendió la cuesta a toda prisa. El barco que traía a su padre de España había atracado hacía un rato y él llegaba con retraso. Cuando alcanzó la parte inferior, tres hombres estaban descargando la última gabarra en el espigón. Aparte de eso, no había más movimiento. Jadeante y sudoroso, se detuvo y buscó con la mirada a Antón. El sol provocaba sobre la superficie del mar miles de reflejos dorados que competían con los plateados de los bancos de sardinas. Se colocó una mano a modo de visera y entrecerró los ojos.
Como una diminuta sombra recortada sobre el horizonte infinito distinguió la figura de su padre de espaldas, sentado sobre su maleta de cuero y con los hombros algo hundidos. Kilian dio unos pasos en su dirección y abrió la boca para llamarle, pero se contuvo. Había algo en su postura que le extrañó. Esperaba encontrarlo caminando impaciente y enfadado por ser el último pasajero a quien iban a buscar, pero, en vez de eso, Antón parecía meditabundo, como si tuviera la mirada perdida en algún lugar más allá de la playa circular de la bahía enmarcada por los abanicos de las palmeras reales, las frondosas bananeras y los cocoteros. Esa imagen de absoluta soledad produjo en Kilian un estremecimiento que intentó mitigar acelerando el paso y forzando una voz alegre:
—¡Perdóneme, papá! No he podido llegar antes. —Antón levantó la cabeza y, todavía ensimismado, lo recibió con una triste sonrisa.
Kilian se asustó al verle la cara. En pocos meses había envejecido años
—Es que… —continuó— había un árbol cruzado en la carretera por culpa de la tormenta de anoche. No fue muy fuerte, pero ya sabe cómo son estas cosas… He tenido que esperar un buen rato a que lo quitaran.
—No te preocupes, hijo. He disfrutado de unos momentos muy agradables mientras te esperaba.
Antón se puso de pie con lentitud y los dos se abrazaron. Aunque el cuerpo de su padre continuaba siendo el de un hombre bastante alto y fornido, Kilian sintió que el saludo, además de ser inusualmente prolongado, transmitía una honda debilidad a sus fuertes brazos.
—Venga, vamos. —Kilian carraspeó y cogió la maleta—. No sabe la de ganas que tengo de que nos cuente cosas de casa. ¿Cómo están mamá y Catalina? ¿Había mucha nieve cuando se fue? ¿Y tío Jacobo y su familia?
Antón sonrió y sacudió una mano en el aire.
—Será mejor que esperemos a juntarnos con tu hermano —dijo—. ¡Así no tendré que responder a todo dos veces!
Cuando llegaron al fondo del espigón, Antón lanzó una mirada al empinado camino y soltó un resoplido.
—¿Sabes, Kilian, por qué la llaman la
cuesta de las fiebres
?
—Sí, papá. ¿No se acuerda? Me lo contó Manuel el primer día.
Antón asintió.
—¿Y qué te dijo exactamente?
—Pues que nadie se escapa de… —No quiso terminar la frase y le ofreció el brazo con naturalidad—. Papá, es normal estar cansado después de un viaje tan largo.
Antón aceptó su brazo y ascendieron de manera pausada. Kilian no dejó de hablar en todo el trayecto hasta el coche y después hasta Sampaka, poniéndole al día de las cosas de la finca, de los demás empleados, de los braceros nuevos y de los más veteranos, de los conocidos de Santa Isabel, de las jornadas en los cacaotales… Antón escuchaba y asentía, incluso sonreía de vez en cuando, pero en ningún momento le interrumpió.
Él ya había vivido lo suficiente como para saber que la excepcional locuacidad de su hijo se debía al temor de llevar del brazo por primera vez a un padre que se sentía cansado y viejo.
—¡
Massa
Kilian! —Un sofocado Simón gritaba por la ventanilla del camión—. ¡
Massa
Kilian! ¡Rápido, venga!
El vehículo levantaba una gran polvareda por el camino de los cacaotales. Kilian estaba comprobando que las trampas para ardillas estuvieran bien colocadas. Las ardillas de su país eran animales graciosos que hacían las delicias de los niños. En Fernando Poo eran más grandes que conejos y se comían las piñas de cacao. Algunas incluso tenían alas para planear de un árbol a otro. El camión se acercó haciendo sonar el claxon con insistencia. Por fin se detuvo a su lado y Simón salió como una exhalación.
—¡
Massa
! —gritó de nuevo—. ¿Es que no me oye? ¡Suba al camión!
—¿Qué pasa? —preguntó Kilian, asustado por los gritos de su
boy
.
—¡Es
Masantón
! —Simón le explicó de un tirón, casi sin respirar—: Lo han encontrado inconsciente en la oficina… Está en el hospital con los
massas
Manuel y Jacobo. José me ha enviado a buscarle. ¡Vamos, suba al camión!
Aunque Simón condujo hacia la finca con peligrosa rapidez, a Kilian el trayecto al hospital se le hizo eterno. No podía dejar de pensar en su padre.
Desde marzo, la salud de Antón se había ido deteriorando progresivamente, lo cual no le había impedido comportarse ante sus hijos con total entereza. En ocasiones, incluso bromeaba para quitarle hierro al asunto, diciéndoles que el trabajo en la oficina, entre montañas de papeles, era mucho más duro que el de los cacaotales. Kilian y Jacobo habían renunciado finalmente a sus seis meses de vacaciones y habían solicitado posponerlas para más adelante, quizá para cuando su padre se encontrara mejor…
Lo único que había cambiado en la forma de ser de Antón era la constante necesidad de contar a sus hijos, de forma minuciosa, todos los detalles de las finanzas de Casa Rabaltué. Les repetía el número de cabezas de ganado que debían conservar, el importe acertado para vender bien una yegua, el precio de los corderos, el sueldo del pastor, y los segadores que se necesitarían ese verano para cortar la hierba y guardarla para el próximo invierno. También comentaba los arreglos que necesitaba la casa. Había que retejar, cambiar una viga del establo, enderezar un muro del gallinero, encalar las paredes del patio, mejorar la instalación eléctrica, y hacer un cuarto de baño más grande y completo. Con los sueldos de ambos hermanos, calculaba, más lo que producía la venta del ganado, tendrían para acometer todos esos proyectos. Si fallaba un sueldo, habría que ir poco a poco y arreglar algo cada año. Y por si no les había quedado claro, apuntaba todas las instrucciones y los cálculos en decenas de notas duplicadas con papel de calco: una copia para los hermanos y otra para enviar a España por correo. A pesar de la distancia, seguía dirigiendo Casa Rabaltué desde África.
También había aprovechado Antón varios momentos a solas con Kilian para contarle con más detalle otros asuntos más vagos que un buen amo debía tener siempre presente, como las relaciones entre las casas de Pasolobino y Cerbeán y las deudas y favores prestados y recibidos entre familiares y vecinos desde tiempos muy lejanos. Kilian lo escuchaba sin intervenir porque no sabía qué decir. Le producía una profunda tristeza ser consciente de que su padre le estaba dictando su testamento, por más que adoptase un tono casual, o utilizase como pretexto las cartas que llegaban desde casa cada vez con mayor frecuencia. Era evidente que su padre tenía una imperiosa necesidad de dejar todo dicho antes de…
El camión frenó bruscamente ante la puerta del hospital. Kilian subió las escaleras de tres en tres e irrumpió en la sala principal. Un enfermero lo reconoció y le indicó que pasara a una habitación contigua al despacho del médico. Allí vio a su padre postrado en la cama, con los ojos cerrados. Jacobo estaba sentado en un sillón en una esquina y se levantó nada más ver a Kilian. José permanecía de pie al lado de la cama. Una enfermera recogía utensilios en una pequeña bandeja metálica. Cuando se dio la vuelta para salir de la habitación, casi chocó con Kilian.
—¡Perdón! —se disculpó.
Aquella voz…
La muchacha alzó la cara y sus miradas se encontraron.
¡Era ella! ¡La novia de sus sueños! ¡La mujer de Mosi!
¡No sabía ni su nombre!
José se dirigió a su hija para preguntarle algo, pero en ese mismo momento entró Manuel.
—Ahora está sedado —informó—. Le hemos suministrado una dosis más alta de morfina.
—¿Qué quiere decir una dosis
más
alta? —preguntó Kilian, extrañado.
El doctor miró a José y este movió la cabeza a ambos lados. Kilian no sabía nada.
—¿Podríamos hablar en mi despacho?
Los cuatro pasaron a la otra estancia. Una vez dentro, Manuel fue directo al grano.
—Hace meses que Antón recibe morfina para soportar los dolores. No quería que nadie lo supiera. Tiene un mal incurable, intratable e inoperable. Es cuestión de días. Pocos días, me temo. Lo siento.
Kilian se giró hacia Jacobo.
—¿Tú sabías algo?
—Lo mismo que tú —respondió Jacobo con voz triste—. No tenía ni idea de que fuese tan grave.
—¿Y tú, Ösé?
José dudó antes de contestar:
—Antón me hizo jurar que no diría nada.
Kilian agachó la cabeza, presa del desaliento. Jacobo, también cabizbajo, se acercó y colocó una mano en el hombro de su hermano. Por un momento, coincidieron plenamente en sus pensamientos. Sabían que su padre estaba enfermo, pero no tanto. ¿Cómo había podido ocultarles la gravedad de la situación? ¿Por qué no le habían dado más importancia a su cansancio permanente, a su falta de apetito…? Todo era debido al calor, les había repetido mil veces… ¡Al maldito calor! ¿Lo sabría su madre? Los hermanos se miraron con los ojos llenos de congoja. ¿Cómo se lo iban a contar? ¿Cómo se le decía a una mujer que su marido iba a morir a miles de kilómetros de distancia y que nunca más volvería a verlo?
—¿Podremos hablar con él? —acertó por fin a preguntar Kilian con un hilo de voz.
—Sí. A partir de ahora tendrá momentos en los que estará despierto y consciente. Pero espero que la morfina le sirva para engañar el momento en que entre en la agonía final. —Manuel le dio unas palmadas en el brazo—. Kilian… Jacobo… Lo siento de veras. A todos nos llega la hora. —Se quitó las gafas y empezó a limpiar un cristal con una esquina de su bata—. La medicina no puede hacer más. Ahora sí que ya es la voluntad de Dios.